Ilustración: Hugo González

Cultura condensada

Una mirada semanal a las noticias y debates que involucran a la cultura en sus distintas expresiones.
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¿Debe el arte ser moral?

Vivimos en la era de las buenas intenciones y los comentarios políticamente correctos para no herir la estabilidad emocional de los jóvenes. Esta es la tesis que Greg Lukianoff y Jonathan Haidt desarrollan en su libro The coddling of the American mind: How good intentions and bad ideas are setting up a generation for failure. Los autores perciben que los padres y los maestros sobreprotegen a los jóvenes, y ellos, en consecuencia, padecen ansiedad ante aquellas expresiones artísticas que consideran ofensivas. De la tesis del libro se desprende un par de preguntas: ¿qué tan benéficos resultan estos cuidados para la población a la que intentan proteger? y ¿qué efectos tiene esto para el arte?

Los autores escribieron una primera versión de esta tesis en un ensayo publicado en The Atlantic en 2015. Observaron ahí que los jóvenes empleaban cada vez con más frecuencia la frase: “me siento ofendido” para censurar temas o materiales en entornos escolares. Lo que importa ya no es la intención ni la calidad de las obras, sino el efecto que producen: “El razonamiento emocional” –esa noción que propone que los sentimientos negativos reflejan a la realidad objetiva– “ahora es aceptado como evidencia”.

Una variante de este fenómeno hizo su aparición con las reacciones que desató la publicación de un cuento de Ricardo Bernal en un libro de lecturas para la materia de Español de 5º de primaria de la SEP. En “Lucy y el monstruo”, la protagonista le escribe una carta de despedida al monstruo que la acecha porque su padre le ha dicho que no existe, pero este le responde con otra carta, donde con un tono de tristeza, lamenta no haber impedido su muerte. Una madre subió fotografías del cuento a un grupo de contenidos educativos en Facebook, expresando su preocupación, al no considerarlo apto para niños. La publicación se compartió más de 40 mil veces; en algunos comentarios se le tachaba de un cuento depravado, mientras que en otros se le aplaudía. Ricardo Bernal aclaró que escribió el cuento hace más de veinte años y que su idea no era escribir un cuento infantil, pero que poco a poco fue llegando a lectores más jóvenes, hasta que la SEP lo incluyó en uno de sus libros. La dependencia no se ha pronunciado acerca de la polémica.

Retirar el cuento del libro de lecturas –más allá del reto logístico y el gasto que implicaría– señalaría una concepción estrecha de la literatura, una que la concibe como herramienta para la enseñanza de valores morales y que deja fuera el placer de la lectura y la posibilidad de experimentar emociones y situaciones que –dependiendo de las edades y los grados de madurez– es importante que los niños atraviesen.

La tendencia a juzgar las expresiones artísticas por los daños que podrían causar a ciertos miembros de una comunidad se ha trasladado de las escuelas a los medios de comunicación. Wesley Morris, colaborador de la New York Times Magazine, asegura que “el propósito ya es proteger y condenar alguna obra no necesariamente por su calidad sino por sus valores. ‘Este arte o artista, este personaje, esta broma: ¿son malos para las mujeres, para las personas gay, para las personas trans, para quienes no son blancos? ¿El elenco es suficientemente diverso? ¿Esta exhibición en el museo incluye suficientes obras; las hay en su colección?’. Este tipo de preguntas sustituyen cada vez más la discusión de la obra de arte en sí”.

De acuerdo con Morris, a diferencia de lo que ocurría en el pasado, cuando los padres eran los moralizadores preocupados por la exposición de sus hijos a conceptos que aquellos consideraban inadecuados, el cambio generacional ha provocado que ahora sean los jóvenes quienes moralizan sobre las buenas costumbres.

Ejemplo de esto es la polémica que suscitó la canción “Quédate en Madrid”, que Mecano hizo famosa en 1988. María Villar y Miki Núñez, participantes de un concurso de talento, quisieron cambiar la letra de la canción, pues cantar “mariconez” les parecía ofensivo hacia un colectivo, de modo que sugerían reemplazarla por estupidez o gilipollez. Ana Torroja y José María Cano desaprobaron la iniciativa de los participantes y aclararon que la intención de la canción no es insultar, sino contar una historia de amor. Mecano fue uno de los primeros grupos en España en cantar sobre la homosexualidad y en eliminar estigmas.

Sobre la controversia, Verónica Puertollano escribió en este sitio web: “Despejados el contexto y la intención, queda el efecto: mariconez es un término que identifica a un grupo minoritario con un atributo peyorativo: la cursilería. Los motivos (falta de contexto) y métodos (censura) de Villar pueden ser equivocados, pero su intención parece inobjetable”. Al final, los jóvenes cantaron la canción sin modificar la letra y el público abucheó a Torroja, quien es jurado del reality show.

No parece que se vaya a encontrar una pronta solución al debate entre el arte y la moral. Si bien es necesario evitar aquellas prácticas cuya intención es insultar o denigrar a una minoría, no hay que perder de vista que el propósito del arte no es solo mostrar lo bello y agradable, sino exponer lo perturbador e incómodo para que al final los lectores, oyentes y espectadores comprendan otras facetas de la realidad.

 

Temporada de premios literarios

Dos de los premios literarios más importantes de la temporada, el llamado Nobel alternativo y el Man Booker Prize, se entregaron en estos días. El primero fue para Maryse Condé, originaria de Guadalupe, en las Antillas francesas; mientras que el segundo se lo llevó la irlandesa Anna Burns.

Condé ha escrito veinte novelas en las que explora la negritud y el papel de la mujer en la sociedad antillana. A pesar de que su última novela se publicó hace ocho años, The New Academy decidió premiarla por su “voz única” y por explorar el “poder, el género, la raza y la clase después del colonialismo”. Sobre su interés en rescatar y promover sus raíces, Condé comentó: “Escribo para tratar de encontrar las respuestas a las preguntas que me hago a mí misma. Escribir es para mí un tipo de terapia, una manera en la que puedo estar a salvo”.

Esta será la única ocasión en que The New Academy entregue el premio de cien mil euros, pues después de la ceremonia del 9 de diciembre dejará de existir, con la esperanza de que la Academia Sueca restablezca el Premio Nobel de Literatura.

Por su parte, Burns fue premiada por su tercera novela, Milkman, una historia que retrata la violencia que en Irlanda se vivió por las diferencias entre católicos y protestantes. Aunque está ambientada en los años 70, la situación de acoso que vive la narradora tiene ecos actuales por el auge del movimiento #MeToo.

Ambas laureadas han abordado los problemas de sus países de origen con una mirada crítica a través de narraciones que dan voz a los marginados.

El premio Planeta esperaba ser también un premio feminista, pues entre las diez obras finalistas destacaban temas como la desigualdad, el acoso, las relaciones lésbicas o las relaciones entre madres e hijas.  No obstante, el premio resultó ser feminista solo en tema: la novela ganadora, Yo, Julia, no fue escrita por una mujer, sino por Santiago Posteguillo.

Autor de la trilogía de Trajano, Posteguillo es uno de los principales autores de la casa editorial. En esta ocasión se adentra en la vida de Julia Domna, la esposa del emperador Septimio Severo, para narrar la participación de las mujeres en la lucha política de la Antigua Roma. Durante la entrega del premio el autor declaró: “Julia Domna es un personaje del que merecía la pena contar su historia en siglo XXI para demostrar que ha habido mujeres en posiciones de poder que han sabido moverse con mayor inteligencia que los hombres”.

En segundo lugar, quedó Ayanta Barilli, quien en su novela polifónica Un mar violeta oscuro narra tres generaciones de lucha por los derechos de las mujeres españolas. En 50 de sus 67 ediciones, el Planeta ha quedado en manos de hombres.

 

El club republicano decora la Casa Blanca

Abraham Lincoln, Ronald Reagan, George Bush padre e hijo, Richard Nixon, Theodore Roosevelt y Donald Trump son los personajes de una pintura que ahora cuelga en los muros de la Casa Blanca. En la escena, los presidentes republicanos ríen, sentados en la mesa de un bar. Trump, al centro, viste su característica corbata roja y camisa blanca. Andy Thomas, un artista autodidacta de Missouri, se mostró sorprendido después de ver, en una entrevista televisiva, su cuadro “El club republicano” decorando una de las oficinas del presidente, pues, aunque sabía que Trump lo había recibido como regalo por parte de un legislador, no esperaba que estuviera en su residencia oficial.

A pesar de que su estilo remite a las pinturas de Cassius Marcellus Coolidge que mostraban perros jugando póker o billar, no hay sátira en el cuadro, aclaró el pintor a The Guardian. Pero sus intenciones no son del todo inocentes, pues entre la muchedumbre que rodea a los presidentes se distingue la figura de una mujer que los observa mientras camina hacia ellos. De acuerdo con él, quiso hacer un guiño hacia el feminismo y las mujeres que no se sienten intimidadas por los hombres poderosos. Aunque una de las principales influencias de Thomas es Norman Rockwell, su estilo es más amateur y su representación de los presidentes no es verosímil, como nota Hannah Jane Parkinson en esta crítica. Sin embargo, eso no parece molestar a Trump, quien le llamó al artista para expresarle su agradecimiento porque “usualmente no le gustan los retratos que hacen de él, pero este sí”.

No es la primera vez que Trump elige un retrato de sí mismo para decorar una de sus propiedades. En Mar-a-Lago, “El visionario”, un cuadro donde aparece un joven Donald Trump vestido de blanco, decora el bar.

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