Miguel Artola. In memóriam

Resulta imposible pensar en la historiografía española sin reconocerle un papel decisivo: formó parte de quienes abrieron puertas a una nueva manera de entender la historia y ensancharon sus costuras.
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En mayo de 2013, cuando Miguel Artola cumplía noventa años, Antonio Elorza le hizo una entrevista en El País. Le preguntó, entre otras cosas, por qué seguía trabajando con tanta intensidad. Contestó Artola: “El trabajo ha formado siempre parte de mi vida, junto a cosas a las que fui renunciando. El problema, además, es que para vivir necesitas tener una actividad, contar con algo que te ilusione, y sin el trabajo, no puedo imaginarme los efectos perniciosos que ello podría tener para mi salud; obligado a preguntarme todas las mañanas qué voy a hacer en las próximas horas”.

Miguel Artola acababa de publicar con José Manuel Sánchez Ron Los pilares de la ciencia. Algunos podrían preguntarse cómo había llegado hasta allí. Él mismo confesaba que algunos le habían llamado “frívolo” por su inclinación a tratar temas diferentes. No parecía preocuparle mucho. Siempre le había interesado aquel tema y las 800 páginas de Los pilares de la ciencia difícilmente podían considerarse una frivolidad. De hecho, la idea había sido suya. Fue él quien se lo propuso a Sánchez Ron y ya tenía en su cabeza otro proyecto. Todo menos tener que preguntarse todas las mañanas qué hacer en las siguientes horas. Solo la muerte de su mujer, su compañera de toda la vida, y después este confinamiento, lograron detenerle.

Nos ha dejado en herencia una obra inmensa. A otros les corresponde comentar con mayor fundamento lo que significó su dedicación al estudio de la revolución liberal en España, que comenzó con su tesis doctoral sobre Los afrancesados y siguió con Los orígenes de la España contemporánea, en el que hizo ya algo que repitió más tarde: poner a disposición de los investigadores los textos y documentos en los que había basado su análisis. Lo hizo también en los dos volúmenes que dedicó a Partidos y programas políticos 1808-1936, en cuyo segundo volumen incluyó los manifiestos y programas políticos de todos ellos. En el primero, además, se aventuraba al principio en una “teoría general de la política”, porque Artola no era un historiador al uso, por mucho que respetara y aprendiera de muchos de ellos, como siempre reconoció. Él practicaba lo que llamaba el “método analítico”, e incluso se atrevió a irrumpir en la historia económica, en la historia de la hacienda pública, de los ferrocarriles o de la propiedad agraria, cuando esta se convirtió en punta de lanza de la renovación historiográfica, sin importarle que algunos le consideraran un intruso.

Formó parte, por todo ello, de quienes abrieron puertas a una nueva manera de entender la historia y ensancharon sus costuras, convirtiéndose en uno, y principal, de quienes hay que calificar como “maestros”. Fue esa necesidad de abrir la historia a otras disciplinas, como la economía, la demografía o la geografía, lo que le llevó a animar obras colectivas que quisieron mirar nuestra historia con otros ojos. Lo hizo muy pronto con la dirección de aquella pionera Historia de España en siete tomos que publicó Alfaguara a partir de 1973, y en la cual él escribió el dedicado a la burguesía revolucionaria, y una década más tarde con una ambiciosa Enciclopedia de Historia de España en seis volúmenes temáticos que se cerraban con un diccionario biográfico, otro diccionario temático, y otro final de cronología, mapas y estadísticas.

Me dejo casi todo en el tintero. Resulta imposible hacer hoy historia de la historiografía española sin reconocerle a Miguel Artola un papel decisivo en un momento clave. Le estoy llamando Miguel Artola y podría parecer que le tuteo. Me costó muchos años apearle el “don”, porque fue para mí, durante mucho tiempo, “don Miguel”. Hasta que me obligó a dejarlo. Yo no me he dedicado a estudiar el siglo XIX, que él investigó durante tanto tiempo. Tampoco fui alumna suya, ni formé nunca parte de aquel Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Madrid, que él creó y donde formó y convivió con un magnífico grupo de historiadores. Pero sí pude verlo desde fuera. Tuve la fortuna de disfrutar con él de una beca de investigación para realizar mi tesis doctoral, allá por los años setenta del siglo pasado. Fue Antonio Elorza, mi director de tesis, quien me sugirió que se lo pidiera.

Artola era ya un catedrático consagrado y era más fácil conseguir la beca con él. Sabía que ese era el motivo, pero aceptó de inmediato, después de avisarme de que él no sabía nada del tema que yo me proponía trabajar. Pero ejerció: cada pocos meses me hacía rendir cuentas de lo que había hecho, y me daba buenísimos consejos: no sigas por ahí, porque vas a olvidar qué estás buscando y te vas a perder, me decía repetidamente. También me sugirió algo que, por desgracia, no cumplí: no escribas una tesis, me dijo, escribe directamente un libro. No lo hice y después tuve que reescribirla. Nos veíamos a veces en la Autónoma, donde yo guardaba turno para entrar en su despacho, porque con frecuencia había cola; otras veces, nos encontrábamos en el vestíbulo de un céntrico hotel de Madrid. Nunca olvidaré aquellos ratos. Por supuesto, seguía siendo “don Miguel”.

Luego coincidimos muchas veces, en tribunales de tesis doctorales y en otros actos académicos, algunos más festivos. Las últimas ocasiones en que lo vi y pude hablar con él unos minutos fueron hace poco tiempo. Una de ellas fue la presentación del último libro publicado por Conchita Castro, amiga suya de siempre. La otra, en el acto de homenaje a Santos Juliá, en la Residencia de Estudiantes. Fue un golpe duro cuando Conchita me llamó para decirme que había fallecido. Pensaba que don Miguel iba a estar siempre ahí.

 

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Mercedes Cabrera es catedrática de historia del pensamiento en la UCM. Fue ministra de educación entre 2006 y 2009. Es autora de El arte del derecho. Una biografía de Rodrigo Uría Meruéndano (Debate, 2019).


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