Desvaríos sobre un baño propio

El laberinto de tuberías que se esconde de la vista para evitarnos el espanto a veces emerge como una realidad concreta.
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Este texto podría tomar distintas ramificaciones pero me decanto por la que me compete: drenajes. No soy experta ni desearía serlo, pero el laberinto de tuberías que se esconde de la vista para evitarnos el espanto a veces emerge como una realidad concreta: un atasco. Esa realidad literalmente lo inunda todo, empezando por el pensamiento. Como escribió Virginia Woolf, “una mujer debe tener dinero, un cuarto propio y un baño que funcione bien para escribir novelas y cuentos”. Lo del baño que funcione está implícito aunque me haya tomado la libertad de incluirlo en la cita. O quizá Virginia Woolf no pasó por la dramática experiencia de tener un bloqueo sanitario, que es peor –lo sabe cualquiera– que uno creativo.

Mientras agonizo

Tras una semana de pesadilla, espero la llegada de un segundo plomero, pues el que vino antes se fue un domingo sin haber hecho gran cosa por resolver el atasco. Tomando los limones que la vida ofrece como consuelo (otra libertad interpretativa) debo decir que gracias a este problema doméstico logré lo que nunca antes: ir al gimnasio todos los días. Sus regaderas me devuelven a la civilización. 

Imagino la red inextricable de tuberías que se esconden bajo nuestros pies. El tránsito subterráneo sobrecoge cuando se lo ve como la continuidad líquida de toneladas producidas durante décadas por el hombre. En el caso de la Ciudad de México, intimida: solo el drenaje profundo tiene 153.3 km de tuberías enterradas de 10 a 200 metros por debajo de la superficie. A eso habría que sumar lo que seguramente son muchos cientos de kilómetros más de canalizaciones secundarias. 

Debajo de los coches, del asfalto, de las banquetas, de los edificios, sabemos, se encuentra el inframundo. No hay mitología que haya omitido colocar en ese sitio el mal o la muerte, el fin, el destino desconocido, lo escatológico, en el sentido original de la palabra. Y escatológico es también en la vulgarización del término cuando se piensa en los ríos de aguas negras que transcurren bajo la superficie. Más sorprendente que vivir sobre el lecho de un lago extinto es que en ese lodazal de fondo exista algo que contenga el flujo de agua que va y viene: agua para usar, agua desechada. Agua interminable, omnipresente, por su escasez y su exuberancia en esta ciudad. 

Un amigo menciona un tema vinculado al problema de los drenajes domésticos tapados, una “solución del futuro” que suena un poco turbadora: Cinderella, el inodoro incinerador. Busco con curiosidad y google me devuelve una noticia titulada “Un inodoro inteligente se prende fuego mientras su dueño lo estaba usando”. Pienso que la intención es lo que cuenta: quizás el problema no es que se incinere “por sí mismo” sino que se lo tome por “inteligente”, atributo que hoy se le otorga hasta a la mayonesa. Sin embargo, es interesante un mecanismo que prescinda del agua y utilice el fuego. En este combate de materias ha ganado Heráclito sobre Tales de Mileto. 

Diletante del drama doméstico, investigo el origen de los sistemas de drenaje, que me lleva milenios atrás en la India, y del baño como lo conocemos, hasta las incursiones de las ciencias por resolver problemas como el desperdicio y la contaminación del agua, y concluyo con Heráclito que solo el fuego es el arché porque tiene el poder de transformar y así sostener el devenir que nos mantiene en permanente cambio (y aplicado a los drenajes dice mucho, aunque Heráclito mismo no tenga nada que ver en este asunto). 

En mi búsqueda de distractores para olvidar mi pequeño drama de señora, no tardo en llegar al nunca despreciable mundo de lo grotesco. Siempre me causó gracia el hecho de que el inodoro de J.D. Salinger fuera subastado, no porque fuera inusual (lo han hecho con los inodoros de Lennon, Kennedy, Elvis y Frank Sinatra), sino por la obstinación con la que en vida Salinger espantó a los curiosos y se recluyó en el misterio, para terminar pasando a la memoria con la subasta de uno de sus objetos más íntimos. La subasta de inodoros, según me enteré, es un género y una parafilia bastante común dentro del mundo de las pujas (humor involuntario). Los compradores en las subastas no suelen revelar sus nombres por motivos comprensibles, pero los toilet fetishists, sospecho, guardan otras razones. 

Leer y escribir sobre baños, drenajes y temas anexos, en vez de mirar páginas inspiradoras de decoración, me causa un consuelo mediocre, pero suficiente. Produce el mismo efecto que oír una canción deprimente cuando estás en plena crisis. Abro un último link, una nota publicada hace unos cuantos meses en The Guardian: el mingitorio de Duchamp (Fountain), sostiene el autor, sería un plagio a una obra de la artista dadaísta alemana lsa von Freytag-Loringhoven, muerta en la plenitud de la indigencia en 1927. El chisme de The Guardian incluye un metachisme: la Galería de Arte Moderno de Glasgow habría rechazado desmentir la autoría de Duchamp a favor de la artista alemana ignorando una evidencia casi imbatible: en 1917, año en el que Duchamp inauguró, por así decirlo, el arte contemporáneo, le contó por carta a su hermana que “una amiga mujer” había presentado “un urinario como escultura” a una exposición. La firma a un costado, “R Mutt”, escrita supuestamente por la infausta Von Freytag-Loringhoven, correspondería a un juego de palabras con el término alemán armut, que significa pobreza. ~

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