El reportero y escritor estadounidense Malcolm Gladwell ha hecho una fortuna descubriendo tendencias sociales a partir de pequeñas anécdotas que podrían pasar inadvertidas para cualquiera con una curiosidad menos afilada. Desde cómo ganó popularidad un tipo de zapatos que parecía destinado a la extinción hasta qué hace que un piloto aviador sea mejor que otro y cómo repercute esa variable en la seguridad aeronáutica, Gladwell es un experto observador, revelando los vicios y virtudes de una sociedad a partir del más mínimo suceso.
Gladwell debería darse una vuelta por el parque México de la Condesa en el Distrito Federal. Lo que encontraría le daría material suficiente como para escribir uno de sus prodigiosos ensayos. La situación es como sigue. Desde hace algunos años, el parque en el corazón del antiguo hipódromo porfiriano se ha convertido, sobre todo los fines de semana, en territorio casi exclusivo de cientos de canófilos que acuden para liberar a sus perros, permitiéndoles jugar en las áreas verdes, los corredores y las fuentes del lugar. Es absolutamente imposible caminar en domingo por el parque México sin tener que esquivar a un perro desbocado. El asunto se complica porque la inmensa mayoría de los perros corre por el parque sin correa y en zonas no delimitadas. Por flojera o pedantería, los dueños sueltan a los perros sin ningún recato, ignorando la primera regla del dueño responsable: no olvides que tu perro es un perro, no una persona. Esa irresponsabilidad ha provocado que un supuesto grupo de vecinos de la zona haya comenzado una campaña para exterminar a los perros con, dicen, albóndigas envenenadas. Los indignados dueños y otros vecinos no tardaron en ponerse en pie de guerra. La noticia llegó a las redes sociales y algunos medios locales y aunque los exterminadores aún no aparecen en público, el problema se presta para una reflexión “a la Gladwell”.
El conflicto de los perros del parque México ilustra muchos de los vicios de la vida en el Distrito Federal: revela nuestras terquedades y absoluta falta de civismo y desnuda, además, la incapacidad crónica de las autoridades para hacer lo que debe. Todos los actores del drama canino han hecho las cosas mal. Los dueños, muchos de ellos amantes de los animales y defensores de sus derechos, hacen un flaco favor a su causa demostrando no solo una profunda ignorancia sino un desdén repugnante por el respeto al prójimo. Al liberar a sus perros en el parque, hacen exactamente lo que critican: pisotean los derechos de los demás y secuestran un espacio público. A su vez, los supuestos exterminadores caninos traducen su hartazgo en barbarie. Antes que buscar el diálogo o presionar a la autoridad para que encuentre soluciones, planean retomar el parque matando a los perros y, también, haciendo lo que critican: pierden el espacio que pretendían rescatar al poner en riesgo a niños y jóvenes que dejarán de asistir al parque por temor a toparse con un trozo de veneno. ¿Y la autoridad? Ausente. Al más puro estilo de la ciudad de México, la delegación Cuauhtémoc ha tratado de convencer a los dueños de actuar responsablemente, no solo con las correas sino con el gravísimo problema de las heces que se amontonan en el parque y las calles de la colonia. Pero no ha pasado de una muy, muy suave persuasión. Lejos está el delegado de proponer una solución creativa y duradera, como establecer zonas exclusivas para perros al estilo de los dog parks de otras grandes ciudades. Así, la autoridad deja el asunto a su suerte, arriesgándose a que, un día de éstos, ocurra una tragedia. Al final, como tantas veces pasa en México, todos pierden, incluidos los pobres (y nobles) perros, que no tienen la culpa de vivir entre dueños oligofrénicos, vecinos intolerantes y autoridades paralizadas.
A sus órdenes, señor Gladwell.
– León Krauze
(Imagen tomada de aquí)
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.