Los intelectuales y la revolución woke

Para la cultura progresista contemporánea, el arte es emancipador y reparador tanto personal como socialmente. Cualquier arte que no aspire a esto es moralmente sospechoso.
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“Dentro de la Revolución, todo; fuera de la Revolución, nada”. La frase era de Fidel Castro, que la pronunció en un discurso publicado posteriormente como “Palabras a los intelectuales” que dio en 1961 ante artistas, escritores e intelectuales cubanos que se habían sentido incómodos por el primer acto de censura artística abierta del nuevo régimen revolucionario: la prohibición de un documental llamado PM que, sin voz en off, narraba la vida nocturna de La Habana. Sobre el papel del Estado en la cultura, Castro fue claro. “Es un deber de la Revolución y del Gobierno revolucionario”, declaró, “contar con un órgano altamente calificado que estimule, fomente, desarrolle y oriente, sí, oriente ese espíritu creador”.

En la revolución woke de nuestra gran época, no es un ministerio de cultura como el que Castro dijo que sería el guardián ideológico, sino filantropías como Ford y Mellon las que han hecho posible el dominio de la cultura woke. Y esa cultura tiene dos supuestos. El primero es que ser artista o escritor es por definición ser progresista o, dicho de otro modo, que el arte es emancipador y reparador tanto personal como socialmente, y que el artista, y no como suponía Castro el Partido, es la vanguardia revolucionaria. Y la segunda es que cualquier arte que no proceda de estos primeros principios es moralmente sospechoso, ya que, de nuevo, esta concepción del arte rechaza la idea de que el verdadero arte pueda ser inmoral en el sentido de no contribuir a la emancipación, la justicia social, la reparación.

Vemos esto en las artes pero también en el mundo de las ideas, donde su forma más extrema es el movimiento trans que afirma que negar lo trans es una forma de asesinato del alma, y por extensión incluso de genocidio (de ahí el énfasis del movimiento trans en cómo los jóvenes trans cuyas identidades son negadas contemplan o intentan suicidarse). Desde esta perspectiva, hacer todo lo posible para impedir que se oiga a las voces antitrans, ya sean de derechas o de izquierdas, es un acto moralmente irreprochable de autodefensa colectiva. Volvemos al famoso mandamiento de Saint-Just: “No habrá libertad para los enemigos de la libertad”.

Sin embargo, lo que hace única a la actual revolución cultural es su radical subjetividad, razón por la cual los izquierdistas ortodoxos se oponen en general a lo woke, algunos incluso yendo tan lejos como hizo el historiador Greg Grandin en un intercambio conmigo en Twitter, y desplegando el Gramsci que llevan dentro en el sentido de que lo woke es un síntoma mórbido más en una era en la que lo viejo está muriendo pero lo nuevo aún no puede nacer. Para mí, una descripción más precisa sería que la política revolucionaria de género es la síntesis totalmente inesperada del Canto a mí mismo de Walt Whitman y el Pequeño libro rojo de Mao, refractada a través de la industria cultural que Adorno y Enzensberger anatomizaron pero cuya capacidad para hacer que una conformidad cada vez mayor parezca una rebelión subestimaron salvajemente. 

Solo el viejo loco Debord, consumido por fantasías marciales, teorías conspirativas y lujuria, comprendía realmente lo que nos esperaba: una falsa diferencia, una falsa blasfemia y, como resultado, una falsa liberación.

Publicado originalmente en el blog del autor.

Traducción de Daniel Gascón.

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David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.


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