He leído a un profesor de primaria en Twitter que decía que daba igual lo bien que se manejase uno con la tecnología y lo organizado que fuese, que después de estos meses de clases a distancia le quedaba claro que para la transmisión de conocimiento y para la educación, para hacer su trabajo, la presencia era un imperativo insustituible. Parece claro que el aprendizaje se desarrolla a partir de la emoción, y que desde la infancia aprendemos por imitación y admiración y, en fin, por deseo de impresionar a quienes nos han impresionado a nosotros. Para eso es necesaria una distancia corta. Queremos ser aceptados en un mundo y ese mundo tiene unos secretos que alguien debe de conocer. Estoy leyendo Automoribundia, donde cuenta Gómez de la Serna sobre su clase de párvulos: “Aquello que hacíamos allí todos revueltos nos iba a servir mucho en la vida. Por eso persistíamos y nos dábamos ánimos. Si aprendíamos bien, tendríamos bigote”.
Los comentarios al tuit del profesor estaban de acuerdo y mencionaban el lenguaje gestual y la interacción física, y eso me ha hecho pensar en la enseñanza como en un baile mágico que, cuando se ejecuta bien, despierta potencias dormidas. Tenemos la potencia de todo el aprendizaje y luego ya cada cual aprende lo que quiere, lo que le sirve o lo que estaba en su naturaleza admirar. El profesor, funcionario chamán, despierta con su coreografía algo que estaba latente. Tiene que ver con la idea platónica de que aprender es recordar y con una manera de moverse más que con una manera de apilar. Un aforismo de Hugo von Hofmannsthal: “No conocer muchas cosas, sino ponerlas en relación mutua es lo que constituye el estado previo de lo creativo”. La asociación como un minueto de las neuronas.
Recuerdo que una temporada se hablaba de “tiempo de calidad” para pasarlo con los niños. Se comparaba con el tiempo cuando se entrega en cantidad, esas horas y horas desperdiciadas que los padres pasan tumbados a la bartola respondiendo con desgana a las preguntas que les hacen sus acongojados hijos de uñas sucias. El tiempo de calidad, por el contrario, parece un tiempo de trama prieta en el que pasan muchas cosas apasionantes e instructivas, tantas como para que los niños puedan dosificarlas luego asimilándolas en el tiempo en que estén solos. Me parece que el término ha pasado de moda, y no solo por las costumbres que ha impuesto el virus. El tiempo compartido ha sido denso y extenso, y muchos niños han estado encantados de no tener que ir al colegio y de que sus padres no desapareciesen detrás de la puerta de la calle para volver a abrirla a la caída de la noche. Los niños quieren estar acompañados, a ser posible por sus padres. Pero me pregunto si no habrá salido una generación de niños góticos después de haber sido privados de sus compañeros, y si aprender en compañía no hará que los conocimientos se asimilen de otra manera, igual que poder comentar las cosas que hacemos las asienta y nos hace comprenderlas.
La verdad es que el colegio para mí no era tanto un sitio donde aprendías cosas como un territorio de experimento y negociación sociales. Lamento ser tan evidentemente injusta con mis profesores, pero como fuente de conocimiento mis recuerdos más cálidos van para la revista semanal Don Miki. Los datos convencionales y un poco arbitrarios que había que memorizar en clase eran un pretexto para tener a todos los niños juntos y sentados en lugar de subidos a los árboles tirando piedras. Esta organización dura toda la vida, o lo hacía hasta ahora. Me viene a la mente algo que cuenta Bill Bryson en A Small Island: a mitad de los años setenta entró a trabajar en The Times, donde lo metieron en un cuarto con dos empleados que llevaban toda su vida trabajando en el periódico. Esos dos tipos se podían ni ver y no se dirigían la palabra. No hacían nada de provecho en todo el día y su actividad consistía en lo siguiente: uno se levantaba, abría ostentosamente la ventana y volvía a su sitio. Entonces el otro se levantaba, cerraba la ventana lanzando una mirada furibunda a su compañero y se volvía al suyo. El primero se levantaba otra vez, etcétera. Llevaban décadas manteniendo esa curiosa relación, pero quizá lo más chocante es que el periódico los mantuviese a ellos. Entonces llegaron a modernizar el periódico unos americanos que habían estudiado marketing y que no tardaron en jubilar a aquellos rabiosos ciudadanos que a su vez no tardaron en morirse, desaparecido el estimulante fuego de la pasión que los sustentaba. Entiendo los motivos, pero lo interesante aquí es la sociedad que se estaba desvaneciendo, organizada de manera que cada cual tuviese un papel y pudiese estar con los demás. “¡Eh, que estamos jugando!” es el grito que separa a los que se ponen a atizarse en serio.
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).