La recolonización de los museos

La nueva museología y la museología crítica amenazan la autonomía del arte. Pretenden ponerlo al servicio de políticas teñidas de moralina: el juicio del espectador y la crítica son sustituidos por la aprobación garantizada de un público cautivo, y las obras son solo un vehículo de la guerra cultural.
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La figura de los ministerios de cultura ha ido cambiando de función desde su estreno en el siglo XX a medida que lo ha hecho el uso del término “cultura”. Desde su principal acepción ilustrada de “cultivo del espíritu”, “formación” o “educación”, heredera del espíritu humanístico que veía en el conocimiento de las ciencias, las artes y las letras el recurso indispensable para llegar a ser un individuo autónomo y con capacidad de juicio, la noción de cultura se ha ido desplazando hacia su uso etnológico o etnográfico como conjunto de elementos simbólicos que constituyen la identidad de un colectivo, que hoy ocupa prácticamente todo el espectro semántico. Pero a este último uso, que sigue siendo el prevalente, se ha añadido en las últimas décadas un acento procedente de una reciente disciplina universitaria, los “estudios culturales”, especialmente en su versión norteamericana, que llaman indistintamente “cultura” a todo el territorio simbólico-discursivo (desde la música sinfónica hasta las vallas publicitarias, pasando por las redes sociales) donde se libran las batallas entre identidades concurrentes por la creación de sentido, batallas que se consideran luchas por el poder político, pero que no tienen lugar solo ni principalmente en los parlamentos o los tribunales, sino que invaden por completo la sociedad civil, anulando la distinción entre la esfera pública y la privada y ampliando el alcance del término “poder” hasta cubrir todo el ámbito de las relaciones humanas. Así ha surgido la práctica de las llamadas “guerras culturales”, y ha sido posible que en algunos países los ministros de cultura se hayan convertido en ministros de la guerra (cultural). Y, dado que los estudios poscoloniales y “decoloniales” son una rama de los “estudios culturales”, es también así como la descolonización “cultural” ha ingresado en los programas electorales. Encontramos una temprana prefiguración del fenómeno en una película de Wim Wenders de 1976, En el curso del tiempo, cuando, al reparar en las inscripciones dejadas por los soldados estadounidenses (“Oklahoma”, “Arkansas”, “Tennessee”) en una garita alemana abandonada del tipo de las del Check Point Charlie de Berlín, uno de los personajes dice algo así como “han colonizado nuestro inconsciente”.

Hoy, al hablar de “colonización cultural” no se alude solo al modo como los colonizadores imponen a los colonizados su tecnología y su religión (así ocurre desde el Neolítico) o su lengua y sus instituciones (como el Imperio romano), sino especialmente al hecho de que, como decía Max Weber con palabras más prudentes que las mías, los seres humanos nunca nos conformamos con dominar a otros y pisarles el cuello, sino que, a pesar del gran placer que ello nos proporciona, solo nos damos por satisfechos cuando “demostramos” que les hemos pisado el cuello con razón. Por eso, del mismo modo que los colonizadores van a menudo acompañados de sacerdotes (y hasta de teólogos o, lo que es lo mismo, de ideólogos) encargados de santificar esa justificación, la dominación material suele ir acompañada de otro tipo de dominación que podríamos llamar –en la acepción antes apuntada– “cultural”, y que invariablemente consiste en argumentar la inferioridad moral (y a menudo también intelectual) de los colonizados. Esto es lo que Weber denominaba el vicio clerical de querer utilizar la moral para tener siempre razón. Y la credibilidad de estas justificaciones, incluso para los colonizados, es un factor fundamental en el sostenimiento y perdurabilidad de la dominación.

Pero es importante subrayar que la creencia en la inferioridad moral de los colonizados no es la causa, sino la consecuencia de su opresión: los colonizadores no dominan a los colonizados porque les crean inferiores sino que, al contrario, inventan esa inferioridad para hacer más verosímil su dominación fáctica. Por lo tanto, cuando la dominación material cesa, es decir, cuando esos territorios alcanzan la independencia política, la justificación “cultural” pierde su razón de ser y se revela como lo que siempre fue: una falacia infame y torticera, pero conveniente para negar a algunos seres humanos la condición de individuos libres una vez que se les ha privado efectivamente de libertad. Por ello, dado que los procesos de descolonización contemporáneos estaban ya consumados en su mayoría en la década de 1950, podría parecer algo intempestivo que las teorías y prácticas de descolonización “cultural” hayan cobrado relevancia precisamente a finales del siglo pasado. Tan intempestivo, pongamos por caso, como el hecho de que en España se haya desatado un importante movimiento “cultural” antifranquista precisamente cuarenta años después de la desaparición del régimen de Franco. Es mucho más cómodo luchar contra el colonialismo o contra las dictaduras cuando ambas cosas ya no existen y, sobre todo para ministerios escasos de competencias y de presupuesto, resulta bastante menos costoso promover políticas culturales de identidad (o, mejor dicho, de guerra de identidades) contra unas “justificaciones” discursivas que ya son reliquias que combatir con políticas de igualdad las secuelas económicas o sociales de fenómenos como el colonialismo. Pero el anacronismo tiene, probablemente, una razón más inquietante.

Según defendía Bertrand Russell en uno de sus más logrados “ensayos impopulares”, cuando el poder de los colonizadores comienza a erosionarse y, por tanto, pierde peso la excusa de su superioridad moral, aparece una segunda “justificación cultural” de la dominación, la falacia de “la virtud superior de los oprimidos”: “si la virtud es el mayor de los bienes, y si la sumisión hace al pueblo virtuoso, lo noble es negarle el poder, puesto que si se le concediese se destruiría su virtud. Es difícil para un rico entrar en el reino de los cielos, de modo que resulta ser un acto de generosidad por su parte el conservar su riqueza, arriesgando su salvación eterna en beneficio de sus hermanos más pobres. Fue un hermoso acto de autosacrificio por parte de los varones el mantener a las mujeres apartadas de la sucia labor de la política, etcétera”, ironiza Russell. Es decir, se argumenta que a los colonizados, contra lo que ellos creen, no les conviene la simple declaración de independencia o el reconocimiento pleno de su mayoría de edad,1 porque con ello adquirirían la misma libertad y la misma igualdad que los descastados, depredadores, racistas, sexistas y corrompidos hombres blancos, perdiendo del todo su relación de inocencia con la naturaleza y, con ello, su identidad precapitalista y, por tanto, al menos potencialmente, susceptible de convertirse en un arma de lucha anticapitalista.

Probablemente, la peor faena que el marxismo les hizo a los obreros industriales fue convertirlos en sujeto político de la revolución proletaria, cargando sobre sus espaldas todas las esperanzas acumuladas a lo largo de la historia de la humanidad. Pero cuando los asalariados renunciaron a su papel de clase mesiánica, la nueva izquierda “cultural” eligió a los descolonizados, entre otras “identidades heridas”,2 como relevo en esta función histórica; y comprendió en seguida que no convenía a sus propósitos que alcanzasen la condición de ciudadanos en sentido ilustrado, pues todo aquel a quien se reconociese dicha condición, como sucedió con los trabajadores en el Estado del bienestar, acabaría aburguesándose y dimitiendo de su destino de motor de la historia. A fuerza de fustigarse discursivamente, los que se insultan a sí mismos llamándose “hombres blancos” (o “ingleses”, o “españoles”, o “franceses”) logran con cada latigazo verbal borrar un episodio de sus fechorías (lo que mejora muchísimo su imagen y es la base ideológica de la monserga llamada “superioridad moral de la izquierda”) y convencen a su clientela de que su liberación auténtica solo se producirá cuando se culmine la reescritura moralizante de la historia que ha de llevar a cabo la descolonización “cultural”, algo que –considerando la cantidad de inmoralidades que la historia contiene– no ocurrirá de un día para otro, puesto que habrá que remontarse siglos, quizá milenios, hasta deshacer la madeja de las opresiones, injurias y felonías.

A diferencia de lo que piensan algunos políticos, revestidos de una aparente ingenuidad, no es cierto que al comienzo de la vida humana en nuestro planeta los bienes estuvieran equitativa y proporcionalmente distribuidos entre sus pobladores, y que fueran los colonizadores extranjeros quienes, en sucesivos embates de codicia, ambición y mezquindad, llevaron a dividir a los seres humanos en pobres y ricos, poderosos y menesterosos, explotadores y explotados, dominantes y dominados, etc. Es imposible remontarse en el tiempo con la santa intención de restaurar una situación original de paz y cooperación, porque tal situación original nunca existió. Todas las sociedades conocidas se han fundado mediante la violencia y la coacción: como decía Rafael Sánchez Ferlosio, la guerra es la madre de todas las patrias. Y a ello no es ajeno el que también todas las sociedades sean etnocéntricas (es decir, que consideren, como los secesionistas catalanes, que el fenómeno humano, en su plenitud y perfección, solo se ha dado en ellas, y que el resto de antropoides solo son españoles, es decir, humanos en un sentido fallido o incompleto). Pero solo unas pocas de esas sociedades han tomado conciencia de sus falacias y han acuñado el vocablo “etnocentrismo”.

El caso es que mientras se continúe honrando en forma de identidad la superioridad moral (y a menudo intelectual, o al menos cultural) de los otrora colonizados, se facilitará que estos sigan dependiendo de sus arrepentidos colonizadores, que cada semana descubrirán una nueva afrenta que ha de lavarse antes de la liberación definitiva (y que por tanto pospondrá un poco más esa liberación). Así, los oprimidos seguirán tutelados por sus opresores –ahora reconvertidos en libertadores simbólicos–, a quienes deberán seguir apoyando, muy especialmente con sus votos. Además, al asignárseles una superioridad moral, con esta estrategia –pregúntese por ello a López Obrador o a Nicolás Maduro y a sus discípulos– es mucho más fácil lograr que los no-del-todo-descolonizados se complazcan en insistir en su imagen virtuosa y procuren extraer de ella todos los réditos posibles, pues entre otras cosas esta idealización les sirve para camuflar los desmanes que (como todos los pueblos terrestres) pudieran haber cometido sus propios antepasados.

La historiografía, en lugar de borrar el pasado efectivamente ocurrido, nos lo muestra en toda su ambigüedad, dándonos a la vez la ocasión de asumir como adultos las sombras que proyecta nuestra figura y de aprender a no repetir en el futuro las mismas hazañas, por mucho que sepamos que nuestra capacidad de aprendizaje es bastante limitada. Por ello, la propia historiografía y la realidad histórica son (en el antes aludido sentido ilustrado del término cultura) las principales víctimas de esta falacia. Pero también son víctimas de ella los museos, que en gran medida son el producto de esa misma historia. No solamente me refiero a los museos de historia, de etnología o de antropología, que por su propia naturaleza están envueltos en un saludable proceso de renovación constante. Tampoco me refiero a los pleitos de restitución de obras ilegalmente adquiridas, que llevan ya mucho tiempo amparados por la legislación internacional. Me refiero a los museos de arte.

Muchos de los más importantes de ellos se llaman “nacionales” y nacieron, como es de sobra conocido, del carácter de patrimonio público adquirido por colecciones que anteriormente fueron propiedad privada de casas reales o de la nobleza y el clero. Al menos desde el siglo XIX, la función de los museos de arte en la modernidad es doble. Por un lado, son la expresión espacial de la emancipación del arte de su servidumbre a la religión y a la moral, por una parte, y a la política y a la economía, por otra, y convierten la manifestación de la autonomía del artista en un templo de la libertad de expresión que corona los derechos civiles y hace respirable el aire cargado de la vida moderna. Pero, por otro lado, esa libertad artística no se reduce a la mera arbitrariedad del genio: el museo es también el lugar en donde las obras reciben su consagración definitiva al encontrarse con el público. Al no depender del encargo de los comitentes, la última palabra sobre la validez de las obras se entrega a una colectividad anónima que ya no tiene el perfil de un cliente al que hay que satisfacer, pues se trata de un público sin identidad que encuentra en las salas de exposición el medio para educarse y ejercer un juicio tan libre como lo es la actividad del artista, lo que dio lugar al nacimiento de la crítica de arte en el sentido moderno de esta expresión.

Cuando la “nueva museología” (erigida sobre el modelo de los museos de etnología) y, sobre todo, la llamada “museología crítica” (solidaria de los “estudios culturales”) ponen a los museos de arte en su punto de mira y los señalan como enemigo a batir, están procediendo a lo que podríamos llamar su recolonización. Amenazan la autonomía del arte (que los marxistas siempre consideraron una mojigatería burguesa), e intentan ponerlo de nuevo al servicio de políticas impregnadas de la moralina que Weber denunciaba como vicio clerical y muy próximas al fanatismo religioso; y pretenden sustituir el juicio libre del público y la crítica independiente por la aquiescencia garantizada de una serie de clientelas previamente adoctrinadas, haciendo de las obras un simple vehículo de propaganda de sus guerras “culturales”.

Desde que Tony Blair tuvo la idea de que las personas en riesgo de exclusión social se merecían, no una oportunidad para librarse de ese riesgo, sino una entrada gratuita a un centro de arte contemporáneo que las estigmatizase como marca de identidad, los gestores de los museos de arte se han visto obligados a organizar festivales para toda clase de minorías vulnerables, a las que ya no se pretende atender con políticas sociales especializadas para que dejen de serlo y puedan acudir al museo como espectadores libres, sino fidelizar como público cautivo. Se da así la paradoja de que, en el momento en el que los ministerios de cultura enarbolan más que nunca la función social de los museos de arte, se degrada su misión más propia, que es la de reunir a un público libre y adulto capaz de desprenderse de su particularidad y elevarse a lo universal que comparte con todos sus semejantes, no importa cuál sea su identidad “cultural”. Y no me extrañaría que cualquier día, en un acto subversivo de creación de sentido mediante enunciados performativos, en España los conservadores de museos pasaran a llamarse “progresistas de museos”. Eso sí que sería revolucionario. ~


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