Llevamos ya una temporada de estupidización global bastante sorprendente, no tanto porque suceda como por el alcance y la entrega entusiasta de quien en principio se esperaría que la parara. Hace unas semanas un artículo bastante bobo en El país celebraba el fin del elitismo en la cultura, celebraba que ser culto, cultureta ponía, ya no sirviera para ligar. El artículo en concreto era bastante empanada, pero, como escribió un amigo, Nunca un tonto inspiró a tantos listos. Respondieron Andreu Jaume, Manuel Arias Maldonado y Ricardo Dudda, entre otros. Jaume es uno de los diques contra la estupidización, por cierto, atado al mástil del barco resiste y advierte. Lo hizo cuando el verano pasado todo el culturtainment mediático se empeñó en convencernos de que un anuncio muy largo de Mattel con un anuncio un poco más corto dentro de una marca de sandalias era una buena película solo porque contenía un mensaje presuntamente bueno. Por cierto, el mensaje que yo vi era que ahora teníamos que comulgar con la rueda de molino de que una muñeca de tetas enormes, cinturilla de avispa, piernas largas y pies siempre listos para calzar tacones era en realidad el símbolo de liberación de la mujer. Coló bastante. La premisa era que si no te gustaba Barbie, dirigida por una mujer, producida por otra mujer, estabas en contra de la igualdad y seguro que tenías algo que perder si se cae el patriarcado. Lo que se intuye que pudo inspirar el artículo es el mismo espíritu que empujaba la mano de los matones del colegio hacia el cogote de los que leían. El conocimiento era una manera de llegar a donde el dinero te ponía de manera instantánea: cierto bienestar. Pero leemos por placer, vemos películas largas y lentas o largas y rápidas, complejas, que nos exigen cierto esfuerzo intelectual porque nos da placer. El desprecio hacia la cultura viniendo por parte del periodismo cultural es muchas veces la línea editorial: recuerdo un programa de radio poco después de la muerte de Godard en el que los colaboradores hacían esfuerzos sobrehumanos para fingir que habían visto alguna película de Godard y hasta les gustaba. Lo que importa no es que te gusten o no, Fernando Trueba detesta a Godard, y lo detesta porque le apasiona el cine; lo que importa es que haya un criterio y cierta sensibilidad.
Este verano el proyecto de intelectualización de la cultura de masas se centró en una cantante estadounidense, Taylor Swift. Todo era ella en todas partes: los dos días seguidos que llenó el Bernabéu –una hazaña que igualó y superó Karol G, que llenó cuatro días– sirvieron para que los suplementos dedicaran reportajes hablando con profesores de universidad porque ¡hay muchas tesis sobre ella! La comparaban con Shakespeare y, además, si Bob Dylan ha ganado el Nobel, Swift puede estar en la lista. Debería estar en la lista. Hace unas semanas, en un tribuna torpona, espero que fruto de alguna insolación, sopor, tal vez aburrimiento o deseo de acercarse a una hija adolescente, Wolfram Eilenbeger –autor de Tiempo de magos y El fuego de la libertad, del que tanto aprendí– decía que Taylor Swift era la gran esperanza no solo demócrata, sino de la democracia. La traducción era bastante mala, por cierto. “Los valores fundamentales que Swift y sus admiradores, conocidos como swifties, defienden no son otros que los de la Declaración de Independencia de Estados Unidos: ‘La vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad’”, escribía. En esos “valores” cabe todo, hasta la prohibición del aborto porque son vacuos. Aquí viene la pirueta final: “En la cima de su fama, podría estar incluso en camino de convertirse en presidenta del país de la libertad. Lo que Ronald Reagan consiguió en su día como estrella de cine crepuscular puede esperarse sin duda de la mayor estrella del pop de nuestros días. Que nadie dude de su ambición, de sus aptitudes, de su capacidad de imponerse, de su versatilidad. […] en el futuro Swift podría elevarse a la categoría de solución política a problemas aparentemente irresolubles. Y, como ‘monstruo de la montaña’, poner la mira en el Capitolio de Washington”. Hasta aquí aún cabía la posiblidad de que el tono irónico se hubiera perdido en la traducción: imaginaba una novela escrita por A.M. Homes en la que una estrella del pop se hace con la presidencia de EEUU. Aquí llega el mazazo: habla en serio cuando dice “Estados Unidos, tierra de los swifties. Un sueño americano que merecería la pena intentar”. De momento, mostró su apoyo a Kamala Harris abrazada a su gato, corramos a celebrar el gesto. Y usted que lo vea.