Tomada de http://arquitechtechtech.blogspot.com/2011/12/lost-in-projection.html

Disfrutar de las imperfecciones, un ingrediente de lo bello

¿Cómo nos posicionamos ante el objeto estético? A menudo, cambiar el punto de vista convierte ciertas imperfecciones en virtudes y permite apreciar mejor una obra de arte.
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Una canción de Jorge Drexler define al ser humano como “un animal prodigioso con la delirante obsesión de querer perdurar”. El arte es quizá la principal creación de nuestra especie en su afán de trascender. De un modo consciente o inconsciente, la persona que pinta un cuadro, escribe una novela o compone una canción aspira a crear algo más duradero que su propia vida.

Existe, sin embargo, también el arte efímero: obras de duración limitada, que se deben disfrutar mientras duren y que no permanecen más allá de ese lapso. La gastronomía, la pirotecnia, la escultura en hielo o en arena, la peluquería y la moda se consideran exponentes de esta categoría.

Y hay también un tercer tipo de creaciones. Obras que nacen para ser efímeras y que, por algún motivo, se reencarnan en formatos más duraderos, resistentes, pertinaces. Pienso en artículos escritos para ser publicados en periódicos y que luego se editan en formato de libro; radioteatros u otras producciones sonoras que después se venden en CD; ciertas producciones para televisión que alcanzan más tarde el circuito del DVD o incluso del cine. Alguna vez escuché a alguien hablar del riesgo que se corre en estas situaciones: la pérdida de una cierta dignidad del producto original, el peligro de que algo que es bueno o muy bueno rodeado de su aura primigenia parezca demasiado pobre cuando se lo sitúa en otro contexto.

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El escritor japonés Jun’ichirō Tanizaki publicó en 1933 un ensayo titulado El elogio de la sombra, hoy por hoy considerado un clásico. El autor destaca allí lo que para él es la principal diferencia entre las estéticas occidental y oriental: mientras la primera se basa en la luz, la segunda se sostiene sobre el enigma de la sombra. El aprecio de las distintas modulaciones de la sombra es lo que rige la arquitectura, la decoración, el teatro clásico e incluso la higiene en Japón.

“Es innegable que en el buen gusto del que alardeamos —afirma Tanizaki— entran elementos de una limpieza algo dudosa y de una higiene discutible. Al contrario que a los occidentales que se esfuerzan por eliminar radicalmente todo lo que sea suciedad, los extremo-orientales la conservan valiosamente y tal cual, para convertirla en un ingrediente de lo bello.”

En otro pasaje habla de las lacas, el tipo de barniz preferido en la decoración clásica japonesa. Y describe así el motivo por el cual se había impuesto, en unas líneas que de algún modo resumen el mensaje de las casi cien páginas del libro:

“Una laca decorada con polvo de oro no está hecha para ser vista de una sola vez en un lugar iluminado, sino para ser adivinada en algún lugar oscuro, en medio de una luz difusa que por instantes va revelando uno u otro detalle […] Si no estuviesen los objetos de laca en un espacio umbrío, ese mundo de sueños de incierta claridad que segregan las velas o las lámparas de aceite, ese latido de la noche que son los parpadeos de la llama, perderían seguramente buena parte de su fascinación.”

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Hace poco tuve ocasión de conversar con un cineasta de larga trayectoria (sus primeras películas son de los años setenta, y sigue en actividad). Le decía que, cuando veo películas en mi casa, siempre que puedo, trato de recrear al máximo las condiciones de una sala de cine: bajar las luces, silenciar el teléfono y ver la película de un tirón, de principio a fin. Si la paro o, más aún, si la retrocedo —seguía mi explicación— siento que estoy traicionando al director, que hizo su película para que el espectador la aprecie sin esa posibilidad.

El cineasta me dijo que mi conducta era innecesaria. Desde que existen los videos hogareños, y mucho más ahora con internet, los directores saben que el modo de ver películas cambió: el espectador empieza a verla, la para, va para atrás, la deja y la sigue dos días después, etcétera. Y entonces las películas se hacen sabiendo que se van a ver de otra manera, lo cual quiere decir: preparadas para verse de otra manera. Desde este punto de vista, ceñirse al modo clásico sería casi una traición mayor. O al menos una restricción superflua.

Si el observador ejerce un efecto sobre el objeto observado —como muy bien lo saben los científicos, por cierto, desde mucho antes de Heisenberg—, ¿cómo podrían los directores no estar influidos por la forma en que los espectadores ven las películas? Y sin embargo, aunque esto suene tan evidente, a mí tuvo que venir a decírmelo un cineasta. Y así y todo, sigo viendo las películas con las luces bajas y el teléfono en silencio y voy al baño antes de que empiece, aunque no tenga ganas, para no tener que levantarme después.

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Cómo nos posicionamos ante el objeto estético: esa es la cuestión. Quizá mi búsqueda un poco obsesiva de ver las películas en condiciones (supuestamente) ideales se relacione con el entusiasmo occidental por los lugares limpios y bien iluminados. Tal vez tenga que relajarme y, de ese modo, se me revelen detalles nuevos, como iluminados por la luz de las velas o de las lámparas de aceite.

Con el fútbol ya me pasa algo así. Los partidos de la Champions League, donde todo es tan limpio, tan nuevito, en los que todo cuesta tanto dinero y está donde tiene que estar, me generan un cierto rechazo. Como si me recordaran todo el tiempo que el fútbol no es algo tan importante. Cosa que no me pasa con los partidos de las ligas menores, con sus estadios humildes, sus jugadores menos privilegiados, sus luces más bajas, sus imperfecciones.

A veces, con esas obras mencionadas más arriba —las creadas para ser efímeras pero que luego reencarnan en soportes más duraderos— me pasa eso mismo que con el fútbol: tengo la sensación de que, publicadas en diarios o en blogs, o emitidas por la radio, se disfrutan más que en libros o discos muy cuidados y muy prolijos. Entonces pienso que era mejor no reeditarlas, sino solo disfrutarlas en su carácter fugaz: gozar de ellas en su momento y luego dejarlas ir.

Pero enseguida me doy cuenta de que también he disfrutado de muchas obras que provenían de soportes efímeros gracias a que pasaron a otros más duraderos. Obras que, si no hubiesen corrido el riesgo de esa cierta pérdida de dignidad, no habrían llegado a mí, ni a mucha otra gente. Entonces me convenzo de que ese riesgo es el precio que deben pagar para vivir, como lo merecen, al menos una vida más. Y quizá lo que tenemos que hacer es cambiar de actitud como espectadores: tomarlas como de donde vienen y disfrutar de sus imperfecciones. De alguna manera, creo, en eso consiste hacer, de la limpieza algo dudosa y de una higiene discutible, un ingrediente de lo bello.

 

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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