A mediados de diciembre falleció Manuel Seco a los 93 años. Yo, que sigo en Twitter a muchos profesionales del lenguaje (profesores de lengua, traductores, correctores, escritores, periodistas), pude comprobar cómo se me llenaba la red de mensajes de agradecimiento al lexicógrafo. Es posible que algunas personas, ajenas a este mundo, llegaran a la conclusión de que todos estos profesionales acudían a los diccionarios para asegurarse de que las palabras que usaban eran correctas. Nada más lejos de la realidad. Los diccionarios no sirven para eso.
Permitidme una metáfora. Al final del camino amarillo los compañeros de Dorothy esperaban encontrar a un mago que les ofreciera todo aquello de lo que creían carecer: inteligencia, valor, un corazón… pero cuando llegan al destino resulta que todo lo que buscaban estaba en su interior. De un modo similar, algunos hablantes creen que los diccionarios son una especie de sanedrín mágico en el que se decide si las palabras existen o no. Pero la existencia de las palabras solo tiene que ver con el uso que los hablantes le dan. Los diccionarios son otra cosa.
Manuel Seco lo sabía bien. No en vano, para trabajar en su diccionario, empresa que le llevó la friolera de tres décadas, no se sirvió de la consulta de otros diccionarios (algo habitual en la empresa lexicográfica), sino que se nutrió de documentación real. El valor de las palabras está en el uso que de ella hacen los hablantes. Por eso un diccionario es siempre una obra inacabada, que requiere de renovación y ampliación constante. Que una palabra que se usa no esté en el diccionario no nos dice nada acerca de ella, sino únicamente del carácter inconcluso de aquel.
Pero, si no certifican la existencia de las palabras, ¿para qué sirven, entonces, los diccionarios? La respuesta no es una sola, porque no existe un único tipo de diccionario. Los que hicieron famoso a Manuel Seco, El diccionario del español actual y El diccionario de dudas y dificultades de la lengua española, tienen un valor sobre cualquier otro: la precisión. Las palabras en el cerebro de los hablantes tienden a tener límites difusos. Sin embargo, cuando uno necesita transmitir algo importante, debe hacerlo con el rigor y la minuciosidad del cirujano. No importa que se trate de una receta de cocina, una noticia económica, un pensamiento político o la descripción de un paisaje.
En cualquier ámbito en el que la información sea relevante, el diccionario es un aliado que nos permite inocular en la mente de nuestros lectores exactamente aquello que les queríamos transmitir y ninguna otra cosa. Especialmente importante es este asunto cuando lo que estamos haciendo es transmitir las ideas de otros, traduciéndolas de otra lengua. Pues aquí son muchas las trampas, los falsos amigos, que debemos salvar para evitar cambiar el texto original. Los traductores lo saben bien y esa es la razón por la que trabajan siempre con los diccionarios a mano. Incluidos, por supuesto, los de sinónimos y antónimos. Ellos les iluminan no solo en el significado específico de las voces, sino en muchos otros asuntos, como en qué contextos se usan, con qué palabras se relacionan o en qué construcciones sintácticas aparecen. Abrir un buen diccionario es como tener la posibilidad de hacer una encuesta in situ a los hablantes de una lengua.
Con todo, la función que a mí más me seduce de los diccionarios es la de servir de lugar de encuentro. Si todos los libros nos permiten viajar a lugares y tiempos distantes, los diccionarios son las claves que nos permiten entendernos con el otro. Palabras que no usamos en nuestra variedad o acepciones desconocidas de las palabras que usamos son la llave para entender textos escritos fuera de mis pequeñas fronteras cotidianas. Los diccionarios de Seco se limitaban al español peninsular, pero eso no es lo habitual. Con otros diccionarios podemos volar a comer frijoles en un barrio de Ciudad de México o pasear por las orillas del Río de la Plata. Incluso podemos viajar en el tiempo. El diccionario histórico, en el que también trabajó el profesor, nos permite acceder a la mente de hablantes de otros siglos. Si es verdad que leyendo podemos vivir mil vidas, los diccionarios nos permiten vivirlas de una manera más plena.
Mamen Horno (Madrid, 1973) es profesora de lingüística en la Universidad de Zaragoza y miembro del grupo de investigación de referencia de la DGA
Psylex. En 2024 ha publicado el ensayo "Un cerebro lleno de palabras. Descubre cómo influye tu diccionario mental en lo que piensas y sientes" (Plataforma Editorial).