Descartar el movimiento woke como mera actividad de feriantes es una simpleza. ¿Hay mercachifles en lo woke? Por supuesto: los nombres de los sospechosos habituales me vienen a mientes casi sin pensarlo. Pero la indignación causada por lo woke y la frustración provocada por su éxito son malas guías para entenderlo. Todo movimiento tiene sus mercachifles, y no estoy en absoluto convencido de que lo woke cuente con más de ellos que otros movimientos. Resultan mucho más interesantes sus propios delirios. Pues creen sincera y apasionadamente que están redimiendo la cultura y las humanidades, y también cada vez más los campos de la ciencia, la tecnología, la ingeniería y las matemáticas, tanto ética como intelectualmente. Aunque sean incapaces de advertir que, en realidad, son el estertor de las humanidades. Esto no obedece a que los proponentes de lo woke, como a muchos de sus críticos les gusta imaginar, sean los verdugos de las humanidades. Más bien obedece a que en un mundo en el que las universidades se han convertido o se están convirtiendo en escuelas de oficios, y en el que el pasado solo se considera de interés en la medida de su presente relevancia, lo woke desempeña un papel en extremo importante –si bien para ser justos, en buena medida involuntario–, de proveedor del lubricante ético que propicia dicha transición.
La idealización de la relevancia es lo que subyace a la victoriosa idea de que lo más importante que el arte y la cultura pueden alcanzar es la representación equitativa de las comunidades, en lugar de inspirar algo que trascienda tanto a estas como a los individuos. En la práctica, y en el seno del mundo subvencionado del complejo académico-filantrópico-cultural, ello explica por qué la relevancia, por motivos morales y éticos, se valora cada vez más que la excelencia. Valga como declaración representativa de este punto de vista la del subdirector general de arte y cultura del Consejo para las Artes de Inglaterra, Simon Mellor, que afirmó categóricamente que “la relevancia, y no la excelencia, será el nuevo requisito definitivo para toda financiación”. Una opinión secundada por la directora de música del mismo Consejo, Claire Mera-Nelson, que subrayó que “a veces es más importante pensar en la oportunidad que presenta un público que en priorizar siempre la calidad de la plataforma”.
El problema no estriba en que siempre sea basura lo que atrae a las masas, y en cambio siempre es bueno lo que solo atrae a unos pocos. Afirmarlo sería mero esnobismo, y demasiadas críticas a lo woke son justamente eso: esnobismo. Pero lo cierto es que la comprensión de determinados tipos de arte, al igual que la dedicación a determinadas disciplinas espirituales –la meditación zen es un buen ejemplo– y, por supuesto, el empeño en alcanzar la excelencia atlética, son muy difíciles y requieren mucho tiempo, esfuerzo y entrega. Un viejo chiste budista cuenta cómo un discípulo acude al roshi y le pregunta: “Maestro, ¿cuánto tardaré en alcanzar la iluminación?”. El maestro piensa y luego responde: “Diez años”. Atónito, el alumno clama: “¿Diez años?”. A lo que el roshi responde: “Veinte años”.
La tragedia de lo woke para esta civilización moribunda es que, en un sentido importante, ofrece a la cultura comercial la legitimación moral de su mediocridad. Es evidente que al público que no tiene experiencia o no está familiarizado con la ópera barroca, el bunraku o los dramaturgos clásicos en sánscrito le es muy dificultoso apreciarlos, y en cambio la música pop o las jams poéticos son completa e inmediatamente accesibles. El problema radica en que dichas formas populares no necesitan subvenciones, pero la cultura superior sí las necesita, como siempre ha ocurrido, ya sea en la China de los Tang o en la Florencia de los Medici, si se pretende que perduren. Pero la cultura comercial no ve sentido alguno en su mantenimiento y ahora, con lo woke, puede justificar su indiferencia en nombre de la diversidad, la equidad y la inclusión.
El problema para los woke, al menos en el ámbito universitario, pero quizás también en el de la cultura general, es que, al imponer su Purga del Orgullo a la cultura occidental, están en efecto firmando también su propia sentencia de muerte. Basta para entenderlo observar el declive del estudio de las artes y las humanidades en las universidades estadounidenses, canadienses y británicas. No solo se están cerrando muchas facultades, sino que la mayoría de las que subsisten (al menos por ahora) –incluso en las universidades de élite– se ven obligadas a explotar sin miramientos al personal subalterno, la mayoría de los cuales ya se asemejan a los artesanos ambulantes del siglo XVI que viven al día sin un gremio que los proteja. Por ello, naturalmente, tantos jóvenes profesores y asistentes sin titularidad intentan evitar la función que les imponen como una suerte de lumpen profesorado y procuran sindicarse.
Solo cabe desearles suerte. Y en cuanto a las artes y las humanidades, la conclusión inevitable es que dentro de un decenio la lucha en dichas facultades no se entablará por su reconfiguración al arbitrio de los woke, sino por su misma existencia. Sin embargo, los woke tienen la mirada puesta en un futuro radiante. Creen que la cultura comercial es su aliada, cuando en realidad es su verdugo. Confundidos, son como la rana de la vieja fábula. Una rana y un escorpión se encuentran en un arroyo y el escorpión le pide a la rana que lo lleve al otro lado. Al principio la rana se niega. “Me picarás y moriré”. Pero el escorpión la tranquiliza y le responde: “No te voy a picar. ¿Cómo podría? Si lo hiciera, nos ahogaríamos los dos”. Aliviada, la rana acepta. El escorpión sube a su lomo y cruzan el arroyo. A mitad del trayecto, el escorpión pica a la rana. Mientras ambos se ahogan, la rana reclama: “Pero, ¿por qué?”. A lo que el escorpión responde: “Es que soy un escorpión”.
Probablemente los woke descubran, más bien pronto, que ellos mismos son la rana y la cultura comercial, el escorpión, aunque se trate, de hecho, de un escorpión que sabe nadar muy bien.
Traducción de Aurelio Major
Publicado originalmente en ‘Desire and fate’.
David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.