Maria Grazia Picciarella/SOPA Images via ZUMA Press Wire

El cónclave y el legado del papa Francisco

El cónclave papal que inicia el 7 de mayo estará atravesado por la incógnita entre la continuidad del legado del papa Francisco y el viraje hacia una Iglesia más conservadora.
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Era un silencio que se podía escuchar. Los ecos de las últimas plegarias aún retumbaban frente a las escalinatas de la Basílica de San Pedro y el humo de los rituales se desvanecía en el aire de una plaza desbordada por decenas de miles de fieles. En sigilo, catorce hombres se acercaron a paso solemne al féretro del papa Francisco, lo levantaron sobre sus hombros y lo inclinaron hacia el público. Y entonces, la gente estalló en aplausos, dejó caer sus lágrimas y elevó sus oraciones.

Jorge Mario Bergoglio, el primer pontífice latinoamericano, aún debía ser trasladado a Santa María la Mayor, en un cortejo fúnebre histórico y lleno de complicaciones logísticas y de seguridad para cubrir el recorrido de seis kilómetros hasta el sitio donde el papa eligió ser sepultado. Desde un punto de vista estrictamente personal, fueron esos segundos previos, sin embargo, los que se sintieron como la despedida, al margen de los protocolos y las fórmulas que agotamos los periodistas durante más de una semana para luchar por mantener la tensión informativa. Era el final.

“Tocó mentes y corazones”, afirmó Giovanni Battista Re, el cardenal que ofició la misa del funeral. “Lleno de calidez humana y profundamente sensible a los dramas actuales, el papa Francisco realmente compartió las preocupaciones, los sufrimientos y las esperanzas de nuestro tiempo”, agregó el decano de 91 años. Fue una homilía, sí, pero también una declaración política desde el centro neurálgico de la cristiandad.

Sin obviar el ambiente de luto profundo que se respiraba en la plaza, Re no perdió la oportunidad de trasladar el último mensaje de la iglesia de Francisco. Habló sobre las guerras que azotan Europa y Oriente Próximo, de la crisis de los refugiados, de fenómenos mundiales como los éxodos migratorios, la globalización y la cultura del descarte.

Importó tanto lo que dijo como dónde y ante quién lo dijo. A tan solo unos metros del ataúd estaban líderes mundiales como el estadounidense Donald Trump, el ucraniano Volodímir Zelensky, el francés Emmanuel Macron o el secretario general de la ONU, Antonio Guterres. También estuvieron presentes varias figuras en las antípodas ideológicas de lo que representó este papa, como el húngaro Viktor Orbán, el argentino Javier Milei o la italiana Giorgia Meloni. Estos dos últimos, por cierto, sentados en primera fila como invitados de honor. En el otro extremo, como representantes de un sector del espectro político con el que Francisco también tuvo roces y tensiones, estaba Lula da Silva, por ejemplo.

Desde el brazo de Carlomagno, como se conoce a la parte de la columnata de Bernini reservada para los medios de comunicación, uno podía ver, de pronto, autócratas, monarcas, ministros, jefes religiosos o altos cargos diplomáticos de todos los continentes. Fueron 164 delegaciones oficiales, según el listado del Vaticano. Fue, sobre todo, un testamento del poder político que mantiene la Iglesia, pese a todo, y de la influencia de Bergoglio, incluso después de su muerte.

La prueba máxima fue la reunión que sostuvieron Trump y Zelensky sobre la posibilidad de alcanzar la paz con la Rusia de Vladímir Putin, pero también lo que se vivió tras bambalinas. Más de 50 jefes de Estado y de Gobierno, muchos de los actores que conducen los destinos del mundo, se congregaron en un Estado diminuto, con una extensión territorial de menos de medio kilómetro cuadrado. Bien sea por mantener la coherencia con su política interna, es un acontecimiento que la representación de México, el segundo país con más católicos, atestiguó desde los márgenes.

Con todas las reservas que puede tener una persona que no es creyente y las sospechas que debe mantener un periodista, no deja de resultar paradójico que, en medio de este momento político convulso, sea el papa Francisco quien recupere ciertos principios e ideales que daban forma al sistema internacional y que hoy parecen completamente difuminados. En un mundo donde la fuerza se ha impuesto a la vía diplomática, donde los miedos y las bajas pasiones impulsan movimientos políticos que coquetean con el fascismo y distorsionan conceptos como la libertad o la justicia social, donde todos los límites conocidos parecen superados, aparece un exhorto a la mesura, a la fraternidad y a la humanidad, pero también ciertos visos de atrevimiento para no quedarse al margen de la conversación que marca nuestros tiempos.

Las palabras no son suficientes. Francisco, desde luego, no fue un gran disruptor en términos doctrinarios y mantuvo varias líneas rojas –el aborto, el uso de los anticonceptivos o el matrimonio entre las personas del mismo sexo– durante su pontificado para evitar una ruptura en la Iglesia. Sus críticos reprochan cierto oportunismo en sus mensajes públicos, señalan ciertos vicios populistas, incluso, y subrayan sus contradicciones a lo largo de los años.

Siempre al filo de la navaja, sin embargo, el papa entendió que no podía quedarse fuera de esa conversación global. Se pronunció sobre la crisis climática y los ataques contra la población civil en Gaza, abrió investigaciones sin precedentes sobre los abusos sexuales cometidos por sacerdotes y puso en la mira la vida ostentosa de muchos cardenales alejados de la calle y la corrupción en las finanzas del Vaticano, con un énfasis recurrente en las periferias y la austeridad. Siguió una política de gestos y símbolos, sobre todo de puertas para fuera. Con todo, levantó muchas ampollas dentro de la Iglesia.

Todos esos elementos se han hecho presentes en las polémicas que han estallado en los días previos al cónclave. Como parte de los juegos de poder que han marcado la sucesión papal, el cardenal alemán Gerhard Ludwig Müller, miembro del ala dura de la Iglesia, criticó abiertamente a Francisco y pidió que el próximo pontífice dé “marcha atrás” al acercamiento a religiones como el islam y en temas que rodean al colectivo LGBT. El italiano Angelo Becciu, defenestrado por Bergoglio tras estar envuelto en un escándalo de corrupción y condenado en 2023 por El Vaticano a cinco años y medio por una batería de delitos financieros, insistió públicamente en participar en la elección del papa hasta que se vio obligado a desistir. Las acusaciones de abuso sexual contra el peruano Juan Luis Cipriani han vuelto a tomar fuerza y sus denunciantes reprochan que se pasee a sus anchas durante los preparativos para elegir al siguiente papa.

El cónclave del próximo 7 de mayo estará atravesado por una incógnita recurrente en las transiciones políticas: el dilema entre la continuidad y el cambio. Una de las primeras hipótesis que se han planteado desde la muerte del papa el pasado 21 de abril sigue una lógica pendular y anticipa un viraje hacia una Iglesia más conservadora tras las prédicas reformistas de Francisco. Se parte de la idea de que, en esa “marcha atrás” que proponía Müller, hay una oportunidad de apelar a esos sectores duros que han cobrado fuerza política en Europa y Estados Unidos, y que no se han sentido representados por el último papa.

En contraparte, muchos cardenales, sobre todo de las llamadas periferias, pregonan que se siga la línea de Bergoglio, no solo por una conciencia del deber ser, sino como una estrategia de supervivencia y para mantener vigente la fe católica. Bajo esta perspectiva, retroceder es estancarse o, peor, hundirse. Esas diferencias se han hecho patentes en las congregaciones, las reuniones previas al cónclave, que han registrado decenas de intervenciones y discusiones sobre el rumbo de la iglesia, el panorama mundial actual y asuntos espinosos como los abusos cometidos por sacerdotes, así como los dones que debe tener el próximo Pontífice. En esa dicotomía, se ha barajado también el ascenso de un candidato a mitad de camino para privilegiar la unidad.

Uno de los factores que se perfila como decisivo es la propia composición del cónclave. Francisco nombró a ocho de cada diez cardenales que participarán con voz y voto. Su predecesor, Benedicto XVI, designó apenas a un 15%, mientras que Juan Pablo II, solo a un 5%. Entre los purpurados elegidos por Bergoglio está un nutrido número de europeos, pero también muchos religiosos que provienen o radican en las llamadas periferias: desde Madagascar y la República Democrática del Congo hasta India, Irán o Timor Oriental.

La iglesia católica sigue siendo, por origen, eurocéntrica –Europa es la región con más representantes (53)–, pero será el cónclave más diverso en términos geográficos, con miembros de 71 países diferentes. México tendrá solo dos cardenales con derecho a voto, Carlos Aguiar Retes y Francisco Robles.

Esa diversidad ha dado paso a un mar de nombres entre los llamados papables, una lista interminable de posibles candidatos, en la que sobresalen figuras como el progresista Luis Antonio Tagle, de Filipinas, y los italianos Pietro Parolin y Matteo Zuppi, considerados como moderados. Las peculiaridades del proceso de elección papal –entre ellas algunos imponderables humanos y terrenales– suelen hacer volar por los aires todos los pronósticos y obligan a la cautela.

Será, además, el cónclave más grande de la historia, con una participación prevista de 133 cardenales. Eso eleva el umbral para alcanzar la mayoría de dos tercios, unos 89 purpurados, necesario para elegir al próximo papa. El grueso de los analistas anticipa una elección relativamente corta, de unos tres días, aunque otros piensan que el nutrido número de electores va a dificultar a priori la construcción de consensos y la criba de candidatos potenciales. La propia duración del cónclave será un termómetro de las divisiones en la cúpula, de las dificultades que enfrentará la próxima cabeza de la Iglesia y de la supervivencia del legado de Francisco. Las incógnitas se disiparán con la fumata blanca. ~


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