El sexo. La muerte de la persona amada. La locura, y la luz natural a la vuelta. El mal radical de los totalitarismos del siglo XX. La guerra. El encuadre de la realidad y nuestra elección de foco ante las víctimas. La ética y los juegos de espejos del oficio periodístico. La des-segregación del mal gusto y el material del que están hechos los tambores de la crítica cultural.
Hannah Arendt no vio La pelota vasca. Susan Sontag no vio las producciones snuff del ISIS. Y es una lástima que Dorothy Parker no esté en Twitter. Pero son mujeres que trascendieron a su periodo.
Ellas, junto a Joan Didion, Rebecca West, Janet Malcolm, Renata Adler, Nora Ephron o Mary McCarthy, entre otras, protagonizan un reciente ensayo biográfico escrito por la crítica y periodista estadounidense Michelle Dean: Sharp: The women who made an art of having an opinion. No se trata de otro mero catálogo motivacional de hazañas de género en regímenes patriarcales. La autora explica con fluidez sus hechos vitales y desgrana sus pulsiones e ideas; rescata las aportaciones de la “mirada femenina”, posada sobre cuestiones que abarcan al ser humano, y las sitúa junto a “los Hemingway, Fitzgerald, Roth, Bellow y Salinger”. Esta reivindicación inicial no deforma la obra. La dedicatoria del libro es elocuente: “A todas las personas a las que les hayan dicho alguna vez: ‘Eres demasiado listo/a para lo que te convendría’”.
El rasgo que actúa de hilo conector es “el elogio que todas recibieron en su vida”: el de poseer un ingenio mordaz. Sus ideas, amistades, influencias, encuentros, conflictos y rivalidades, incluso sus coincidencias fortuitas, interconectan a las mujeres a lo largo del libro (y del siglo XX). Se suele presentar a las mujeres de talento como fenómenos aislados, dice Dean. El resultado de su ejercicio muestra otra imagen: la de una comunidad intelectual (literal o abstracta) que normalmente se asocia con los hombres. Pero cualquier persona en contacto con su milieu sabe que las mentes brillantes suelen acabar encontrándose, aunque sea chocando de frente.
Muchas de las observaciones de la autora se apoyan en sobreentendidos, del tipo que agradece cualquier conversación inteligente, no necesariamente erudita. En uno de los capítulos sobre Hannah Arendt, por ejemplo, explica quién era Adolf Eichmann, y sin detenerse demasiado en el concepto de banalidad del mal, contextualiza su defensa de las leyes de segregación racial a raíz de las imágenes de la crisis de Little Rock.
Uno de los sobreentendidos más interesantes es el que concierne al feminismo. La autora no se dedica a pasar exhaustiva revista a todas y cada una de estas mujeres, cuyas relaciones con el feminismo varían en grado, naturaleza y relevancia. Algunos casos recuerdan al de Katharine Graham, la antigua propietaria del Washington Post, que no prestaba demasiada atención; no por desprecio, sino porque estaba demasiado ocupada empoderándose. El hincapié se hace en obstáculos de otro tipo: los que tienen que ver con la simpleza, la cortedad de miras, o los errores propios. También los del movimiento feminista. Nora Ephron, por su posición de feminista insider, merece mención aparte. Escribe Dean:
Le resultaba difícil reseñar libros escritos por mujeres sobre la segunda ola del movimiento feminista porque, aunque compartía sus emociones, no le gustaba mucho la manera de escribir de estas mujeres. Sabía que se suponía que tenía que tener en cuenta sus buenas intenciones en el cómputo final de la crítica, naturalmente.
Y cita a Ephron:
Esto es lo que se conoce en el movimiento como la hermandad entre mujeres, y funciona bien para la política, supongo, pero no para la crítica. O la honestidad. O la verdad. (Además, es tan condescendiente como el tipo de crítica que los hombres aplican estos días a los libros sobre mujeres; ese tono inconscientemente paternalista que trata los libros de y sobre mujeres como una especie de subgénero de la literatura ajeno al mainstream, sin mucha importancia, pero qué interesante, cómo estas mujeres siguen adelante, tenemos que intentar entender qué están queriendo decir, lo que quiera que sea.)
Michelle Dean es una lectora perspicaz y adulta que no hurta los ángulos menos favorecedores de sus sujetos: los presenta con elegancia y objetividad (con una notable excepción: el último capítulo dedicado a Janet Malcolm, sin duda el más psicoanalítico de todos, qué injusticia poética). Pero la mayor virtud del libro son algunas ausencias: no hay ensimismamiento, mojigatería ni infantilismo, casi omnipresentes estos días.
Quisiera, pues, alzar la copa por el pronto fin de este periodo.
(Madrid, 1978) es diseñadora y traductora.