Schumpeter más Fanon

Muchos conservadores han reconsiderado su defensa del libre mercado recientemente, tras la imposición de los valores identitarios sobre las humanidades.
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La demolición que ha venido ocurriendo desde hace un cuarto de siglo en las humanidades universitarias en nombre de la equidad, y la facilidad con la que los requerimientos identitarios y los vetos de la academia –sobre todo el empecinamiento en que la representación es determinante, pero la calidad no es crucial– han acabado por prevalecer en el ámbito corporativo de toda la anglosfera y han provocado que muchos conservadores reconsideren su adhesión al llamado libre mercado. La pregunta entonces es obvia: ¿por qué han tardado tanto? ¿En verdad no advirtieron que el capitalismo con el que tanto se identificaban –al margen del hecho de que esa compenetración era en gran medida dialéctica, en el sentido de que fueron procapitalistas por ser anticomunistas– era, como afirmó una vez mi madre, “el elefante en la cacharrería de la historia de la humanidad”?

Es como si de algún modo los conservadores imaginaran que la concepción cultural que inmejorablemente expresó T. S. Eliot en “La tradición y el talento individual”, donde arguye que la verdadera importancia de la obra de un artista –incluso, de hecho y acaso sobre todo, la de los más innovadores y originales, en el sentido recto y no efectista de estos vocablos y que el propio Eliot encarnara– estriba en la relación entre dicho artista y los poetas y artistas muertos que lo preceden, podría prosperar mucho tiempo en una cultura capitalista. En otras palabras, es como si de algún modo supusieran que el “individualismo radical en la economía [del capitalismo], y así la disposición a destruir todas las relaciones sociales tradicionales en el proceso” descrito por Daniel Bell, una ideología que, para emplear la jerga identitaria actual, es por definición “presentista” y además desprecia palmariamente el pasado, podría de algún modo todavía dejar espacio libre al tradicionalismo en la cultura en el sentido dado por Eliot.

Pues la tradición, al menos a largo plazo (ya que siempre hay evidentes solapamientos entre épocas históricas y culturales), es el oponente cultural, y quizás incluso moral, de la innovación, anhelada siempre, en definitiva, por el libre mercado. Por emplear el cliché de las escuelas de negocios, las nuevas tecnologías generan nuevas industrias que a su vez producen nuevos bienes y servicios. Un proceso que transforma las relaciones sociales. Incluso si están en lo cierto quienes sostienen que el capitalismo, mediante el proceso que Schumpeter bien describió como “destrucción creativa”, es el mejor sistema económico de la historia para la creación de prosperidad, el precio que siempre se ha cobrado es el de la alta cultura.

En 1970, en su gran ensayo Las contradicciones culturales del capitalismo, Daniel Bell rechazó la idea de Marx según la cual la cultura es un reflejo de la economía y estaba “indisolublemente aliada a ella a través del proceso de intercambio”, y sostuvo que la cultura había ganado cada vez más autonomía. Sin embargo, la relación que Bell estableció entre el incremento de la renta discrecional, que había “permitido a los individuos elegir muchos artículos diversos para ejemplificar un estilo de consumo diferente” en un ámbito y alcance cada vez más amplio que denominó “comportamiento social discrecional”, y el surgimiento de lo que con razón consideraba un orden cultural proclamado orgullosamente adverso al orden social establecido, en realidad encajan mejor en la postura de Marx que en la de Bell, como demuestra el hecho de que hacia el final de su ensayo Bell reconoce que “la ruptura del tradicional sistema de valores burgués fue, de hecho, causada por el sistema económico burgués; por el libre mercado, para ser precisos”.

A pesar de su excepcional clarividencia, Bell no pareció haber comprendido –y comprendió muchísimas cosas: no solo los conservadores sino también los liberales están empezando asimismo a comprender buena parte ellas actualmente– que si bien es incuestionable que desde mediados del siglo XIX y a pesar de la presencia de algunas voces disidentes como la de Eliot, las artes en Occidente interpretaron que su misión consistía en desintegrar el statu quo social, en retrospectiva queda claro que su función más importante desde una perspectiva histórica mundial fue la de servir como una suerte de inadvertida vanguardia del libre mercado, mediante la sistemática destrucción de una vez por todas de la ética protestante, y de sus compromisos morales y económicos con la recompensa diferida, así como con lo que Bell llamó la “prudencia maltusiana”. El lenguaje de Bell es elegíaco. El capitalismo estadounidense, escribe, “ha perdido su legitimidad, que se basaba en un sistema moral de recompensa y en la santificación protestante del trabajo”. Al escribirlo en 1970 es comprensible que pensara que la sustitución del moralismo protestante por el hedonismo, con lo que llamó el nuevo “sistema sibarítico” de “permisividad social y libertinaje” del capitalismo, resultaría insostenible.

Y si se hubiera detenido ahí, quizá Bell habría tenido razón, pues es indiscutible que todo sistema social precisa de algún tipo de justificación moral, y en 1970 no estaba nada claro cuál sería esa nueva justificación. Si bien al cabo de medio siglo ya sabemos cuál es: lo woke, la teoría crítica de la raza, la interseccionalidad, lo lgtbq+ y todo lo demás. Estas doctrinas han moralizado el sistema sibarítico, disciplinado el libertinaje y politizado la permisividad. En lo tocante a la contradicción cultural sobre la que advertía Bell, también ha quedado resuelta, y al modo cartaginés, por medio del mecanismo de la condena y el repudio del pasado por racista, lo que en términos prácticos supone exigir la supresión de la alta cultura del pasado. No podía ser de otro modo, pues históricamente la alta cultura en todas las sociedades del mundo ha sido siempre producto de los ricos y poderosos, de los reyes e imperios, de los príncipes de la religión o de los plutócratas. Y por ende la alta cultura se convirtió en el único obstáculo frente al libre mercado, y ahora también este la ha despachado. El arte puede coexistir con las baratijas, pero no puede perdurar indefinidamente ante las arremetidas de lo kitsch, el único tipo de cultura que el libre mercado puede realmente tolerar.

Schumpeter más Fanon. Inimaginable. Y sin embargo, una vez imaginado, resulta obvio, tal vez incluso inevitable.

Traducción del inglés de Aurelio Major.

Publicado originalmente en Desire & Fate.

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David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.


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