"Es un personaje extraĆdo de la literatura rusa.” Me llevĆ³ tiempo confirmar la definiciĆ³n de Julio Scherer que me hizo alguna vez, por telĆ©fono y de pasada, Octavio Paz. Yo admirĆ© desde siempre su entrega al periodismo, la intensidad que irradiaba su persona, su valentĆa, pero ignoraba hasta quĆ© punto su biografĆa se entiende solo en el cruce exacto entre la polĆtica y la fe.
Coincidimos muchas veces en la cafeterĆa de la “Guay”, antes o despuĆ©s de nadar. Don Julio llegaba temprano como cualquier hijo de vecino y ejecutaba el ritual con parsimonia, escuchando las bromas de la gente en los vestidores. Sospecho que registraba los comentarios polĆticos con espĆritu de encuestador: la “Guay” era un termĆ³metro pĆŗblico que disparaba su imaginaciĆ³n periodĆstica. Porque desde entonces tuve claro que habĆa algo absorbente, implacable en la voluntad profesional de Scherer: su vida se regĆa semanalmente por el ritmo de Proceso. Lo importante era la noticia, la revelaciĆ³n, la historia, la denuncia de esa semana.
Alguna vez le propuse entrevistarlo para Vuelta: el cazador cazado. HabĆa leĆdo varias de sus esplĆ©ndidas entrevistas, pero mis favoritas eran dos: una con Octavio Paz, que habĆa provocado la famosa polĆ©mica con MonsivĆ”is; y otra con el terrible general Roberto Cruz, hombre que compensaba las almas que habĆa enviado a la otra vida con las criaturas que traĆa cotidianamente a esta. “Si Cruz temblaba de miedo frente a Calles, cĆ³mo serĆa Calles, y quĆ© pantalones tuvo que tener CĆ”rdenas”, le comentĆ© antes de ponerlo en jaque. SĆ© que lo pensĆ³ a fondo, y finalmente se negĆ³.
En esos desayunos fue revelĆ”ndome algunos datos personales que me permitieron construir una pequeƱa hipĆ³tesis biogrĆ”fica. Su abuelo habĆa sido un hombre rico y notable durante el Porfiriato. El padre, en una situaciĆ³n econĆ³mica muy comprometida, habĆa sido maltratado por algĆŗn ministro prepotente de la era alemanista. El joven Julio, testigo del hecho, no lo olvidĆ³. Para entonces, la genealogĆa materna habĆa alimentado en Ć©l un sentido profundo de la justicia: su abuelo, don Julio GarcĆa, habĆa sido un dignĆsimo magistrado de la Suprema Corte en los aƱos veinte. El golpe a ExcĆ©lsior representĆ³ seguramente una reincidencia terrible de aquel agravio inicial, un acto en que la prepotencia del poder y del dinero se aunaba a la traiciĆ³n. Scherer me confesĆ³ que su Ć”nimo en los dĆas anteriores al golpe llegĆ³ a flaquear. La que no flaqueĆ³ nunca, y menos en ese momento, fue Susana, su mujer: “VĆ”monos, JuliĆ”n”, le dijo despuĆ©s de oĆr aquellas palabras. Tengo para mĆ que ese “vĆ”monos” sellĆ³ su destino. Scherer se fue, pero no solo de ExcĆ©lsior. Se volviĆ³ un disidente radical, absoluto, del sistema polĆtico mexicano.
De su carrera en ExcĆ©lsior como reportero, como director, hablamos muy poco. Viajes, anĆ©cdotas, conversaciones, encomiendas en un diario que entraba a la intensa dĆ©cada de los sesenta con una legitimidad notable. La magnĆ©tica, irresistible, festiva cordialidad de Scherer y su capacidad para reconocer genuinamente las prendas ajenas –sobre todo las intelectuales– explican el milagro de sus pĆ”ginas editoriales durante su gestiĆ³n en el periĆ³dico: todo el MĆ©xico intelectual escribĆa en ellas. AdemĆ”s de CosĆo Villegas, recuerdo vivamente a cuatro autores: Rosario Castellanos, Jorge IbargĆ¼engoitia, Samuel del Villar y el que serĆa mi gran amigo, Hugo Hiriart. Los domingos era una delicia hojear el Diorama de la Cultura que dirigĆa Ignacio Solares y en el cual no fallaba nunca el “Inventario” de JosĆ© Emilio Pacheco. Y claro, estaba Plural. Sus ocho columnas eran una provocaciĆ³n cotidiana.
“¿Tiene que ser negra, difĆcil, escandalosa la realidad cada semana?”, le preguntĆ©, bordeando mi Ćŗnica diferencia con Ć©l: la frontera entre la objetividad y el amarillismo. Fue imposible convencerlo. Si la noticia que publicaba me parecĆa cargada de amarillo, el color estaba en mi mirada o mis prejuicios, no en la realidad que probablemente era mucho peor.
Los diarios comerciales eran ilegibles por su banalidad. Los diarios oficiosos eran y siguen siendo un irritante cotidiano, meras cajas de resonancia de los polĆticos, como si cualquier frase que pronuncien sus labios mereciese el mĆ”rmol de la inmortalidad. Los periĆ³dicos doctrinarios, los mĆ”s leĆdos por los jĆ³venes universitarios, incurrĆan en aquellos aƱos de populismo nacionalista en un adocenamiento empobrecedor.
Durante todos estos aƱos Proceso se ha mantenido intacto en la fe del pĆŗblico. La razĆ³n es simple: en Proceso el lector ha encontrado la verdad impublicable, la que se susurra en los casilleros de la “Guay”, la que los ministros sueƱan con acallar o suprimir. En sus pĆ”ginas se encuentran los escĆ”ndalos de corrupciĆ³n, crĆmenes polĆticos, expedientes comprometedores, trayectorias personales, negocios ilĆcitos, transacciones dudosas, medidas errĆ”ticas, declaraciones contradictorias, puƱaladas traperas, enjuagues secretos que integran esa tupida red de complicidades que sostienen al sistema polĆtico mexicano. “La prensa como negocio que depende del patrocinio –escribe Gabriel Zaid– tiende a decir lo que quieren sus patrocinadores, aunque los lectores sepan que estĆ”n leyendo un comercial y tengan que recurrir al telĆ©fono, la conversaciĆ³n, el chisme, los rumores, para conjeturar lo que pasa en silencio.” Proceso no ha estado al arbitrio de ningĆŗn patrocinio (con y sin mayĆŗscula). Proceso solo ha dependido de sus lectores. Ha sido un instrumento, un vehĆculo, una plaza, un cafĆ©, un voceador de la sociedad civil, no un departamento del poder.
¿DĆ³nde estĆ”, entonces, el elemento religioso? En la fervorosa actitud de Scherer. En la bĆŗsqueda de esa noticia, de esa revelaciĆ³n, de ese reportaje Scherer, literalmente, empeĆ±Ć³ la vida. Le fue la vida en atizar, semana a semana, la hoguera de la verdad, en expulsar a los mercaderes del templo, en exhibir al rey desnudo, en manchar el boato neoporfiriano con el lodo de las lacras mexicanas. No sĆ© si la influencia de hombres como fray Alberto de Ezcurdia, Sergio MĆ©ndez Arceo, Vicente LeƱero y su primo y colaborador Enrique Maza fueron determinantes en la forja de una personalidad como la suya, dominada por la convicciĆ³n, tocada por el absoluto. SĆ© que jugaron un papel junto con su propia formaciĆ³n en escuelas confesionales. Fue la vida dura, el trĆ”nsito de la maravillosa casa familiar en San Ćngel (la misma que ahora ocupa el Bazar del sĆ”bado) a las cloacas de la polĆtica mexicana, lo que moldeĆ³ un rechazo del sistema polĆtico mexicano tan categĆ³rico.
Frente a la monarquĆa de “pan o palo” de Porfirio DĆaz, la cuƱa que podĆa apretar, la Ćŗnica del mismo palo, fue Ricardo Flores MagĆ³n. Frente a la situaciĆ³n actual, ¿quĆ© hacer? Scherer en su momento no tuvo dudas; yo sĆ. Cabe el antĆdoto de Proceso –fuego periodĆstico– y cabe tambiĆ©n el antĆdoto liberal, agua fluida de tolerancia, ponderaciĆ³n y diĆ”logo. El primero vive poseĆdo por la verdad; el segundo fundamenta una a una sus verdades fragmentarias. El primero estĆ” hecho de indignaciĆ³n, tiene una pasta religiosa; el segundo estĆ” hecho de crĆtica, su pasta es meramente humana.
Humana como la amistad. Scherer la practicĆ³ tambiĆ©n con pautas absolutas, pero no de exigencia sino de lealtad, de atenciĆ³n, de sensibilidad, de compasiĆ³n. Ya no lo verĆ© en la “Guay” ni en el restaurante donde desayunĆ”bamos con frecuencia, aƱo tras aƱo. Casi nunca hablamos de polĆtica: hablamos de cada uno, no como papeles, como personas. Ya no verĆ© esos brazos abiertos como aspas; su mano de pensador rodiniano sobre la frente mientras lo absorbĆa la lectura de un libro; su cabellera gris, desordenada, crespa, y, sobre todo, su sonrisa noble, pĆcara, triste en el fondo. Ya no podrĆ© gritarle “Don Julio”, acercarme a Ć©l y expropiar el Ćŗnico gesto salvable de la polĆtica mexicana: el abrazo. ~
Una versiĆ³n de este texto apareciĆ³
publicada en la revista Viceversa en abril de 1994.
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial ClĆo.