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Me sentía a contramano del mundo.
River y Boca iban a jugar el partido de todos los tiempos: la final de la Copa Libertadores de América. Los eternos rivales argentinos se habían enfrentado en varias instancias internacionales, pero nunca en una final, y esta es la más importante en la que se pueden encontrar. Por eso, desde que el último día de octubre se confirmó que el Superclásico iba a definir al dueño del continente, los futboleros de todo el planeta pusieron sus ojos en Buenos Aires. Periodistas y aficionados de todo el mundo incluso comenzaron a comprar sus pasajes y sus entradas para poder estar allí. Y yo, que vivo en Buenos Aires y soy hincha de River y había asistido a alentar al equipo en varios partidos de esta misma copa, ya tenía mi pasaje para irme a Madrid el 20 de noviembre. Es decir, estaría en la ciudad cuando se jugara la primera final, en el estadio de Boca, adonde solo podrían acudir los hinchas locales. Pero para el partido de vuelta, el definitorio, el que consagraría a un campeón en nuestro estadio Monumental, iba a estar a diez mil kilómetros de distancia. Me sentía a contramano del mundo.
Lo que pasó después es historia conocida: ese partido final, que debía disputarse el sábado 24 de noviembre, nunca se jugó, debido a la agresión que sufrió el autobús que transportaba al plantel de Boca al estadio. Después de largos días de acusaciones cruzadas, de versiones y rumores, de idas y vueltas, se tomó la insólita decisión de que la final se mudara al estadio del Real Madrid. Apenas se confirmó la noticia, recibí un vendaval de mensajes de gente que me felicitaba por mi buena suerte. ¡La final venía a mí!
Pero no era tan sencillo. Yo ya tenía otros pasajes de avión: iba a estar en Londres, visitando amigos, entre el viernes 7 y el martes 11 de diciembre. El partido, programado para el domingo 9, caía justo en el medio. Además las entradas eran caras y difíciles de conseguir… Dudé. Pero no mucho. La final venía a mí y, cuando el destino es tan evidente en sus señales, conviene hacerle caso. Ante la incomprensión de mis amigos no futboleros, deseché el viaje a Londres, y ante la dificultad de conseguir una entrada por la vía oficial, compré una en la reventa. Prefería arrepentirme de haberlo hecho y no de haberlo dejado pasar. Iba a estar en la histórica final.
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Tiempos modernos: se anunció que no habría entradas “físicas”. Todas se venderían por internet y serían digitales. Para ingresar al estadio, sería requisito mostrar el teléfono. Compré mi ticket el lunes 3 de diciembre, cuando estaban en venta las localidades para los hinchas de River pero aún no las de Boca. Lo que recibí fue un número de pedido y el aviso de que la entrada me llegaría 24 o 48 horas antes del partido. Estuve inquieto hasta que el viernes 7, dos días antes de la final, me enviaron un mail con un enlace. Descargué la entrada en mi teléfono. Me quedé tranquilo.
Mientras tanto Madrid, a su modo, se vestía para la más argentina de las finales de América. Los periódicos deportivos llevaron en portada, durante toda la semana previa, información de la final. Los madrileños no futboleros se quejaban del impresionante operativo de seguridad que pondría en marcha una ciudad no acostumbrada a los acontecimientos deportivos “de alto riesgo”. Un diálogo callejero que oí al pasar en los días previos:
—¿Y cuál es mejor, el Boca o el River?
—Ni idea, tío. No les he visto jugar nunca. Lo que sí sé es que son los dos equipos más conflictivos del mundo.
Las tiendas de souvenirs ofrecían camisetas y otros productos alusivos a la final, incluidas unas bufandas mitad de River y mitad de Boca. Me preguntaba si venderían alguna, si habría gente dispuesta a llevar sobre su cuerpo, aunque fuera solo en media bufanda, los colores del rival. En el estadio vi a varias personas con esas bufandas atadas al cuello. Supongo que serían extranjeros. No argentinos, quiero decir. Y es que el Bernabéu, el domingo, fue durante un rato suelo argentino, como si fuera una embajada.
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Cuando faltaban apenas un par de horas para el partido y yo ya estaba mezclado en el tumulto de hinchas de River que intentaba superar los controles policiales en el Paseo de la Castellana, me di cuenta de que mi entrada decía Fondo Sur. Anfiteatro no sé qué, sector no sé cuánto, fila X, asiento Y… pero ¿cómo que Fondo Sur? El Fondo Sur era para los hinchas de Boca. A los de River nos tocaba el Fondo Norte. Me habían estafado. Y yo, por confiado y por tonto, me había dado cuenta demasiado tarde. ¿Y ahora? Ya estaba ahí. Tenía que seguir adelante.
Entré al Bernabéu y creí tener una buena idea: me quedo de pie en cualquier parte del sector de River, qué más da no tener asiento. Me acomodé en unas escaleras, saqué fotos (como la que encabeza este artículo), vi la previa y el ingreso de los equipos al campo… y justo cuando el partido estaba por comenzar llegaron unos policías a decirnos a mí y a los que me rodeaban que no podíamos quedarnos ahí, que teníamos que ir a nuestra localidad. ¿Y ahora? El partido ya arrancaba. No se me ocurrió nada mejor que ir, en efecto, a mi localidad. Por suerte, la camiseta de River que llevaba puesta quedaba oculta bajo mi abrigo. Procurando que no se viera, me acomodé entre los hinchas vestidos de azul y amarillo, los colores del “enemigo”.
El fútbol genera eso: yo estaba ahí, rodeado por un montón de gente que quizá fueran excelentes personas, honestas, inteligentes, generosas, que podrían ser mis amigos (de hecho, había un gran amigo mío en esa parcialidad), a las que, en ese momento, yo les deseaba lo peor. Lo peor, en ese momento, era que Boca perdiera. Del mismo modo que ellos les deseaban lo peor (que River perdiera) a los de la tribuna de enfrente y también a mí, aunque ellos mismos no lo supieran.
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En el primer tiempo River jugó muy mal. Boca no fue una máquina, pero llegó con más claridad. A los 43 minutos, el infierno tan temido: sufrir el gol de Benedetto, ahí, rodeado de ellos. Disimulé, me puse de pie, mientras mentalmente reproducía todos los insultos que conozco y me decía que no aguantaba más ese lugar. En cuanto terminó la primera parte, me levanté y me alejé con la certeza de que no iba a volver.
Bajé al pasillo interno del estadio. Los hinchas de ambos equipos, mezclados (esta parte sí que no parecía suelo argentino), hacían largas filas para entrar al baño o para comprar una hamburguesa. Atravesé esas multitudes pensando en una estrategia que me permitiera ver la segunda parte desde mi sector. No se me ocurría más alternativa que hacerme el tonto e intentar colarme en la tribuna. Dado lo que me había pasado con la entrada, se suponía que lo de hacerme el tonto no debía costarme demasiado.
Y así fue. Me fui a tribuna más alta de las asignadas a los hinchas de River y vi que había asientos vacíos; me acomodé en unos de ellos y ya nadie más me molestó. Lo que sí me molestó durante los cuarenta largos minutos (incluyendo los quince del descanso) que pasaron entre el gol de Benedetto y el empate marcado por Pratto fue la sensación de que íbamos a perder. No sé si fue una especie de mecanismo de defensa mental que me impulsaba a prepararme desde temprano para una hipotética derrota, o el sentimiento trágico de la vida, o quién sabe qué, pero durante ese lapso mi cabeza se figuró el escenario de la derrota, cómo la sufriría, sus consecuencias, cómo iba a felicitar a mis amigos hinchas de Boca…
Hasta que todo cambió. Llegó el empate, la prórroga, la expulsión de Wilmar Barrios, el golazo de Quintero, la agonía de los minutos finales, la explosión final con el tanto del Pity Martínez. Fiesta, euforia, éxtasis, desahogo, gritos, abrazos en la tribuna con esos desconocidos que quizá sean malas personas, deshonestas, tontas (como yo), egoístas, que nunca podrían ser mis amigos pero que en ese momento eran mis hermanos, esos que llevan el rojo y el blanco pegado a la piel como lo llevo yo. Mentalmente parafraseo el mítico relato de Víctor Hugo Morales para el segundo gol de Maradona a Inglaterra en el Mundial 86, y me digo: gracias, Dios, por el fútbol, por estas lágrimas, por este River tres, Boca uno.
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Viví siete años en Madrid, durante los cuales viajé en el metro con muchísima asiduidad, y nunca imaginé que un día vería sus pasillos adornados con el escudo de River y una flecha que me indicara hacia dónde teníamos que ir los hinchas. Como uno de esos sueños en los que se mezclan personas y lugares que uno conoce pero que no tienen nada que ver entre sí. Y es que haber estado ahí fue precisamente eso: un sueño hecho realidad, algo mágico, indescriptible, inolvidable.
Alguien dijo alguna vez que París bien vale una misa. A mí me gusta pensar un poco en broma (solo un poco) que el fútbol es la única religión que vale la pena profesar. Por eso puedo decir “gracias, Dios”. Los partidos —con sus rituales y sus liturgias, sus momentos sagrados, la incomprensión de quienes lo ven desde fuera y no lo pueden entender— son lo más parecido a una misa de lo que puedo participar. Y la del domingo en ese Madrid transmutado de Buenos Aires fue la más grande que me puedo imaginar. Una misa que bien valió no solo haber descartado mi viaje a Londres, sino que incluso podría justificar toda mi visita a España, aunque en realidad yo haya venido aquí a visitar amigos y a decir tres o cuatro cosas sobre unos libros que escribí, cosas que —ya lo sé, lo sé perfectamente— son más importantes que un partido de fútbol.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.