Los oficios del libro. El desgaste de la industria editorial mexicana

Tres especialistas de la industria reflexionan sobre los cambios ejercidos por la actual administración, así como las políticas culturales que deberán ser tomadas en cuenta en el futuro con el fin de preservar los derechos de los lectores.
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Desde hace tiempo se menciona que el ecosistema editorial de México se encuentra casi al punto del colapso. La falta de apoyos y regulaciones gubernamentales ha propiciado que los diversos trabajadores del libro –editores, libreros, promotores de lectura, entre otros– ejerzan sus oficios en un estado de precarización. Por ello, tres especialistas de la industria reflexionan sobre los cambios ejercidos por la actual administración, así como las políticas culturales que deberán ser tomadas en cuenta en el futuro con el fin de preservar los derechos de los lectores.


Menos centralización, más diversidad

Por Tomás Granados Salinas

El Fondo de Cultura Económica aspiró en este sexenio a ejercer algunas funciones relacionadas con la actividad editorial que durante mucho tiempo estuvieron repartidas en otros organismos públicos, principalmente la comercialización (Educal) y el fomento del libro (Dirección General de Publicaciones); muchas otras, sobre todo las que están relacionadas con la educación, quedaron en manos de otras instituciones (Conaliteg, Indautor, Dirección General del Bibliotecas) o se diluyeron de manera silenciosa. Fue una centralización de objetivos muy acotados que en los hechos sirvió para desentenderse de algunas actividades, como el registro del precio único –elemento clave en la aplicación de la ley del libro–, el fomento a la traducción –a y del español–, la presencia internacional del libro mexicano, la organización de ferias –con su efecto benéfico en lectores y editores–, la coedición como palanca para ampliar el alcance de algunas obras, la capacitación profesional, el levantamiento de encuestas de lectura. Quizá más grave fue que anuló los espacios de interlocución, formales o informales, desde los que podrían haberse enfrentado las muchas facetas de la actividad libresca; por ejemplo, no hubo en el sexenio una sola reunión del Consejo Nacional de Fomento para el Libro y la Lectura –espacio que, en el papel, ayudaría a mejorar el ámbito del libro en su conjunto, pues ahí confluyen, aparte de un sinfín de funcionarios gubernamentales, representantes de escritores, editores, libreros y bibliotecarios–, al tiempo que las acciones legislativas sobre el sector fueron aisladas e inconexas –piénsese en la reforma a la ley de bibliotecas, con su pavoroso ánimo punitivo, o en la iniciativa para aplicar la tasa cero de IVA a la venta de ejemplares en las librerías–. En síntesis, fue una centralización tímida, poco generosa, resentida. El Fondo puede ser el gran dinamizador de la industria editorial mexicana, no solo por su historia y su fabuloso catálogo, sino por su infraestructura –las librerías en todo el país y en el exterior–, sus recursos técnicos, sus nexos con otras áreas del gobierno, pero cierta estrechez de miras hizo que en estos años renunciara a actuar como el poderoso organismo público de alcance iberoamericano que es y prefiriera comportarse como una atribulada pyme mexicana que encuentra en la lógica del comercio informal el modelo a seguir o como un ente asistencial que cosecha sonrisas con los regalos que reparte.

Tanto al Fondo como a la SEP parece desagradarles la bibliodiversidad. Los principales programas de uno y otra –Vientos del Pueblo y la nueva camada de libros de texto– son señales claras de que el gobierno prefiere muchos ejemplares de pocos títulos, con una visión deliberada y orgullosamente restringida, que la variedad de puntos de vista, en forma y fondo, que es propia de una industria del libro sana. No creo que existan los riesgos ideológicos que algunos críticos alarmistas han señalado –¿alguien de verdad se creyó lo del “virus del comunismo”?–, pero sí que esas iniciativas revelan una preferencia por el control de lo que pueda llegar al público lector, amén del franco desdén profesional que, al menos en los libros de enseñanza básica, se percibe en la pobreza de diseño, tanto gráfico como pedagógico, o en el deficiente cuidado de los textos. Aun con las limitaciones presupuestales que tuvieron, los programas de Bibliotecas de Aula y Escolares o el de coediciones de la Secretaría de Cultura reconocían como un fin deseable la riqueza de opciones de lectura, sin duda bajo el entendido de que los lectores, en formación o ya en pleno ejercicio, aprecian la variedad.

En un país tan extenso, con graves carencias económicas y educativas, las acciones gubernamentales nunca serán suficientes para acercar los libros a los posibles lectores y a la vez para estimular la bibliodiversidad. Hubo al comienzo del sexenio barruntos de una estrategia para fortalecer las bibliotecas públicas, gracias a un audaz sistema que permitía localizar los ejemplares disponibles en cada uno de sus siete mil y pico acervos, pero pronto la realidad desinfló ese globo de buenas intenciones; más tarde se sugirió que otro tipo de bibliotecas –universitarias, incluso privadas– podrían participar en un “sistema” que facilitara el acceso de la población a obras de su interés, pero también quedó en agua de borrajas. La ansiada República de Lectores debería ser tan heterogénea como la república a secas, en la que hay gustos, necesidades y manías de todas las formas. Más que una libreriotota –esperemos que al presidente López Obrador no se le ocurra– con el catálogo reciente del Fondo, lo que el país necesita es más librerías de proximidad, más editoriales que apuesten imaginación y capital para ofrecer obras para tal o cual perfil de lectores, sistemas de información –precio único, metadatos– que lubriquen las transacciones comerciales entre particulares, una política fiscal congruente y de fácil aplicación, entre muchos otros ingredientes. La irritante aversión a sumar fuerzas con actores privados, de quienes se sospecha en todo momento, no impidió, sin embargo, que se promoviera un premio literario de la mano de la empresa de comercio electrónico que más daño ha causado en el mundo al tejido librero.

Que la primera reunión de consulta del equipo de la candidata puntera haya sido con los gremios del libro enciende una lucecita de esperanza. No obstante, la repugnancia a la autocrítica en el actual régimen proyecta una densa oscuridad a su alrededor. ~


La mediación lectora también es un trabajo

Por Abril G. Karera

Las ediciones de la FILIJ que ha habido después de la pandemia distan mucho de lo que fueron sus antecesoras. Para muchos de quienes nos dedicamos al mundo de la mediación lectora con públicos infantiles y jóvenes, ha significado un retroceso en el fomento a la lectura y la divulgación de la literatura infantil y juvenil. Parece ser que volvimos al principio, cuando había que convencer a las personas de que la literatura infantil y la literatura juvenil son tan importantes como cualquier otra y que sus lectores merecen también una celebración enorme.

De una feria que convocaba a cientos de miles de lectores, que tenía una infraestructura establecida en relación con los actores participantes, y que se esforzaba en generar un programa único con actividades y presentaciones que la convirtieron en la feria más importante del rubro en América Latina, las últimas ediciones han brillado por su desorganización y falta de participación editorial. Entiendo que muchos de los cambios aplicados surgen de la política de austeridad y que el dinero invertido en estas ediciones es mucho menor que el destinado por las anteriores administraciones. Sin embargo, eso no justifica el desinterés que se palpa al visitar la feria que ha ocurrido dos veces en el Bosque de Chapultepec: falta de señalizaciones, participación de espacios como procuradurías o financieras que no tienen material destinado a públicos infantiles o jóvenes; o eventos que carecen de profesionalismo (por ejemplo, lecturas en voz alta realizadas por personas que no saben leer en voz alta). Sin mencionar los múltiples stands destinados al Fondo de Cultura Económica, como para cubrir la falta de participación de otros proyectos editoriales. Las últimas ediciones de la FILIJ no han sido capaces de representar la diversidad del trabajo editorial, literario y profesional que se realiza con niños y jóvenes en México.

Destaca, sin embargo, el esfuerzo por involucrar a la población en general en la organización de la feria, convirtiéndose literalmente en un evento donde se toma en cuenta la participación de personas que antes no hubieran figurado. En la pasada edición de la FILIJ se lanzó una convocatoria para todos aquellos que quisieran organizar actividades de celebración a la lectura en los lugares donde se encontraban, fue así como se unieron por primera vez personas de todos los estados. La consigna era “hagamos que la FILIJ suceda en nuestra casa, nuestra escuela, nuestro club de lectura, etc.”. La visión de una feria simultánea ocurriendo en distintos lugares del país es una idea que responde a la demanda de descentralizar un evento tan importante como este. En teoría, suena excelente la posibilidad de tener eventos en municipios y lugares donde no suele haber oferta cultural. Por desgracia, el esfuerzo no resulta suficiente, pues perpetúa la idea de que nadie va a compartir la cultura si no lo hace la misma población. Es decir, la responsabilidad del Estado de proveer eventos culturales se traslada a la ciudadanía y la hace responsable de la existencia, calidad y frecuencia de estos. Además, sin presupuesto de por medio, apelando a la buena voluntad de las personas para gestionar actividades sin pago alguno. Esta práctica no hace más que fortalecer la creencia de que todo lo relacionado con la cultura ha de ser gratuito y que quienes se dedican a ella de forma profesional deberán tener cuidado de cobrar por sus servicios, pues ante todo el ejercicio de compartir la cultura y gestionar este tipo de eventos se hace por amor al arte.

Entre la disminución del presupuesto y la descoordinación entre los distintos poderes del Estado, las políticas culturales destinadas a la niñez parecen avanzar a marcha forzada, apelando más que nunca a la participación de la población en aspectos de organización y difusión de distintos eventos. En ejemplos más puntuales, observo el fortalecimiento de programas como el Nacional de Salas de Lectura, donde ha habido un esfuerzo por brindar capacitaciones que profesionalicen la labor de mediación lectora. Sin embargo, el carácter de gratuidad del programa ocasiona que el trabajo que realizan los mediadores quede en aras de la voluntad y el tiempo disponible. Así ha funcionado durante años, lo que ocasiona que no haya un seguimiento en la incidencia que estos espacios pueden ofrecer dentro de sus comunidades y nos haga preguntarnos si existirá una época donde la profesionalización en esta área sea reconocida monetariamente.

Es evidente la urgencia de ofrecer prestaciones laborales a quienes realizan trabajos en favor de los niños y jóvenes en el área cultural. No podemos seguir pensando que todo se hace por amor al arte, la profesionalización en estos espacios también cuesta tiempo y dinero, merece ser una forma digna de vivir y subsistir en este país. Por otro lado, la siguiente administración debe garantizar que los puestos de poder que estén a cargo de poner en marcha las políticas culturales sean ocupados por personas que conozcan del tema, que estén familiarizadas con las problemáticas, necesidades y posibles soluciones, para que su gestión sea provechosa. Ambos son asuntos que ya ha expuesto la comunidad del área cultural en diversas ocasiones durante este sexenio y son aspectos en los que se seguirá insistiendo. ~


Cuidar las librerías para cuidar a los lectores

Por Carlos Armenta

Hace tiempo que varios editores y libreros hemos comenzado a hablar del colapso de la industria editorial en México. Tenemos muy pocos datos, pero pueden ser muy contundentes: al consultar el Directorio Estadístico Nacional de Unidades Económicas del Inegi sabemos que solamente el 0.6% de los municipios en nuestro país cuentan con una librería. Un tercio de estas librerías está concentrado en la Ciudad de México. La producción del libro está acaparada por las transnacionales. Para 2022, el 80% de los libros en Estados Unidos fue hecho por los Big five. En México, según Luis Mariano Herrera Zamorano en abril de 2020, el 85% de la literatura la produce una sola transnacional. Las bibliotecas públicas, que son la infraestructura cultural más grande que tenemos, se encuentran precarizadas y con poco presupuesto.

Es urgente trabajar en un paquete de políticas públicas integral: ley del precio único que sea verdaderamente respetada, tasa cero para librerías, ayudas financieras y estímulos focalizados a la apertura de librerías y a la formación de sus trabajadores, obligatoriedad de que las compras de libros que hace el Estado pasen por las librerías, fomento de licitaciones transparentes en la contratación de servicios editoriales y en las compras de libros que permita la igualdad de condiciones. Regulación de descuentos y tratos comerciales entre libreros y editores. Es complicado porque esto se contrapone a la idea de libre mercado y los modelos neoliberales de edición que muchos compañeros editores defienden.

También existen varias propuestas para buscar el equilibrio entre propiedad autoral y derechos culturales (el libro Propiedad intelectual y derechos humanos de Beatriz Busaniche, publicado en 2016, hace un repaso importante al respecto). Resulta necesario fortalecer el apartado de “límites y excepciones” que tiene nuestra ley y que evita el atropello de derechos educativos y culturales. Nuestra legislación debe estar hecha de acuerdo con nuestro contexto. México, como otros países en desarrollo, necesita flexibilidades claras para problemáticas específicas. El acceso cultural y educativo que vivimos es muy limitado. Hay que comenzar una discusión donde la pregunta central sea quiénes se ven beneficiados por el incesante modelo de privatización de la cultura. ¿Son realmente los autores quienes reciben el beneficio de este modelo? ¿Con los acuerdos actuales de regalías pueden los autores tener un trabajo digno y tener acceso a derechos laborales? ~

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es promotora de lectura. Forma parte del Comité Lector de IBBY México y es directora general de la asociación civil de lectoras Librosb4Tipos que difunde la obra escrita de diferentes autoras.

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es editor y librero en Impronta Casa Editora, donde se dedica al rescate y divulgación de los procesos de impresión tradicionales con tipos móviles y linotipia. Es presidente del Comité de Editoriales Independientes de la Caniem.


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