El homenaje que el pasado 15 de enero dedicó el Instituto Cervantes en Madrid al poeta Jaime Gil de Biedma ha vuelto a despertar la infructuosa polémica sobre el valor que se ha de otorgar a la biografía de los escritores y artistas a la hora de juzgar su obra. Pues el apellido del mencionado instituto señala a las claras que de lo que se trataba en esa ocasión era de su obra de escritor, no de su vida privada. No obstante, quienes conocen esta última han vuelto a plantear el problema de si, cuando una biografía no es moralmente ejemplar, ello debería impedir rendir homenaje a la obra nacida de esa existencia.
Los que nos dedicamos a la filosofía conocemos bien esta discusión, que se presenta una y otra vez cuando se airean las simpatías hacia el totalitarismo de algunos de los más importantes pensadores del siglo XX. Hemos visto hasta qué punto resulta inútil intentar negar la relevancia intelectual de obras como Ser y tiempo o El ser y la nada aduciendo las vergonzosas adhesiones políticas de sus autores, y lo vana que es la pretensión de extenuarse en demostrar que Heidegger o Sartre no eran en el fondo nazis ni estalinistas para así –como ahora se dice– “blanquear” sus obras. Seguramente es un defecto atribuible a lo que alguien llamó “el fuste torcido de la humanidad” el que las vidas de muchos de los grandes artistas y de los grandes pensadores no estén llenas de milagros como las de los santos sino, como las de la mayoría de los mortales, llenas de miserias. Pero la cuestión es si lo segundo debe anular lo primero. ¿En qué mejoraría o empeoraría el valor que otorgamos a los versos de Rimbaud si mañana nos enterásemos de que su autor no fue un joven atormentado, blasfemo, violento, desertor, bisexual y pendenciero, sino una honrada ama de casa de provincias, esposa fiel y madre de ocho hijos saludables?
La creencia en que, en el caso de la poesía, existe un vínculo muy estrecho entre vida y obra se deriva del prejuicio de que un poema es la consecuencia de una experiencia vital particularmente intensa. Sin embargo, el mero sentido común refuta este prejuicio al mostrarnos que, por desgracia, no basta con visitar prostíbulos, beber absenta, consumir opio y frecuentar ambientes de criminalidad y disipación ni con abrazar la causa del proletariado y la lucha revolucionaria para ser un buen poeta, como no basta con tener una experiencia amorosa para escribir un buen poema de amor o una sinfonía patética ni con estar angustiado para escribir El concepto de la angustia.
Casi todos los poetas modernos, incluido Gil de Biedma, han advertido que quien dice “yo” en sus poemas no es el autor, sino un personaje de ficción creado para dar entrada al lector, y que confundir al personaje con el poeta es tan nefasto como confundir al novelista con el narrador de la historia que se cuenta. Desde que existe la literatura, la capacidad para hacer esta distinción ha contado como un requisito imprescindible para adquirir la condición de lector. La controversia que ahora nos ocupa no es más que un nuevo episodio de la decadencia de esta condición (es decir, del bloqueo de la imaginación y de la consiguiente pérdida del sentido de la ficción), tan ostensible en la absurda exigencia de que toda ficción esté “basada en hechos reales” como en la no menos infantil –pero extendida hasta el delirio– aspiración a una realidad basada en hechos ficticios. Puestos a extraer de ello consecuencias morales, es innegable que ambos síntomas delatan la incapacidad de ponerse en el lugar del otro y la tendencia a una identificación total con él o a su total negación.
El principio en virtud del cual los tribunales dejaron de juzgar a las personas por su biografía (su pertenencia a una clase, a un estamento, a una cultura, a un género, a una religión, a una nación o a un partido) para hacerlo exclusivamente por sus acciones es el mismo que, en el dominio de la cultura, determinó que los tribunales con jurisdicción en este ámbito –es decir, los de la crítica literaria, artística, científica e intelectual– dejasen de considerar a los autores en función de su vida y lo hiciesen únicamente de acuerdo con su obra. De esta manera, la libertad de creación (que es indisociable del resto de las libertades civiles) alcanza su más alta significación, pues no solo libera al artista de las servidumbres que le avasallaban en las sociedades tradicionales, sino que también libera a la obra de su autor, independizando así el valor artístico o literario de otras consideraciones espurias (económicas, morales, religiosas, políticas, etc.). Y todo esto –mucho más que la probidad de tal o cual escritor– es lo que hoy parece estar en entredicho. No es nada nuevo. La defensa de la virtud y las buenas costumbres ha sido siempre la excusa esgrimida por los censores de todas las épocas –desde los inquisidores que elaboraban el Index hasta los comisarios políticos del realismo socialista, pasando por los perseguidores del “arte degenerado” en la Alemania nazi y por los vigilantes morales que cortaban las películas en la España franquista– para negar a los hombres su derecho a la mayoría de edad.