Carlos Girón / Foto: El Universal

Recuerdos olímpicos: Ícaro en las Olimpíadas

Cada deporte esconde un enigma. Tal vez el de los clavados es el soterrado impulso a una gloria efímera y fatal.
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Para mí las Olimpíadas están asociadas a los clavados. Mi primer recuerdo olímpico es el de Melbourne en 1956, donde Joaquín Capilla (que había ganado medallas en Londres y Helsinki) obtuvo la medalla de oro en la plataforma de 10 metros y la de bronce en trampolín. Capilla fue un héroe de nuestra infancia.

Años más tarde, conocí de cerca el mundo de los clavados gracias a otro mexicano que compitió en la prueba de trampolín en el 68. Hablo de mi inolvidable amigo Jorge Telch. Tiempo atrás, Jorge me había presentado a los clavadistas que tomaron parte en esos juegos: Álvaro Gaxiola, Luis Niño de Rivera y José de Jesús Robinson. Traían la gran escuela de Capilla y de Juan Botella (otro medallista, en 1960). Era una delicia ver sus difíciles piruetas, una gimnasia aérea exacta, arriesgada y vertiginosa. Jorge me enseñaba a juzgar los clavados: la altura del brinco, la precisión de los giros, la limpieza en el contacto con el agua. Me volví un experto teórico, porque –a pesar de mi vieja amor por la natación y mi identidad Guayera- jamás pude arrojarme de un trampolín de un metro.

La participación de los nuestros clavadistas en aquellos juegos no decepcionó. Álvaro Gaxiola ganó una medalla de plata y Luis Niño de Rivera alcanzó un cuarto lugar. Jorge y José de Jesús tuvieron un desempeño digno. Por esos días me tocó presenciar en la misma Alberca Olímpica el gran triunfo del Tibio Muñoz.

En términos estrictamente deportivos, aquellas olimpíadas fueron inolvidables por muchas razones (el inverosímil salto largo de Bob Beamon, el puño desafiante de los atletas americanos, el Sargento Pedraza en la caminata) pero para muchos de nosotros no había lugar para la alegría. La atmósfera mexicana estaba ennegrecida por el crimen de Tlatelolco. El emblema de esos juegos fue la “paloma de la paz”… ensangrentada.

Los clavados siguieron siendo una disciplina en la que México ha alcanzado niveles de excelencia. Carlos Girón, Jesús Mena, Fernando Platas, Paola Espinosa, Tatiana Ortiz, Alejandra Orozco (medallistas olímpicos todos) son prueba de que, eligiendo un nicho y aplicándose con responsabilidad, pasión y disciplina, nuestro país puede competir y ganar en cualquier ámbito.

Mientras escribo caigo en la cuenta de un misterio: varios de estos clavadistas murieron a edad temprana. Capilla, hombre bueno, se sumergió por años enteros en el agua terrible del alcohol. Mi amigo Jorge murió de cáncer, apesadumbrado por la muerte aún más prematura de su hermano Pepe (otro gran clavadista, padre del excelente actor Ari Telch). Pero, ¿cómo explicar los otros casos? Cada deporte esconde un enigma. Tal vez el de los clavados es el soterrado impulso a una gloria efímera y fatal: el mítico destino de Ícaro, que en pleno vuelo perdió sus precarias alas, hechas de hilo y cera, y se precipitó al mar.

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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