1.
En un lugar del oeste del estado de Michigan, en la paz de su cuarto, en una casa que podemos imaginar bien pintada y rodeada de hierba, una adolescente Michelle Kuo, cuyos padres habían emigrado desde Taiwan, lee apasionadamente a los escritores de la América negra. Lee a Baldwin, Ellison, Du Bois, Alice Walker, Maya Angelou, Richard Wright… Se siente como hechizada, quiere ser digna de ellos. Lee a Malcolm X y a Martin Luther King, quien afirmó: “no se trata de si seremos radicales, sino de qué tipo de radicales seremos”. Se pregunta qué sacrificios ha hecho ella que puedan medirse con las historias que aguijonan su conciencia. Quiere hacer algo.
Solo hay un problema, pues, tal y como recuerda, “Baldwin, Malcolm X, King, hablan solo de blancos y negros, y yo no era ni lo uno ni lo otro”. De aquí podría haber nacido desde una divertida sátira a, con mucha peor suerte, un tratado sobre interseccionalidad salpicado de vivencias. Lo que tenemos es un hermoso libro cuenta una historia muy seria sin gravedad, con algo que provisionalmente podemos llamar delicadeza.
Kuo leía entonces vorazmente, pero recuerda sus limitaciones. Guiada por absolutos morales, nos dice, no pudo entender que, por ejemplo, el Quijote era una parodia y tomó a su protagonista como un héroe. Me gustaría decirle que lo leyó bien.
Reading with Patrick es un libro de memorias de una joven de ascendencia asiática que se alista en un programa para dar clase en lugares difíciles de Estados Unidos. Llega así a Helena, una ciudad deprimida del Delta del Misisipí, como profesora lengua y literatura inglesas. A lo largo de dos años de trabajo y soledad, en un centro al que solo acuden los rechazados de otras escuelas, logra que sus estudiantes lean buenos libros, en silencio y en voz alta, que escriban y que lean unos a otros lo que escriben. La primera parte, setenta páginas memorables, arranca con la decisión de ir al Delta y termina con la de abandonar ese lugar. En la segunda relata, como si fuera un interludio, su regreso al mundo al que supuestamente pertenece: Kuo estudia derecho en Harvard y está a punto de comenzar una nueva vida profesional y personal, aunque siga lanza en ristre persiguiendo causas justas y apartándose del destino más convencional de una abogada harvardita. Patrick había sido su estudiante preferido, ella ha comenzado a escribir y ha publicado un ensayo sobre su historia, y es también la razón por la que regresa al Delta.
Patrick ha matado a un hombre en el porche de su casa y está en la cárcel. Había dejado los estudios, como casi todos sus compañeros y compañeras. Tenía una hija. Su lenguaje había retrocedido, había perdido la habilidad de escribir con propiedad. Kuo pone su carrera en suspenso y regresa a Helena contratada como improbable profesora de español, durante unos meses, el tiempo de acompañar a Patrick hasta el juicio. Por las tardes lo visita en la cárcel y leen juntos. La tercera parte del libro es un recuento de esas lecturas, de su poder sobre el espíritu. Una novela juvenil (C. S. Lewis), un libro de memorias (Frederick Douglass), algún ensayo breve (Baldwin), mucha poesía… He contado diecisiete poetas, de un gran gusto ecléctico, de Whitman a Merwill, pero también Du Fu, Neruda o Ajmátova. Memorizan poemas, eligen versos preferidos, el alumno escribe, la profesora corrige. Ella escribe para sí y para nosotros. El relato de esta segunda salida, que ocupa la mitad del volumen, está lleno de sucesos y detalles de gran belleza, y de una amarga reflexión sobre la justicia penal. Reading with Patrick concluye con el tono justo, sin exagerar el drama, sin transformarlo en un triunfo, con una franca reflexión moral. Es un libro que fácilmente puede conmover, pero no es en absoluto un libro triste, ni tan siquiera agónico.
Puede leerse como un ensayo moral, del tipo que conviene a sociedades desiguales y culturalmente divididas, al mundo al que nos dirigimos y que Estados Unidos ha explorado. Pero es también, y ostensiblemente, un ensayo sobre las distintas experiencias con la literatura y un tributo a la lectura. Los libros están presentes, a menudo de forma física, en bibliotecas, aulas, librerías, o en conversaciones con un libro en la mano, casi de principio a fin.
La narración está atravesada por varias formas universales. Ya he sugerido la pasión de aventura inducida por lecturas, a medio camino, tal vez, entre don Quijote y San Ignacio. También tiene algo cervantino el efecto del texto en la continuación de la historia y, por ende, en el propio texto, cuando Patrick lee el primer ensayo publicado sobre él. Como también lo es el que el libro se convierta en algo distinto de lo planeado. Kuo quería escribir un libro científico, sociológico. Como todo libro que se ha convertido en otra cosa, presenta incrustaciones a las que la autora ha hecho bien en no renunciar, pequeños ensayos sobre el Delta, sobre el racismo, sobre la justicia penal… Así como finas observaciones “participantes” sobre la etnicidad y la desigualdad.
El tono del libro es el preciso. Todo se muestra, casi nada se enuncia. Es un libro muy difícil de escribir, pues otros autores no habrían sorteado los peligros de la pedantería, de la densidad sociológica, del exhibicionismo moral y de la racionalización de las decisiones insatisfactorias. No se puede ser menos afectada de lo que es la autora. Cómo, si no, podríamos imaginarla leyendo a Yeats en la cárcel con su estudiante dilecto y seguirla hasta allí con entusiasmo. Es difícil ser menos morosa con las convicciones ni menos artificiosa en los titubeos. Hay, además, una relación muy equilibrada de sus propias reacciones, incluyendo las frías y las incómodas. Hay muy poco embellecimiento de Patrick, aunque habría sido fácil buscar el éxito de la historia inflando nuestra simpatía, cosa fácil de hacer para quien la siente.
El humor muchas veces se le pone a mano, pero lo desdeña. Solo se atreve a la ironía, algunas veces, cuando intervienen sus padres –sus apariciones son algunos de los momentos más emocionantes del libro, no sé si a su pesar– y con la fauna de los graduados en derecho por las universidades de élite, además de con algún que otro funcionario. Me imagino que podría escribir una parodia más que agradable sobre “padres tigre” o sobre fiestas de abogados, pero el humor o se practica desde abajo –o con uno mismo– o es brutal. Este libro está escrito casi siempre desde arriba y con una viva conciencia de la desigualdad.
En el papel de educadora Kuo encuentra el lenguaje y el camino a través de la brecha. Es curioso que afirme que sus lecturas, incluyendo las de sociología universitaria, le habían preparado para el Delta, cuando la experiencia lo desmiente varias veces, pero no nos dice cómo aprendió a enseñar. Algo tuvo que ver su familia, por la fuerza de las imágenes que describen algunos recuerdos. De todas formas, no es la formación de los estudiantes la aventura principal del relato, sino la de la propia autora. Muy pocos jóvenes escriben sus memorias de juventud, y menos que no sean el resultado de una experiencia hiriente o extraordinaria, como una guerra. Estas hablan de esas decisiones que tanto inciden en quienes llegamos a ser y que, fuera de nuestros recuerdos privados, solo conocemos repintadas por las novelas de formación u oscurecidas –acaso con inocencia– por las memorias de los mayores.
2.
Del libro quiero destacar un mérito más bien filosófico: mostrar cómo se tejen las decisiones morales ante la fragilidad del bien y la fragmentación de lo valioso. No es especulativo; lo muestra, pero no lo dice. No se trata del gastado conflicto entre los intereses propios y las demandas éticas, sino de que el valor moral se establece en contextos discontinuos que requieren acciones distintas, guiadas por criterios que pueden no concordar entre sí y que a veces parecen inconmensurables. “Quiero hacer algo” –algo bueno– no tiene una respuesta determinada.
El valor moral puede tomar, por ejemplo, la forma de un compromiso con un proyecto de vida. Resolverse a ir al Delta forma parte de la decisión sobre qué tipo de persona quiere ser Kuo. Pero el valor también se presenta como obligaciones hacia otras personas. Hacia sus padres, antes que nadie, quienes se oponen a su proyecto con toda la fuerza de sus propios sueños, tratando de que desista, en uno de los principales nervios del libro. Hacia sus estudiantes, a quienes les promete que se quedará en el Delta hasta ver cómo se gradúan, promesa que no cumplirá. La fidelidad a un compromiso personal, la piedad filial y la palabra dada no son solo distintas obligaciones, son fuentes de valor distintas que usan lenguajes distintos. Veamos más ejemplos.
El valor también reside en bienes intrínsecos. Lograr no solo mejorar la educación de un grupo de estudiantes, sino que sientan el soplo que alienta en un poema, que descifren palabras inauditas, que encuentren el libro que les conmueve son bienes en sí mismos. Pero al buscar el bien también se hacen juicios de consecuencias (“decidí volverme utilitaria”): frente a una tarea desmedida, Kuo se concentra en quienes más pueden aprovecharse. Por otra parte, con una punzada de mala conciencia, al final del libro, reconoce que entre ellos estaba su estudiante favorito, lo que una educadora no debe tener. Anotemos: bienes de perfección, utilidad, cariño, virtud profesional…
El argumento utilitarista para abandonar el Delta y estudiar derecho (“maximizarás tu impacto” le dice un amigo mefistofélico) no parece que la satisfaga, pero lo considera. Se diría que decide marcharse, en buena medida, por devoción a sus padres, pero lo cierto es que buscar la mejor realización de los propios talentos también es moralmente valioso. Y se ha cansado de ganar y perder peso y de estar sola.
Escribir este libro es asimismo un bien de perfección, cuya moralidad se cuestiona. Será como aprovecharse de la historia de Patrick, será poner por delante la importancia que para ella tiene contarlo, frente a lo que piensa que exige el caso. Llega, provisionalmente, a una transacción: escribirá un libro con respuestas sociológicas que preparen a otros para remediar las injusticias. Pero sus cuadernos de notas “le traicionaban cada día”. Por suerte para nosotros.
El valor de la vida y la culpa de un crimen son asuntos que podrían haber sobrecargado el libro, pero no lo hacen, por más que pesen. Kuo quisiera explicarlo, quisiera que el homicidio fuera solo defensa propia, quisiera algún tipo de exculpación. Pregunta a Patrick si “se siente” culpable. “Sé que lo soy”, responde.
Este inventario masacra el texto, pero repásenlo: compromisos y proyectos individuales, obligaciones con personas, bienes perfeccionistas, utilidad, reglas profesionales, el ejercicio del talento, la expresión, el cariño hacia quienes nos gustan, el deseo de ser felices, los derechos, la justicia… Todas esas formas del valor se escriben en dialectos distintos más o menos alejados entre sí. Y fíjense que ni en el caso de Kuo, en quien la preocupación por la justicia es constante, adopta esta el papel que esperan de ella algunos filósofos, que hable claro y ordene las demás razones. Otros, a veces, declaran la aporía con cierto agonismo: “el trágico enfrentamiento del bien contra el bien” decía Macintyre (After Virtue, 1981).
Los filósofos han ideado muchas soluciones, no es el lugar de revisarlas. Podría decirse que el renacimiento de la ética de la virtud en el último medio siglo es la consecuencia de aceptar esas rupturas. Para Macintyre, por no perdernos en otros nombres, la solución era comunitaria y se encontraba, en último recurso, en la tradición. Macintyre se convirtió al catolicismo tras escribir su justamente famoso libro.
¿Pero qué hacer cuando no hay una tradición, un canon compartido? Cabría regresar a la autodeterminación individual y a la gramática de la justicia. Los más propensos al rigorismo kantiano todavía gastan sorna con algunas salidas virtuosas, que les parece que buscan que seamos buenos perros amaestrados (la expresión es de Christine Korsgaard), que saben qué deben hacer en cada momento a base de entreno. Recuerdo esto para subrayar que el individualismo rara vez es lo peor. Lo que sucede, en mi opinión, y lo que creo que muestra el libro de Kuo, es que está excesivamente lejos de la realidad. Simplemente, no somos así, no tenemos una sola guía interior.
Sospecho que el trabajo moral guarda cierto parecido con lo que Viviana Zelizer, y algunos sociólogos detrás de ella, llaman trabajo relacional (la palabra es fea y oscura) en el contexto de las decisiones económicas, cuando estas se vinculan, por ejemplo, con relaciones afectivas, cooperativas, artísticas u otras que, supuestamente, tienen lógicas distintas y aun hostiles. Las personas definen límites aceptables y articulan “vidas conectadas” que, en la práctica, escapan tanto del reduccionismo (“el altruismo es un disfraz del interés”, “el amor en el fondo es poder”…) como de los “mundos hostiles” (“los incentivos materiales minan el altruismo”, “el amor solo puede ser desinteresado”…) Zelizer investiga la cuestión a partir de las soluciones reales a pleitos económicos entre personas que tienen relaciones íntimas, poniendo un poco en solfa esa figura favorita de algunos sociólogos vulgares, tan conservadores en esto, de que el mercado necesariamente destruye las motivaciones morales. (Kuo, en una solución muy de Zelizer, decide compartir los derechos de autor con Patrick, tal y como explica en una entrevista posterior).
En el trabajo moral que se muestra en el libro el lenguaje y los principios están dados por fuentes diversas y hay que tejerlos en una historia. A pesar del impetuoso arranque del texto, no hay absolutos morales en estas aventuras. Tampoco escepticismo: el bien es objetivo, casi tangible, solo que no se echa a perder porque se busquen mesuras entre razones discordantes. Y solo en algunos casos esto es “trágico”. No se invoca una tradición, lo que puede conceder unidad a los fragmentos es la narración misma, la historia que constituye a la persona. Pero no en el vacío social, sino en un mundo de normas y expectativas. La noción de búsqueda impone cierta finalidad y es, posiblemente, el arquetipo más primitivo de narración. Esta no es ajena a los sucesos que se cuentan, a veces los empuja. Ahí están los diálogos interiores, ahí la frecuente anticipación de objeciones que nos refiere este libro y que forman parte del relato antes de que se escriba. Que sea escrito no es lo esencial en este punto, casi todos narramos sin escribir, y de igual modo nos tenemos que someter a las demandas de congruencia y propósito. No en vano un texto es solo una forma culta de un tejido.
La congruencia es contingente y la fortuna moral es posible. Si Gauguin no se hubiera revelado como un artista genial, su decisión de abandonar a su familia y marcharse a Tahití se juzgaría de una forma mucho más severa. Cuando emprendió el viaje ni él ni nadie podían estar seguros de que sería así: tuvo suerte. Es el ejemplo clásico del ensayo Moral Luck de B. Williams. En la peripecia de Kuo el infortunio no ataca directamente a sus proyectos que, la verdad, siempre parecen salir bien, pero sí perturba el equilibrio de lo que había dejado atrás. Cuando Patrick comete un homicidio Kuo vuelve sobre sus pasos para intentar reparar la grieta.
Al hacerse larga la vida esa distancia puede parecer insalvable. “¿Escribir? Poco. Me da miedo escribir. […] Tiemblo de tener que ponerme a pensar en el que pude haber sido, en el ex futuro llamado Unamuno, que dejé hace años desamparado y solo”. Compárese esta pesadumbre (Carta a José Bergamín, Hendaya 1926) con esa misma reflexión al final de nuestro libro: “Aquí está mi vida que no llegó a ser, un lugar al que regreso una y otra vez”. Ese lugar es un (ex) futuro en el que Michelle se queda en el Delta, Patrick no abandona la escuela y Marcus, su víctima, no muere. Para Kuo esto es un sueño, una ficción en la que ella tiene un poder del que posiblemente carece. Medita sobre ello, lo explica y lo acepta con cierta alegre paz, como solo puede hacerlo una persona joven, sintiéndose aún acompañada por la Michelle que transita la otra senda.
Entonces, ¿qué sucede cuando no hay un canon compartido? Sucede, puede suceder, que se sustituya la tradición por el entendimiento entre personas dentro de un marco civil, cualquiera que sea su comunidad o su tradición, si la tienen, y eso es lo que Kuo pone ante nuestros ojos. Está escrito en el evangelio americano, perdónenme la invocación: “Oh, veo como un relámpago que esta América es solo tú y yo:/ su poder, sus armas, su testimonio, somos tú y yo;/ sus crímenes, sus mentiras, sus robos, sus deserciones, somos tú y yo;/…/ lo natural y lo artificial somos tú y yo;/la libertad, el lenguaje, los poemas, las ocupaciones, somos tú y yo;/el pasado, el presente y el futuro, somos tú y yo.”(Whitman, A orillas del Ontario azul, trad. Eduardo Moga). No sé si Michelle y Patrick leyeron este poema, o si también pensaron que hablaba de ellos.
Sucede, o puede suceder, la delicadeza. El tacto fue hijo europeo del cambio social, de la movilidad y de la tosca libertad frente a la tradición. La situación relativamente única y, a la vez, tan americana, de Michelle Kuo propende a algo semejante. De Estados Unidos nos llegan a veces algunas patologías de la identidad: la ofensa fácil, la indignación como argumento o el intento de regular la etiqueta de las relaciones entre personas según sus colectivos de pertenencia. Son el esperpento de esa religión civil que requiere cautela, pero que es personal, fraternal e igualitaria. Es la ética de este libro, que teje razones con los fragmentos de lo que llamamos valioso a la vez que una relación humana entre personas desiguales.
Algo como un eco de Whitman suena al final de estos recuerdos: “He de creer que dos personas pueden imprimir una marca profunda la una en la otra, sobre todo en ciertos sitios, como este, del que tantos se han marchado, y en cierto momento, cuando nos asomamos a la madurez, aún sin desgastar ni endurecer. En esos momentos y lugares en los que somos frágiles y estamos listos”.
Dan ganas de escribir que así sea.
es profesor de sociología en la Universidad de Salamanca. En 2016 publicó La reforma electoral perfecta (Libros de la Catarata), escrito junto a José Manuel Pavía.