Es muy posible que para la gran mayoría de personas del siglo XXI, el concepto de muñeca sexual o amante artificial choque con su noción de las relaciones. Este rechazo también se asocia a la posibilidad de establecer y asegurar unos criterios éticos en la vinculación afectiva: ¿puede la relación con una muñeca sexual calificarse de sana, positiva, responsable? ¿Puede un amante artificial ayudarnos a conocer nuestra sexualidad, a mejorar nuestros problemas sexuales o a explorar nuestra erótica sin riesgos y sin vergüenzas?
A lo largo de la historia cultural, la relación entre un ser humano y un objeto con apariencia antropomórfica se ha considerado, en general, desde la perspectiva del amo y del esclavo, del dominador y el subyugado. Aunque sepamos que un objeto con apariencia antropomórfica es una creación artificial, sin posibilidad de decisión y en definitiva, sin vida, hay quienes defienden que el uso humano que se hace de los mismos, ya sea para fines eróticos y/o afectivos supone un ejercicio de cosificación. Sin embargo, este señuelo resulta ciertamente paradójico.
No se puede cosificar lo que por naturaleza es ya no-humano, no-vivo, no-sintiente. Aún cuando las formas, las características estéticas y los atributos tecnológicos puedan dar como resultado representaciones hiperrealistas, la condición del objeto no puede alterarse. La materia puede cambiar de forma, si bien, su naturaleza sigue intacta. No hay vida en el objeto y aún cuando éste pudiera ser interactivo gracias a la acción humana y la inteligencia artificial, se trataría simplemente de una simulación de lo real.
Basta una búsqueda en Google para deleitarse (o escandalizarse) con la variedad de muñecas sexuales (en inglés, sex dolls). La voluptuosidad femenina hecha producto. Rubias, ojos claros, morenas, tetudas, nalgas prominentes, cintura estrecha, 0 celulitis. Perfectamente simétricas y exentas de toda realidad moral. En su mayoría, aparecen desnudas o en ropa interior sexy, recostadas, con las piernas abiertas o adoptando posturas eróticas. Algunas tienen una expresión tétrica, otras se acercan a lo macabro y sí, hay un pequeño porcentaje de ellas que, para qué engañarse, roza la obra de arte.
También hay figuras masculinas, infantiles, con rasgos animales y detalles propios de la fantasía o el anime. No tienen valores. No temen al rechazo. No envejecen. Sin embargo, eso no significa que sean ajenas al paso del tiempo. Al igual que todo producto, tienen fecha de caducidad. Por buenas y bonitas que parezcan también ellas tienen fecha de caducidad. No son más que una fantasía imperfecta.
El gusto erótico por lo material, así como el apego a tal posesión, no constituyen un fenómeno exclusivo de la modernidad. La historia de Laodomía y su pasión por una estatua de cera, expuesta en Fabulae, obra del escritor latino Cayo Julio Higino (64 a.C.-17 a.C.) o el mito de Pigmalión y Galatea, relatado en la Metamorfosis de Ovidio (43 a.C-17 d.C), ya describen este interés.
Vinculado a este fenómeno también encontramos, allá por el siglo XIX, la agalmatofilia, parafilia que señala la atracción erótica hacia las estatuas. En The sexual life of our time (1909), Iwan Bloch sitúa este comportamiento sexual en la antigua prostitución religiosa. Bloch describe cómo las mujeres sacrificaban su virginidad manteniendo sexo con la estatua de un dios. También Havelock Ellis (1859-1939), uno de los padres de la sexología, se hace eco en su obra de esta parafilia. Para él era importante distinguir entre aquellas personas que apreciaban el interés estético de las estatuas de aquellas otras que se excitaban con ellas. Al igual que la necrofilia, el sadomasoquismo o el fetichismo, la agalmatofilia constituía una preferencia erótica asociada a la patología y la baja cultura.
Del interés erótico por los objetos antropomórficos se desprende la creación de prototipos físicos para el goce. Los primeros modelos se pueden situar en el siglo XVII. Popularmente, eran conocidas como dames de voyage (damas de viaje, en español). También, en este siglo, aparecen las azumagatas (las cuales podemos traducir como ‘sustituto de una mujer’). Se trataba de objetos que imitaban a una vulva. Más adelante, las azumagatas evolucionarían a cuerpos de muñeca, conocidos como doningyo.
Con el tiempo, estos modelos se volvieron más técnicos y realistas. Prueba de ello son las muñecas fornicarias, que se localizan en Francia durante el siglo XIX y principios del siglo XX. Sobre estas figuras existen referencias en la novela erótica La Femme Endormie, de Madame B. (1988) y en la obra Les Détraqués de Paris: study des moeurs contemporaines (1904), del escritor francés René Schwaeblé. Estos objetos, al fin y al cabo, no eran tan diferentes de otros autómatas mecánicos datados en la misma época, como el pato de Vaucanson.
Otro ejemplo bastante conocido de muñeca sexual, aunque con una apariencia monstruosa y un destino trágico, lo encontramos en el prototipo que, a imagen de la compositora Alma Mahler, se hizo fabricar para el artista Oskar Kokoschka. El erotismo de los maniquíes fue asimismo explorado por genios como Man Ray y Salvador Dalí. No obstante, si hay un nombre que merece ser destacado es el de Hans Bellmer. A través de su Poupée, exploró el lenguaje del deseo, la tensión entre lo masculino y lo femenino, lo adulto y lo infantil, lo permitido y lo prohibido.
Aunque la propuesta de Bellmer es el antecedente de la muñeca sexual moderna, su intención era propiamente artística. Según Anthony Ferguson, autor de The sex doll: a history (1963), el uso de la muñeca como juguete sexual se localiza a finales de los años setenta en EEUU y en la década de los setenta en Europa. En aquella época, pocos podrían imaginar que la típica muñeca hinchable, con la boca abierta, de tacto complicado y apariencia esperpéntica, podría convertirse unos años después en un sexy y funcional humanoide.
Los modelos fabricados con silicona llegarían entre la década de los noventa y de los dos mil. Poco más tarde aparecieron los que utilizaban elastómero termoplástico (TPE). Fue así como el producto fue aumentando su realismo, durabilidad y calidad. La articulación del cuerpo y de los dedos, el movimiento de los ojos, la capacidad para mantenerse en pie o la demarcación de los vasos sanguíneos se convirtieron en detalles de gran interés para el cliente. A ello se sumaban más opciones para personalizar el producto, permitiendo elegir entonces el color de la piel, el tamaño del pecho, la forma de los genitales, la distribución de la grasa o la cantidad de vello púbico.
Pero la auténtica revolución llegó cuando los diseños incorporaron tecnologías de inteligencia artificial. La interacción robot sexual – persona facilitaba la creación de un vínculo emocional y, con ello, una nueva dinámica erótica. En lo que respecta a las relaciones entre personas y objetos, parece que cuanto más se asemejan los artefactos a las personas, más nos encariñamos con ellos y por tanto, más importancia tienen en nuestras vivencias afectivas (Kanda et al., 2004; Turkle et al., 2006). Así al menos ocurrió con los Furby, los Tamagotchi o el muñeco electrónico My real baby. ¿Por qué iba a ser diferente con un robot sexual?
Para muchas personas, la satisfacción sexual es más intensa cuando hay apego y reciprocidad. Es por ello que no resulta extraño que la tecnología de los robots sexuales explore la configuración de personalidades, emociones y sentimientos. Para una pequeña parte de la población, la vinculación erótica y afectiva con una muñeca o un robot sexual es un sustitutivo de las relaciones más tradicionales. No es un interés masivo, pero sí en auge, como muestran las ventas de las empresas de sex dolls y sex robot. En internet, existe incluso una ingente comunidad de aficionados a estos amantes artificiales, donde los usuarios comparten sus experiencias e inquietudes: Dollforum, DollHarem o Ourdoll son prueba de ello. También hay perfiles en Instagram y Twitter donde los usuarios relatan el día a día de semejante romance.
La pregunta sobre por qué querría alguien elegir a un robot como pareja se desgrana en muchos departamentos académicos. Pero ¿y si lo que motiva a ello son los mismos factores que contribuyen al proceso de enamoramiento, deseo y vinculación emocional con una persona real? Esto es, cuestiones como la similitud, las características físicas y de personalidad que cada sujeto evalúa como atractivas, la reciprocidad, la satisfacción de necesidades o la exclusividad. Es posible que estos aspectos estén implicados en la elección, pero cabría no desmerecer otras patologías sociales.
En un contexto social donde predomina la inmadurez emocional, el miedo a la intimidad con el otro, la decepción romántica o se imponen las relaciones de usar y tirar, ¿no resulta más atractivo vivir una historia de amor con un objeto? Bajo el estereotipo de que todos los hombres y todas las mujeres son iguales, ¿acaso son las máquinas diferentes? Quizá el escepticismo sobre las muñecas y los robots sexuales no debería dirigirse, en forma de pánico, a sus posibilidades eróticas sino a las consecuencias psicológicas que su uso supone para algunos sujetos: el vínculo con el objeto puede ser un mecanismo de defensa para no afrontar los propios miedos, inseguridades y déficits afectivos.
Loola Pérez es graduada en filosofía, sexóloga y autora de Maldita feminista (Seix Barral, 2020).