En el ambiente del teatro noh se popularizó una frase de Zeami Motokiyo: no se debe olvidar el espíritu del principiante. Esta es la historia de una inquietud constante.
Cuando Mikio Oda nació, Japón ganaba ya la guerra contra Rusia en los mares de Corea. Aquella victoria, firmada en septiembre de 1905, consolidó la supremacía del imperio japonés en el lejano oriente. Desde la segunda mitad del siglo XIX, el país había sufrido una profunda transformación cultural. La rápida industrialización del Japón incluyó una acelerada “occidentalización” de su sistema educativo. Después del triunfo contra la Rusia zarista, la nación asimiló con prontitud la práctica de los deportes que ya eran tradición en Inglaterra, Francia, Alemania y Estados Unidos. Oda nació en marzo de ese año en Kaita, Hiroshima, lugar que tendría un heterogéneo significado en el futuro anfitrión olímpico.
Ninguna de las astas en las que se ha izado la bandera olímpica ha simbolizado tanto para un pueblo como aquella de 1964.
Ninguna ha sido tan métrica y tan memorable.
Oda se inició en el atletismo en tres disciplinas histriónicas (en tanto que en el campo actúan, hay drama y representación): los saltos; el largo, el de altura y el triple. No hay manera de confirmar si la leyenda de James Connolly influyó en su juvenil decisión, pero la sospecha de que así haya sido no es un disparate. Después de todo, Connolly, un bostoniano de ascendencia irlandesa y estudiante de la Universidad de Harvard, había ganado fama internacional al convertirse en el primer campeón olímpico de la era moderna al vencer en el triple salto el 6 de abril de 1896. (El príncipe armenio Varasdates fue el último portador del olivo en los juegos antiguos, en el boxeo de 369.) Por si fuera poco, después de obtener el oro dedicó su vida a escribir novelas sobre leyendas marinas. Antes de morir, en 1957, publicó 25 libros y más de 200 relatos cortos.
En 1923, Oda implantó un nuevo récord japonés para el triple salto durante los campeonatos del Este, en Osaka. Además, ganó los oros en el largo y en el de altura. Desde luego, se convirtió en la gran apuesta del atletismo para los Juegos Olímpicos de París 24. El país del sol que nace había ganado sus primeras dos preseas de plata en Amberes 20, en un deporte estrictamente británico: el tenis, con Ichiya Kumagai en el singles, y como pareja de Seiichiro Kashio en el dobles varonil.
Oda estaba destinado a ser parte de la historia íntima del olimpismo. Pero no lo fue en el Estadio de Colombes.
En la capital francesa, Oda solo pudo presumir un sexto lugar en el triple salto. Quedó en las semifinales en los otros brincos. Lejos de la rendición, el atleta encontró fuerzas en la peculiar resistencia japonesa. Se inscribió en la universidad de Waseda y perfeccionó sus arranques de salida y su manera de mover los pies mientras volaba sobre la arena.
Recordó el espíritu del principiante.
Otro nombre célebre de la historia del Japón en siglo XX se atraviesa en el camino. No es especialmente amigable. Douglas MacArthur –el futuro jefe de la ocupación japonesa después de la Segunda Guerra Mundial– fue el jefe de misión del equipo estadunidense que compitió en los Juegos de Ámsterdam en 1928. El entonces general brigadier rindió un informe al Comité Olímpico Estadunidense sobre el papel que desempeñó su equipo en la capital holandesa. Evocó, a su estilo, a Plutarco y exaltó el valor del mundo griego y del romano. Citó un pasaje de Emerson. “Nada hay más característico del pueblo estadunidense que su genio para el deporte”, exclamó, ufano. Lo cierto fue que Estados Unidos perdió medallas en el atletismo en disciplinas en las que era favorito. Una de ellas, el triple salto.
Mikio Oda tenía 23 años y había logrado domesticar su impulsivo carácter. El 2 de agosto se llevó a cabo la final del triple salto en el estadio olímpico de Ámsterdam. Tres días antes había obtenido un mediocre séptimo lugar en el de altura. Y no había logrado estar entre los primeros ocho en el de longitud. Era, pues, su última oportunidad de subirse al podio de los olivos. En China existe la costumbre de abrir la puerta, en días cruciales, con la palabra fortuna como deseo de buena suerte. Ese fue el día de la Fortuna para Mikio Oda. Con un salto de 15.21 metros –la distancia no es baladí– el nativo de Hiroshima ganó la primera medalla de oro para Japón y, además, se convirtió en el primer campeón individual de todo el continente asiático.
Japón se sumó a las fuerzas del Eje, Italia y Alemania, años más tarde, durante la Segunda Guerra Mundial. Perdió la partida como las otras dos beligerancias. En el amanecer del 6 de agosto de 1945, estalló la primera bomba atómica en Hiroshima. Oda tenía 40 años y ya era miembro del equipo de preparación del atletismo de élite japonés. En esa mañana nació Yoshinori Sakai, uno de los tantos niños que vieron la primera luz entre las tinieblas atómicas. MacArthur ocupó el país entre 1945 y 1951. Y la Guerra Fría se convirtió en una narrativa de espías.
El mundo escapaba por pies de la morgue.
En 1959, Mikio Oda formó parte de la delegación japonesa que viajó a Múnich para asistir a la 55 sesión del Comité Olímpico Internacional en la que se elegiría la sede de los juegos de 1964. Tokio competía contra Viena, Detroit y Bruselas; ninguna de las cuatro había albergado a las Magnas Justas. La capital del Este ganó las preferencias con 34 votos. Así, por primera vez la antorcha olímpica viajaría desde Olimpia hasta un país del oriente lejano. No hacía mucho que los organizadores de los juegos habían incluido el recorrido del fuego sagrado desde el monte Cronos hasta la sede olímpica. La idea fue llevada a cabo por el alemán Carl Diem para la cita de 1936, en Berlín. Y fue telón de fondo para el famoso documental de Leni Reifenstahl, Olympia.
Cuando se diseñó el asta en la que ondearía la bandera de los aros olímpicos, el comité organizador pensó que debía contener un simbolismo único: un sutil detalle que unificara los corazones de todos los japoneses. Planearon que la puesta en libertad de ocho mil palomas dejaría clara su esperanza de paz con el mundo ya enfrascado en la era espacial. Entonces, evocaron a los juegos de Ámsterdam en los que Japón logró su primera medalla de oro. La altura del asta se fijó en 15 metros con 21 centímetros, la distancia con la que Mikio Oda ganó aquella prueba del salto triple. En 1931 Oda llegó a establecer el récord mundial en 15.58, pero ese es un pequeño acierto sin importancia.
La crónica siguiente corresponde a la memoria del Comité Olímpico Japonés:
“La llama olímpica llega al estadio, al entrar al óvalo el estudiante Yoshinori Sakai utiliza sus piernas de tal forma que tiene un estilo armónico de correr, lleva la llama olímpica de forma en que todos pueden verla. Efectivamente la llama humea en el trayecto. El corredor nipón se detiene ante el gigantesco pilón. Sube los escalones, al parecer sin reducir el ritmo; sus pulmones deben ser extraordinarios y entonces se detiene de modo casi estatutario para tender el brazo en el sitio indicado y encender la flama en el centro de la urna”.
Los 72 mil espectadores que asistieron al estadio vieron desfilar a cinco mil atletas de 94 contingentes nacionales. El sábado 24 de octubre de 1964 la bandera olímpica fue arriada por cadetes de la marina y en el tablero electrónico apareció tres veces la palabra Sayonara.
El general MacArthur había muerto por insuficiencia renal el 5 de abril de ese año, en Washington, a los 84 años. Mikio Oda recibió la Orden Olímpica en 1976 y recibió el Premio al Mérito del gobierno japonés en 1989; murió el 2 de diciembre de 1988, en Fujisawa, frente a la bahía de Sagami, en el Pacífico japonés. Yoshinori Sakai, a pesar de que fue atleta de élite, nunca compitió en los Juegos Olímpicos; después de su retiro trabajó para la televisión como periodista deportivo; murió de un derrame cerebral en septiembre de 2014 en un hospital de Tokio.
Una frase de Homero bien puede añadirse al teatro noh: ser siempre el mismo y sobresalir de los demás.
es reportero y editor. En 2020, Proceso editó su libro Golpe a golpe. Historias del boxeo en México.