La lectura performativa: del meme a la política

En las redes sociales, la llamada “lectura performativa” es exhibida como una pose o una trampa. ¿Y si detrás de esa denuncia se asoma también el antiintelectualismo?
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La naturalidad es también una pose, y la más irritante que conozco.
Oscar Wilde

Todo empezó con un meme: los hombres están leyendo para hacerse los sensibles y poder manipular mejor a sus potenciales víctimas. La “lectura performativa” –fingir, con fines cuasi escénicos, que se está leyendo un libro– pasó a definir una expresión de esa misoginia que se encubre en una aparente actitud deconstruida, lo que sea que eso signifique en esta época. Inicio con este contexto para decir que este no será el lugar para debatir si los hombres leen para confeccionar una imagen o si, al contrario, leen con plena convicción. Creo que es posible aceptar ambas posibilidades como ciertas: la misoginia existe y usa algunos artificios sofisticados para engañar, lo cual no excluye que haya hombres auténticamente lectores; que haya hombres y mujeres que leen con voracidad y que provienen de diversos entornos: lectores de clase trabajadora o de clase media que usan sus horas de descanso en el trabajo, sus fines de semana, vacaciones o trayectos en el transporte público para poder avanzar en su libro. Ellos son la razón del presente texto.

Como todo meme, la lectura performativa se trasladó a nuestra realidad offline, transformándose en una pauta con la que juzgamos ya no ciertos hábitos lectores primordialmente masculinos, sino la “sinceridad” de la gente; al menos de quienes leen con regularidad. En su momento, antes de que la lectura performativa se implementara en nuestro léxico digital, la exgurú Marie Kondo recomendó tener en las bibliotecas personales únicamente treinta volúmenes, con el fin de mantener el orden de los interiores domésticos. Los libros no representan las ganas de leerlos, al contrario, son una invitación al caos. Para Kondo, una casa limpia, ascéticamente cuidada, conduce a la paz de sus habitantes. Más recientemente, la influencer española María Pombo –su cuenta de Instagram tiene 3.3. millones de seguidores– dijo que se debería superar el hecho de que no a todos les gusta leer y que ella, más bien, usa los libros para decorar sus estanterías. Ideas similares han permeado el ámbito editorial, un tanto más especializado y preocupado por formar lectores. Juan del Val, el más reciente ganador del Premio Planeta, declaró: “Se escribe para la gente, no para una supuesta élite intelectual”. Y añadió: “No pretendo dejar ningún mensaje con mi novela. Propongo una forma de entretenerse a través de la emoción”.

Lo denostado ya no son los hombres manipuladores, sino el hecho de que alguien, quien sea, quiera cultivar un sentido lector con el que se exija más que el mero entretenimiento y una reacción que quepa en el espectro emocional con el que nos enunciamos en redes sociales: “me enoja”, “me emociona”, “me gusta”. La retórica es: o no leer, o leer poco, o leer sólo aquello que sea digerible. Basta un breve scroll para saber en qué consiste este discurso: resulta más “auténtico” no agarrar un solo libro en la vida o leer lo que sea más “popular”, porque nadie tendría que dar cuenta de su valía intelectual pretendiendo interesarse por aquello que en realidad a nadie gusta; esto es, libros demandantes, de más de doscientas páginas, con tramas complicadas –por supuesto, el escrutinio siempre está colocado en libros de narrativa–. Y hay de ti si lees alguno de esos libros en público: todos te juzgarán porque, claramente, no quieres hacer otra cosa más que llamar la atención. Ya existen los videos de usuarios de Instagram que graban a lectores para juzgar a lo lejos lo pretenciosos que lucen, sin que quede claro si aquellos lectores dieron su permiso para participar en la burla.

Cabe cuestionarse si hay comportamientos que ayuden a obtener la ansiada autenticidad, como si de una misión espiritual se tratara. Una posible respuesta proviene de –madre mía– un libro: La presentación de la persona en la vida cotidiana de Erving Goffman, trabajo clásico de la sociología. En un capítulo de esta obra titulado “Actuaciones” (performances, en inglés), el autor señala: “Cuando un individuo desempeña un papel, solicita implícitamente a sus observadores que tomen en serio la impresión promovida ante ellos. Se les pide que crean que el sujeto que ven posee en realidad los atributos que aparenta poseer”. Goffman no está refiriéndose a actores escénicos sino a los individuos de cualquier sociedad. La premisa de su estudio es que todos construimos un personaje, al que aspiramos presentar a los demás y a nosotros mismos como una entidad verosímil. Para darle más matices a nuestro personaje, podemos tomar decisiones planamente estéticas: algunos se tiñen el pelo, otros se tatúan o compran playeras de sus bandas favoritas.

La lectura, por supuesto, forma parte de cómo construimos nuestra personalidad –y recordemos la famosa etimología de la palabra persona: persōna, máscara de actor–. Preferir a los novelistas rusos del siglo XIX, la poesía mexicana o el ensayo son algunas de las alternativas que barajamos para identificarnos con la literatura como una expresión artística que, en cierto nivel, puede hablar de quiénes somos. Entonces, ¿qué ocurre cuando leemos en un espacio público? ¿Se trata de un desplante similar al de un desfile, hecho por el mero gusto de ser percibidos? Antes de que la “lectura performativa” mediara nuestra realidad, existía una larga tradición de lectores que usan los parques, las cafeterías y los asientos del transporte público para avanzar en su libro. Las condiciones socioeconómicas añaden otra interpretación al acto de leer en público. México es de los países con más altas jornadas laborales de Latinoamérica. Lo más seguro es que los lectores de este país no tengan un exquisito estudio al que se puedan retirar por largos períodos para disfrutar de su pretencioso pasatiempo. Lo más seguro es que leen en donde pueden y como pueden. Así que no, no creo que el problema sea incurrir en una “personalidad falsa” si lees. El problema se llama antiintelectualismo.

El meme sobre la “lectura performativa” ayuda a delinear lo que es el antiintelectualismo. El origen del supuesto chiste puede localizarse en los países de Occidente, donde actualmente están prohibiendo libros, líneas de investigación en universidades e, incluso, palabras, que van desde las flexiones de género propuestas por el llamado lenguaje inclusivo hasta sustantivos con los que se describen fenómenos históricos, como lo es la “esclavitud”. No es ninguna teoría de conspiración que las plataformas digitales llegan a operar como instrumentos de la política, y que entre los formatos que se escogen para difundir ciertos mensajes se encuentra el meme. Cada región adaptará cierta tendencia digital a su propio contexto, pero el contenido se conserva, y en el caso de la lectura performativa, la insistencia es que leer representa una actividad sospechosa que debe ser fiscalizada.

Ante este panorama, la lectura se torna en una actividad que no es neutral, mucho menos si se realiza con las intenciones de desafiarse intelectualmente: esto es, sumergirse en expresiones estéticas que se encuentren al margen de las fluctuaciones mercantiles –de ese mandato por no salirse de lo que “las masas” piden– y que demanden una atención más prolongada que la duración de los reels en Instagram. Está claro que no se debe satanizar a las redes sociales por buscar un conocimiento más “puro”, pero tal vez sea prudente mirar con más suspicacia los discursos que producen. Más allá de la broma, la “lectura performativa” hace que leer en público o en privado se vuelva un derecho que puede ser cuestionado por cualquiera: por tu amigo o por el poder. ~


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