Escohotado: Sustancia es gratitud

Su pensamiento es insolentemente individual, antiautoritario pero aristocrático en sentido profundo.
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Antonio Escohotado (Madrid, 1941 – Ibiza, 2021) no deja escolásticos, como Gustavo Bueno, pero sí muchos huérfanos. Su concepción del pensador como figura pública incluyó desde bien pronto la presencia en medios masivos y, en los últimos tiempos, ayudado por su hijo Jorge, las redes sociales. En los 80 fue habitual de la televisión: cortaba ya entonces una figura un poco de otro tiempo, con la voz grave, una expresión cuidadísima –como cuidado escritor ha sido– y un aire, nunca desaliñado, entre el hippie y el sabio, mucho después de ser hippie y mucho antes de ser viejo. De casta le viene al galgo: su padre, Román, camisa vieja y propagandista, fue pionero de la televisión cultural en los 60. Cuando al debate público sobre las drogas se le puso sordina, a mediados de los 90, el interés de Antonio ya se había desplazado de forma definitiva a la economía y la crítica ideológica. Sus sucesivos períodos de popularidad, alternos con más de un eclipse, le han dado entre el gran público hispanohablante los seguidores que no ha tenido en la universidad.

Nacido, como decíamos, en familia burguesa del Régimen, pasó sus primeros años y acaso los más felices en Río, donde Román fue agregado de prensa. Contaba que había aprendido a darle a la pelota con los mulatos en Copacabana, y que tenía condiciones. Para siempre le quedó el amor al fútbol y al Real Madrid, que es lo mismo. La vida parecía haberlo marcado para otra carrera en el alto funcionariado, típica de su extracción, pero una convalecencia arrastrada desde la mili lo llevó a Hegel y otras inquietudes. Como era quizás inevitable entonces, la curiosidad filosófica venía entreverada de compromiso político; y este de resistencia a un padre estricto y a la grisura del Madrid que encontró a la vuelta de Brasil. Por esta época entra en contacto con coetáneos como Carlos Moya y con otros prometedores apenas algo más jóvenes que él, como Savater o Pardo. A buena parte de la futura clase dirigente ya la conocía de la escuela o del cuartel, pero el poder organizado nunca lo sedujo.

Casó con Cristina después de un noviazgo accidentado por la mala disposición de las familias –Antonio tenía ya reputación de raro y contestatario– y el padre de ella, Grande de España, les dejó habitar en un rincón de su finca del Hoyo de Pinares, donde se les construyó una casita de piedra con contraventanas verdes. En excedencia del ICO, allí él traducía y ella mecanografiaba, hacían fuego, leían y se reconciliaban con ese ideal de vida elemental que normalmente solo se puede perseguir cuando por una u otra razón dejan de preocuparte las facturas. De Hegel Antonio había llegado a Marcuse, y en la Escuela de Frankfurt halló la síntesis de la política de la emancipación con Freud, otra de sus pasiones tempranas.

El año 70 murió Román, que le dejó algún dinero y un piso en la calle Génova –que Antonio, negado para los negocios, malvendió–; y pudo por fin leer su tesis sobre la filosofía de la religión de Hegel, que se publicó en 1972 con el título de La conciencia infeliz. Alguna polémica con Fernández de la Mora lo había malquistado con las autoridades académicas, que además seguían, qué remedio, empeñadas en inmanentizar el escatón. Hegel era un protestante y lo que se llevaba entonces en la universidad era una de las dos ortodoxias: la neotomista, oficial, y la marxista, subterránea. De aquella época, se intuye, le quedaron a Escohotado opiniones más bien atrabiliarias sobre la filosofía medieval.

El hippismo internacional se había fijado en las Pitiusas desde finales de los 60, y el rango de la experimentación vital en Ávila se agotaba. De los pinos abulenses a los mediterráneos: con el dinero de la herencia, Antonio puso proa a Ibiza y compró un local para conciertos, que andando el tiempo sería Amnesia. Mucho antes del fiestón y las drogas de diseño, el concepto de Amnesia era más sencillo: conciertos de guitarra que acaban teniendo como escenario el amanecer sobre el mar. Como es obvio, Escohotado y socios no ganaron un duro. Pero Ibiza permitió ampliar horizontes musicales y farmacológicos –Antonio se fumó su primer porro a una edad en la que los que vinimos después ya llevábamos tiempo reflexionando seriamente sobre dejar de salir por la noche y hacer algo con nuestras vidas–. Vino la psiquedelia y vinieron las drogas duras, que andaban mezcladas sin remedio en ese epílogo extemporáneo que fue el hippismo español. En Amnesia, a finales de los 70, mientras en las ciudades del continente ya se llevaban el rock sucio, la heroína y los quinquis de una otra familia, aún te podías encontrar a Polanski en la barra buscando jarana, o emprender una poco gratificante carrera nocturna entre cactos debida a una infradosis de LSD. Ibiza también constató que la primera familia de Antonio se había roto.

Escohotado volvió a la Península para pisar la cárcel, y allí pidió un ordenador y escribió la Historia general de las drogas, una obra sin paralelo en la bibliografía mundial y que, como siempre en su caso, venía armada sobre una teoría de la conciencia. Salió de la cárcel y se encontró con el socialismo y con la Movida. El primero nunca supo qué hacer con él, como enseña su tortuosa relación con el diario del partido; la segunda lo adoptó entre sus iconos pop. Tuvo otra mujer, Mónica, y vivió en un apartamento frente a Torres Blancas, en el mismo edificio que albergaba el Rock-ola. La tele lo hizo popular, enfrentándolo generalmente a figuras represivas de la administración o a madres coraje de la droga. En algún momento el espectáculo se agotó. Por el camino había publicado Realidad y substancia, un tratado de metafísica, y varios libros de ensayos que, aun coyunturales, merecen rescatarse: Rameras y esposas, El espíritu de la comedia. En este último defendía a Heidegger (frente a Sartre) con el mismo ímpetu con que luego lo censuró, e igual de puesto en razón. Bien está: en el núcleo de su doctrina, si llegó a tener alguna, está el valor de cambiar –y volver a cambiar– de opinión.

En los 90 se dejó de hablar de drogas al tiempo que todo el mundo las tomaba, pero Antonio andaba ya en otros rollos. Sin lugar en la cultura oficial, sin espacio en los salones, que no le interesaban, se puso a estudiar la ciencia de lo complejo: Mandelbrot, Prigogine. Podemos suponer que veía en ellos una vindicación científica de su propia idea de una materia animada. De ahí salió Caos y orden, un panorama del mundo tras la caída de los grandes relatos del s. XX que, con mejor o peor posteridad, tiene el indiscutible mérito de haberme convencido al fin de que el comunismo era una idea beocia. Tirando del hilo de las “sociedades abiertas”, y en medio de un segundo matrimonio roto, Escohotado se instaló un año en Tailandia, de donde salen Sesenta semanas en trópico y el embrión de su último gran proyecto investigador. Los enemigos del comercio es ante todo un libro (tres) de filosofía de la historia, que contiene un capítulo sobre Hegel a la altura de lo mejor que haya escrito Escohotado. Muestra por el socialismo democrático y algunos utópicos toda la simpatía que le niega a Marx, pese a que el propio Antonio, en su tarea intelectual totalizadora, irrealista y a despecho de camarillas tiene no poco que ver con el viejo topo.

Se ha muerto Escota y hay que echar cuentas. Entre la férrea conceptualización materialista del buenismo y el pensamiento práctico y civil del (antaño) jovial philosophe Savater, Escohotado trazó un rumbo propio, alejado en buena medida de las corrientes dominantes en la academia y la vida pública españolas. Tuvo escaso anclaje en la universidad, más allá del salario –en 2006 se le despachó del concurso a cátedra de sociología con siete ceros, seguro que con impecables razones burocráticas–, y fue un fenómeno de internet avant la lettre, hasta que pudo serlo de verdad. Las drogas en los 80 y 90, como el anticomunismo en los últimos quince años, le han traído en pesca de arrastre una legión de seguidores que tendrán dificultades para acceder al núcleo de su obra, mucho más exigente que lo que la fama del personaje y algunas declaraciones sugieren. Se anticipó todavía en época de Felipe a la contestación frente a una izquierda cada vez más reglamentista, al tiempo que las ensoñaciones emancipatorias en las que había participado se transformaban en una tecnopolíca del bienestar de la que siempre sospechó –mucho más por frankfurtiano que por liberal. Traductor de Newton y Hobbes, contribuyó a difundir a Jünger, a Hofmann, a Szasz.

Su pensamiento es insolentemente individual, antiautoritario pero aristocrático en sentido profundo, lo que le cegó a ciertas consecuencias sociales de la liberación sexual, farmacológica o política. Si el fin del optimismo tras la crisis de 2008 puso en entredicho, quizás, alguna de sus últimas banderas, la biopolítica de la pandemia hace que merezca la pena rescatar muchas otras y, sobre todo, su pulsión escéptica hacia el poder organizado. Maestro para tres o cuatro generaciones –de Savater y Pardo abajo–, su vida y su obra son una indagación irrepetible sobre la libertad, y todos los que lo conocimos en obra o persona hemos contraído una deuda gozosa con él.

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Jorge San Miguel (Madrid, 1977) es politólogo y asesor político.


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