Tenía once años cuando, en el verano de 1986, presencié una obra de arte.
Recuerdo la jugada completa.
Para mí, lo más inverosímil no es la definición ya en el área de Inglaterra, sino la salida en el medio campo. A Maradona lo rodean dos torres inglesas. No hay mucha salida más que apoyarse en un compañero, ceder la pelota y buscar otro momento para crear. Pero Maradona no quiere esperar. De pronto, pisa la pelota y gira sobre su eje. Aun así, no se ha librado de la marca. Y entonces hace algo inesperado. Con la parte externa de la zurda divina, alarga la pelota hacia un espacio. Y explota. El futbol nunca sería igual.
El genio de Maradona está en ese par de segundos. Nadie como él para para encontrar espacios con la pelota pegada a los pies o tirándola más larga, haciéndola correr para que ocupara –ella– un lugar libre. Maradona era un genio porque entendía mejor que nadie los dos elementos del fútbol: tiempo y espacio. Veía el campo como nadie: en corto, en largo; al compartir el balón o al definir. Está en ese gol de 1986 pero también en el pase increíble a Caniggia cuatro años más tarde. Maradona sabía dejar en libertad la pelota para que fuera ella, la que lo rescató de la pobreza y le regaló años de alegría a su patria de la mano del diez, la que eligiera el mejor camino. En su perfecta redondez, a los pies del Diego, ocurría con frecuencia.
Así fue en esa tarde de 1986. Después de liberarse en el medio campo, Maradona corrió. Conforme avanzaba la jugada, el estadio Azteca vibraba, contagiándose de lo extraordinario. Desde el césped, una ola recorría las entrañas de concreto. Segundos después, Maradona había encontrado uno y otro espacio. Inalcanzable, había puesto la pelota en la red. En el estadio, entre el festejo, había también una estupefacción. Esa sensación que queda –y, a fe mía, queda para siempre– después de haber visto algo que parecía imposible.
Ese era Maradona.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.