[Este artĆculo apareciĆ³ en 1994 en El PeriĆ³dico de AragĆ³n, y estĆ” recogido en el libro Besos robados (Xordica, 1994). Lo recuperamos hoy: ya era, en cierto modo, una despedida.]
Querido Diego:
CĆ³mo te vas a acordar, pero un dĆa de 1983, el 4 de julio, sĆ”bado, a las 12 del mediodĆa, en un ascensor del hotel Don Yo de Zaragoza, VĆctor MuƱoz te presentĆ³ a un tipo tan bajito como tĆŗ, que te estrechĆ³ la mano, te susurrĆ³ un hola y enmudeciĆ³. Era yo. Me sonreĆste y a continuaciĆ³n le preguntaste a VĆctor a quĆ© hora era la comida. Salimos del ascensor y vi cĆ³mo te alejabas hacia tu habitaciĆ³n. Permanecimos juntos durante tres pisos. En total, contando la espera del ascensor y una parada en el primer piso, unos 30 segundos. Medio minuto al lado del mejor futbolista que hayan conocido los siglos. Es para sentirse orgulloso.
Esa tarde, tu equipo, el Barcelona, jugaba contra el Real Madrid la final de la Copa del Rey en La Romareda, un trofeo que lograsteis colocar en vuestras vitrinas despuĆ©s de ganar por dos tantos a uno en un partido mĆ”s que vibrante. Las entradas que me regalĆ³ VĆctor nos sentaron a mĆ y a mi hermano justo en medio de tu troupe, liderada entonces por Jorge Cysterpiller. HacĆa calor y el ambiente de La Romareda echaba fuego, con las dos aficiones rivales dando la sensaciĆ³n de que se jugaban la vida. El primer gol fue de antologĆa. En el minuto 32 de la primera parte, Schuster dominĆ³ un balĆ³n en el campo del BarƧa, te observĆ³ en buena posiciĆ³n y te regalĆ³ un larguĆsimo y preciso pase de 50 metros sobre la lĆnea de fondo. Controlaste la pelota poco antes de que rebasara la raya del saque de esquina, dentro del Ć”rea pequeƱa. En un par de segundos ocurriĆ³ lo siguiente: alzaste la vista, comprobaste que VĆctor venĆa lanzado, le enviaste un precioso pase de la muerte y el jugador aragonĆ©s disparĆ³ sobre la marcha con contundencia y colocaciĆ³n, raso, a la izquierda de Miguel Ćngel. Un gol que merecerĆa figurar en cualquier manual que explicara quĆ© es el fĆŗtbol. Las gradas del campo invadidas por los culĆ©s se vinieron abajo. Tus amigos enloquecieron. Jorge Cysterpiller me agarrĆ³, me cogiĆ³ de la pechera y me rompiĆ³ un botĆ³n de la camisa. Luego Santillana empatĆ³ pero una esplĆ©ndida plancha de Marcos en el Ćŗltimo minuto os dio la victoria. Al final, te acercaste para brindar el triunfo a tus hermanos. Fue la Ćŗltima vez que te mirĆ© a los ojos, pero ya ves que no lo he olvidado.
Esa habĆa sido la primera de las dos temporadas que jugaste en el Barcelona, una estancia marcada por la fatalidad. Una hepatitis en el primer aƱo y una terrible lesiĆ³n en el segundo te impidieron explotar tu genio. Fue una verdadera lĆ”stima, porque, luego, en el NĆ”poles y en la selecciĆ³n argentina del Mundial de MĆ©xico, demostraste al mundo que no eras de este mundo. Sin embargo, cuando habla de ti, a VĆctor le faltan las palabras. VĆctor me insiste sin parar en que tĆŗ has sido el rey, que eras la quintaesencia de la fantasĆa y la sorpresa, que tenĆas una imaginaciĆ³n endiablada y una zurda milagrosa, que, entre todas las opciones posibles que existen cuando se tiene un balĆ³n en los pies, tĆŗ siempre elegĆas la mejor. Me cuenta ensimismado cĆ³mo, en los partidos de entrenamiento, cuando estabas libre de presiones y marcajes, tus compaƱeros se quedaban extasiados ante algo que no habĆan visto antes ni volverĆan a ver despuĆ©s. Y eso lo asegura Ć©l, que ha jugado al lado de Schuster, Simonsen, Tonhho Cerezo, Vialli o ButragueƱo, que ha tenido enfrente a Cruyff, Neeskens, Keegan, Platini, Laudrup, Gullit o Van Basten. QuĆ© pena, porque con un poco mĆ”s de suerte, en el Barcelona, con Schuster en plena forma y el gran VĆctor ejecutando el trabajo sucio y limpiando el cĆ©sped de cuerpos extraƱos, aquel centro del campo se hubiera convertido en una fĆ”brica de felicidad, en forma de jugadas de fĆ”bula y besos en la red.
Te escribo hoy, despuĆ©s de verte dos partidos de este Mundial de Estados Unidos y confirmar que tu magia y tu electricidad no se las ha llevado el viento y que el infierno que has conocido durante todos estos aƱos no ha quemado tu capacidad de mantener en vilo al planeta. Debe resultar muy duro ser el mĆ”s grande, todo el rato, saber que un paĆs entero, Argentina, estĆ” perdidamente enamorado de ti, pensar que de tus pies depende la dicha de millones de seres humanos, sentirse eternamente observado, acosado, perseguido y agobiado por infinitas e irreconocibles miradas que te asfixian mientras te exigen que permanezcas en la cumbre, para siempre. Pero arriba, en la cima, supiste que hace mucho frĆo, y que allĆ uno se siente muy solo, y que si miras, da vĆ©rtigo. Al fin y al cabo, tĆŗ eras un zagal que habĆa nacido en un barrio pobre de Buenos Aires y que, cuando era todavĆa un adolescente, se tropezĆ³ con la responsabilidad de ser el mejor de los tiempos.
Cuando todo se hizo insoportable, cuando ya no podĆas respirar, te aferraste a los paraĆsos artificiales y el mundo ingrato se te echĆ³ encima, tratĆ³ de pulverizar minuciosamente tu mito, pero fue inĆŗtil. Te resistĆas a convertirte en otro juguete roto y, pasada la tormenta, tu grandeza volviĆ³ a mostrarse implacable y, en estos dĆas, los que amamos el fĆŗtbol recuperamos el embrujo, la poesĆa y el duende de un jugador conmovedor, que parece un tango.
El maravilloso partido que realizaste contra Nigeria va a ser tu testamento, la rĆŗbrica de lujo a una vida deportiva espectacular, apasionada y febril. Un medicamento tonto, o un cĆ³ctel de drogas, yo quĆ© sĆ©, se ha encargado miserablemente de atarte los pies, y quĆ© tristeza, ya no volveremos a disfrutar igual de un partidos de futbol. TardarĆ” cien aƱos en nacer, si nace, un futbolista como tĆŗ, y yo, siempre que pueda, presumirĆ© de que una maƱana de junio, en un ascensor de un hotel, permanecĆ 30 segundos cerca de ti, y que te dije hola y me sonreĆste.
Los de mi generaciĆ³n, que es la tuya, nos educamos dando patadas a un balĆ³n y, alguna tarde, soƱamos con dibujar el regate inverosĆmil, la jugada perfecta, el gol imposible. El dĆa en que te descubrimos comprendimos que ese futbolista soƱado eras tĆŗ y nada ni nadie podĆa machacar nuestra veneraciĆ³n totalmente divina. Por eso, en esta carta que quizĆ” nunca leas, solo quiero decirte que nuestro corazĆ³n de niƱo no te olvidarĆ” jamĆ”s, que siempre que veamos una pelota, un cromo, un estadio, un diez en la espalda, un gol, pensaremos en ti y te extraƱaremos. Ahora, despuĆ©s de todo, soy incapaz de reprocharte tu debilidad, que hayas parecido al final un ser humano, vulnerable y loco.
3 de julio de 1994.
Luis Alegre es escritor, periodista y profesor.