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–Debe ser por el Black Friday –me dice Pepe cuando esquivamos multitudes al cruzar la Plaza Mayor de Madrid, ocupada por grandes puestos con pesebres y figuras para el nacimiento navideño. Hace frío y vamos a ver el partido de México contra Argentina.
Llegamos una hora y media antes al Sports bar, en la calle de las Veneras. La fila se despliega por varios metros, somos unas venticinco personas. El bar se ve repleto de rostros clavados en las pantallas del juego de Francia contra Dinamarca.
–No vamos a poder entrar –le digo a Pepe. Esperamos a seis personas más y ninguno de los franceses, daneses o españoles parecen querer salir. Pepe se va a buscar otro sitio y lo encuentra. Subimos la cuesta de la calle para llegar a la Plaza de Santo Domingo y encontramos a un costado nuestro destino: el Shisha. La luz de las lámparas ovaladas, colgadas de tres en tres, con vidriecillos de colores, nos acompañará a lo largo de 90 minutos. En las paredes, se despliegan imágenes del Bósforo, la panorámica muestra los minaretes de la Santa Sofia al centro. Estamos solos en el sótano del bar.
La carta ofrece hojas de parra, kepe bola, patatas bravas, jamón ibérico y hummus. Pedimos las hojas y el kepe. Le pido al mesero una cerveza belga que tiene buena pinta. Conforme transcurre el tiempo, comienzan a llegar nuestros amigos. Daniel, de Colombia; Daniela, de Argentina; María José, de Perú; Alexandra, también colombiana; Belén y Mario, de Galicia y María José, de Salamanca.
Cuando el juego inicia, tengo al lado al pequeño Mario, de nueve años, con el ánimo triunfador del equipo contrario: –¿Por qué le vas a Argentina, Mario? –Le pregunto. –Los jugadores de Argentina son mejores y tienen mejor equipo que México y ha demostrado mejores cosas que México en los mundiales –me contesta. Ante la contundencia de su respuesta, solo queda la resignación. Imagino que los seleccionados mexicanos piensan igual que Mario, pero no lo dicen. –¿Qué marcador pronostican? –nos pregunta Daniel, divertido ante nuestra actitud derrotista. –Dos a cero favor Argentina –le digo, sin apostar nada; cuando el juego termine me arrepentiré por haber acertado al marcador sin obtener ganancias.
Ahora que, tras la pandemia, han vuelto a excretarse y compartirse los sudores en las canchas, en este mundial y este juego, sabemos que el Tri debe perder por un gol para no quedar tan mal. El problema, pienso, es que Memo Ochoa ya está cansado de ser héroe nacional. Y si Argentina hace un gol, hará dos. Luego, oculto mi pesimismo y veo la pantalla con la esperanza flaca.
–Es que en México no quieren a nadie –dice Daniel y se ríe. También nos hace gracia a los demás y a la vez nos duele. ¿Somos crueles? ¿Nos hace falta apoyar a los otros? ¿Solidaridad? Nuestra esperanza flaca nos lleva de expedición imaginaria a la glorieta del Ángel de la Independencia, en el Paseo de la Reforma de la Ciudad de México, una vez que triunfemos.
El primer tiempo sucede entre empujones, patadas, manazos e incontables roces que lo interrumpen de manera continua. Los labios del árbitro mastican el silbato sin cesar. –El árbitro va a sacar tarjetas pronto –me dice Mario desde su esquina de sabiduría. Pitido tras pitido, sin que otra cosa ocurra, excepto jugadas que no se concluyen o pases detenidos por un pescozón, la primera parte del juego termina.
Para el segundo tiempo, vemos cómo los jugadores mexicanos, ya cerca del arco rival, envían pases o realizan tiros que son preguntas existenciales: ¿Hay alguien del otro lado? ¿Alguien que sepa que existo? Aprehender el vacío es la enseñanza más filosófica de nuestros jugadores. Del otro lado, no hay nadie.
La cámara se estaciona en la tribuna. Un aficionado disfrazado de El Santo brilla ante el mundo. Ojalá esto fuera un encuentro de lucha libre, pero no, es futbol soccer. Cuando Argentina lanza un tiro a gol que se va volando encima del arco, Mario dice: –Hay niños en la grada. Nos reímos con él. Procuramos que esta sea la convivencia de varias miradas. Y sabemos que México perderá el juego desde el principio de los tiempos.
Cuatro hombres españoles se ponen de pie y dejan la mesa aledaña. Uno de ellos nos mira y suelta una sentencia: –Suerte a los dos, pero que sonría Messi –y se va, conforme con su vaticinio.
–México está bien parado en la defensa –dice Pepe. –Lo podemos llamar “el milagro mexicano” –rumia entre dientes, para ser leal a la selección. Pero la esperanza flaca se disuelve en pocos minutos más: el primer gol de Messi se cuela como un conejo veloz en la portería y miramos hacia el suelo, con resignación. Cuando cae el segundo gol, de Enzo Fernández –tras un tiro de esquina de Messi que va hacia el nodo cósmico del universo–, que tiene los atributos de un poema clásico, con rima, ritmo y musicalidad, estamos en el agujero más hondo de la derrota.
Daniela ha mirado la pantalla en silencio. Su nacionalidad argentina es suficiente, su discreción anida en la confianza que le tiene a la selección de su país. En sus ojos está el brillo de quien se asume ganador y la elegancia que mira con entrega y certeza.
Daniel vuelve a preguntarnos algo inquietante: –¿Entre los jugadores mexicanos, ni siquiera se quieren a sí mismos? Cambiamos de tema. El humo de un par de shishas ocupa el aire del sótano. Perdimos otra vez. Mario me mira con una sonrisa. –¿Estás contento porque ganó tu equipo? –le pregunto. –Sí –dice.
Subimos las escaleras para salir del sótano. La derrota va con nosotros, a pesar de dejar el subsuelo debajo. Luego, nos vamos al Fígaro a cantar ópera y a olvidar que Messi es un poeta al que envidiamos.
(Ciudad de México, 1975) es autora, entre otros, de El animal sobre la piedra (Almadía, 2000) y El beso de la liebre (Alfaguara, 2012). En 2022 obtuvo el Premio de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz por su novela más reciente, Isla partida (Almadía, 2021).