Diez años después

Conforme se ha acercado el 11 de septiembre y el décimo aniversario de los atentados, he vuelto a escuchar las voces y a mirar las escenas de la tragedia.
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Nueva York vive en constante renacimiento. He oído que eso ocurre en todas las grandes ciudades, esta idea de la renovación persistente. Pero no es así. Lo de Nueva York es único. Tal vez se deba a que ha sido la puerta de entrada de generaciones que comenzaron aquí su peregrinar americano. Quizá ese instinto renovador venga del origen mercantil de la ciudad, que ha sido, durante siglos, un puerto pujante. O tal vez sea el carácter artístico de Nueva York el verdadero génesis de esa marea de cambio, de ese rayo que no cesa y que algunos confunden con hostilidad. Se equivocan, por cierto: Nueva York no es una ciudad hostil, simplemente tiene poca paciencia. Uno llega aquí para irse; para que llegue el siguiente. Es, en ese sentido, la ciudad más viva del mundo.

Por eso, siempre me ha parecido coherente —en su perversión— que los ataques del 11 de septiembre de 2001 hayan ocurrido aquí. Vulnerar Nueva York implicaba, en efecto, un atentado contra lo mejor de Estados Unidos y su identidad nacional. Y no se me escapa el matiz polémico de esa oración. No dejo de lado que aquí también está Wall Street, que aquí habita el capitalismo más rapaz, ese mismo que ignoró las llamadas de atención de la crisis de 2009 (y de tantas otras) para pertrecharse en sus millones y sus mansiones. Pero señalar a Nueva York únicamente como la cuna del capitalismo salvaje es, al menos, una frivolidad. Porque la ciudad es mucho más. Es un organismo optimista por definición. Sí: la ciudad más viva del mundo.

Viví aquí por años, a decenas de metros de las Torres Gemelas. Por eso, conforme se ha acercado el 11 de septiembre y el décimo aniversario de los atentados, he vuelto a escuchar las voces y a mirar las escenas de la tragedia. Al hacerlo, recordé uno de los vicios típicos de nuestra época: la relativización moral del mal. En un afán torpe de corrección política, la sociedad moderna ha tendido con alarmante frecuencia a olvidar que el mal —o alguna vertiente del mal— no permite matiz alguno: se gesta como un intento de dañar al prójimo de la manera más cruel, y relativizarlo es, inevitablemente, difuminarlo, minimizarlo. No es correcto hacer eso con lo ocurrido en Nueva York hace diez años. Aquello fue un acto de maldad pura, cuyos detalles, estoy convencido, aún no hemos puesto en su justa proporción. ¿Por qué? Porque tendemos a olvidar y, con el paso del tiempo, a banalizar la catástrofe. ¿Cómo explicar, por ejemplo, a aquellas voces que aún trivializan —y relativizan— la Segunda Guerra Mundial cuando en el Holocausto murieron seis millones de judíos? ¡Seis millones! Toda inmensa proporción guardada, esa frivolización es lo que de pronto ocurre con el 11 de septiembre. Y es lamentable.

¿Cómo evitarlo? Muy simple: volviendo a aquel día. Alguna vez le escuché decir a Antonio Navalón que el 11 de septiembre pasaría a la historia por mil razones, pero sobre todo porque aquel había sido el primer instante en el que “todo el mundo había sentido miedo en el mismo momento”. Y es verdad. El carácter mediático de esa mañana hace una década logró (incluso más que el acto mismo) cambiar para siempre los usos y costumbres del planeta. Se terminaron, en buena medida, la privacidad y el sosiego. Por eso, porque es importante no olvidar el calibre de lo que se vivió al sur de Manhattan hace diez años, invito al lector a un ejercicio terrible pero profundamente humano. Vaya a YouTube y escuche el video de los últimos minutos de vida de Kevin Cosgrove, un ejecutivo que estaba al teléfono con los servicios de emergencia en el momento mismo en que colapsó la torre sur, donde Cosgrove trabajaba. Su grito final, el momento mismo de la muerte, representa, para mí, la confirmación no solo de la existencia del mal sino de las consecuencias de soslayarlo, relativizarlo, minimizarlo.

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En el número de octubre de 2001, a unas semanas de los ataques terroristas, Letras Libres publicó sus primeras reacciones ante la tragedia. Estos son algunos de los textos destacados: 

  • Tanto el periodista Pete Hamill, el escritor Eliot Weinberger y el historiador Enrique Krauze escribieron crónicas desde Nueva York. Aquí los textos. 
  • Guillermo Sheridan dedicó su columna a Nueva York. "Humo, intermedio", tituló su texto
  • La edición española de la revista debutó ese mes. Entre los textos de ese número inaugural, Tsvetan Torodov escribió un largo ensayo sobre la identidad. 

 

 

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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