Foto: Brian Lawless/PA Wire via ZUMA Press

Visiones desde la cuarentena: Dublín (segunda entrega)

Un día alguien encontrará el tapabocas en un cajón y, al sostener la prenda entre los dedos, las compuertas del recuerdo se abrirán para recuperar este tiempo perdido. Una serie sobre la experiencia de vivir en cuarentena.
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En París y Madrid hay quienes rentan perros para salir a la calle. Al principio las mascotas estaban siempre dispuestas, pero ya hay alguno que tira de un perro exhausto que arrastra la lengua entre el polvo. En Londres aplauden a los trabajadores de la salud y en Roma cantan. En Dublín, al norte del río Liffey que lo atraviesa, los vecinos bailan disco en la calle convertida en gimnasio. Es el área en la que transcurre gran parte del día en que Stephen Dedalus deja la torre detrás y desciende a la ciudad. En la topografía de Ulises soy vecino de los Bloom, no lejos de donde pasa el cortejo de Paddy Dignam rumbo al cementerio de Glasnevin. Los árboles al otro lado del paseo son altos como edificios y entre el follaje de la primavera se vislumbran los centelleos del estanque.

 

Desde Royal Canal Bank a Trinity College se hacen veinte minutos a pie y aunque Dublín ha crecido y se ha vuelto más diversa, es una capital pequeña que no ha cambiado tanto como para no reconocer la ciudad que viviera Joyce. La columna de Nelson que adornara la avenida O’Connell frente al edificio de correos fue dinamitada por el Ejército Republicano Irlandés, y en su lugar se alza la columna que señala el nuevo milenio, pero fuera de esa referencia cívica el boulevard permanece intacto, incluido el Hotel Gresham donde sucede parte de “Los muertos”, un relato de Dublineses llevado al cine por John Huston. El centro de Dublín está vacío, un lugar reconocible pero ajeno. 

Los dos meses de encierro han supuesto etapas. A la sorpresa siguió la sensación de irrealidad. Después de unos días de reposo se entretiene la ilusión de que el encierro puede transformarnos para bien, y a la semana proliferan quienes se proponen reparar algo o pintarlo, podar la enredadera que estrangula el pasillo de entrada, pero que adosada al muro crece hasta alcanzar la ventana de la habitación. En mayo florece, pero a las siete de la tarde hay tal calma que no se mueve una hoja, como si algo terrible estuviera por ocurrir. Las calles desiertas recuerdan las plazas de Giorgio de Chirico, una pesadilla de la que no es posible despertar.

Conforme transcurren los días, el confinamiento da la sensación de vivir una historia de ciencia ficción, como si súbitamente hubiéramos sido trasladados a un capítulo de Black Mirror en el que la libertad hubiera sido cancelada por una inteligencia superior y opresiva. A principios de marzo, quienes creen fanáticamente en las conspiraciones explicaban el covid-19 como un desastre creado en un laboratorio para usarse en una guerra viral. Sabemos tan poco del virus que la verosimilitud ha anulado a la verdad. Ningún país estaba capacitado para enfrentar un virus mutante y la emergencia hace que las debilidades sean rápidamente evidentes: después de la década de austeridad que siguió al desastre financiero de 2008, los esfuerzos para enfrentar la crisis son considerables, ejemplares incluso, pero requieren ser mayores. Los héroes del momento son los trabajadores de la salud, que laboran en condiciones heroicas, a riesgo de contagiarse debido a la falta de equipo de protección personal adecuado, un trabajo arduo y pobremente remunerado.

Hay personas que pueden trabajar desde su casa y esto, se ha dicho, modificará el espacio urbano. Al cerrar las oficinas porque ya no son necesarias se abre la compuerta para poblar los centros urbanos. La profunda transformación que implica trabajar a distancia puede tener repercusiones positivas en la calidad de vida de quienes ahora emplean gran parte de su tiempo y de su presupuesto en transporte. Desde la perspectiva “verde”, el confinamiento ha logrado lo que muchos gobiernos fueron incapaces de solucionar. El problema, sin embargo, es que, pese a las promesas de gobiernos sucesivos, la infraestructura de internet no cubre igual ni eficazmente la isla.

En un país en el que llueve un día y el otro también, llama la atención que aparte del Brexit, un tema al que todo mundo está atento es la escasez de agua, cuyo consumo ha aumentado 20 por ciento desde que los ciudadanos se lavan las manos constantemente. La higiene ha adquirido la importancia que debió tener siempre. Los sitios públicos exigen que antes de entrar los consumidores se desinfecten las manos y usen guantes de plástico.

Para controlar el virus se prueba una aplicación que detecta al portador y alerta a sus contactos. Si para algunos esto ofrece esperanza, para otros tal nivel de inteligencia perturba, porque la encuentran invasiva. En un conocido artículo publicado en el Financial Times el 21 de marzo, Yuval Noah Harari alertaba acerca del peligro de la vigilancia y el aislamiento, así que es lógico preguntarse si esas transformaciones definirán la era post covid-19 o si son medidas temporales, como las disposiciones financieras destinadas a conservar empleos o proporcionar ayuda a quienes dos meses atrás los tenían.

La incertidumbre es la única respuesta. Ante la invasión del espacio personal, que parece ser otra cosa del pasado, la ciudadanía occidental renunció a la privacidad a cambio de la anulación del dinero y de los llamados “medios sociales”. Una red extensa está detrás de cada individuo, con frecuencia prediciendo sus necesidades basadas en algoritmos. Y es tarde para arrepentirse de la marcha de la industria de la información porque lo cierto es que no hay privacidad que defender.

Durante el confinamiento han sucedido eventos extraordinarios, inconcebibles hasta hace muy poco. Varios hoteles fueron habilitados para recibir gente sin hogar en el intento de controlar el avance de una infección cuya marea se anticipa fuerte y ya se reconoce como la peor recesión de que se tenga memoria. Si es cierto que, como se teme, es posible una segunda oleada en otoño, ojalá el cuidado y mejoramiento de los servicios públicos se mantenga en estado de alerta permanente como parte de la “nueva normalidad”.

En Europa se mira al vecino para ver cómo es afectado sin que haya posibilidad de una reacción colegial, como cabría esperar de la Unión Europea (UE). En cambio, cada país hace lo que puede cuando puede. El centralismo de Bruselas desaparece ante los gobiernos nacionales con la vista clavada en el electorado. El virus cierra las fronteras, invalidando un principio esencial de la UE como es el libre tránsito entre países miembros. Conforme entra la primavera, la Unión parece un armatoste frágil, amenazado exteriormente por la geopolítica, que parece regresar a los tiempos de la guerra fría, e interiormente carcomido por el disenso y la asimetría política, cultural y económica. El caso de Hungría, que vive actualmente en condiciones dictatoriales, significa que las exigencias democráticas de la Unión son en el mejor de los casos, un anhelo.

Desde la cama sigo la luz dorada, fría y gris por la tarde. Por la noche he descansado tanto que estoy exhausto. El tiempo se dilata mientras el espacio se reduce. La habitación es más pequeña, como si en estos días se hubiera encogido. Con tal que no sea domingo, el tiempo ha descartado sus nombres. Un mes después, el encierro cobra otra dimensión que expone lo que la actividad cotidiana disimulaba, la árida reflexión sobre lo que queremos o creemos querer, la conciencia de la futilidad de los esfuerzos, la vergüenza que mantiene fresca la herida. Estoy tirado porque es lo mejor. No es esta disposición la pasividad de quien se resigna a su cárcel sino el resultado de una elección, porque la era de la “nueva normalidad” exige escoger.

Nunca hemos sido más libres. Ir a la tienda, visitar a un amigo, subirse a un autobús, viajar: en adelante, todo entrañará riesgo. Cada acto será el resultado de una decisión que ha sido ponderada, porque en adelante el peligro no solo es exterior sino interior, un peligro invisible que acecha desde el hospital hasta la cocina. Nada me impide incorporarme salvo hacerlo. Estoy decidido a hacerlo. El hastío que es pavorreal que se aburre de la luz en el atardecer me visita: lo que se dice una hueva tumbadora antiguamente llamada acedia. Algo muy grave, como quien busca y no encuentra, difícil de soportar. Es un no saber qué hacer consigo mismo, una peste del alma. Es empeñarse en permanecer en el umbral. Veo los estanques de sombra que crecen en los rincones y luego sumergen la habitación. La necesidad existe, pero no la manera de resolverla.

Al día siguiente, por primera vez aparte de facturas el correo me trae un regalo: una mascarilla de lino de Moygashel, en el Condado de Tyrone. La fábrica fue fundada en el seiscientos y desde entonces produce una tela fina y resistente, material apropiado para hacer tapabocas que cuando salgamos serán indispensables para no ser percibidos como amenaza a la salud. Como otros diseñadores de ropa, Mairead Whisker dedica sus esfuerzos a producir esa pieza clave del guardarropa.

Vivimos un tiempo excepcional, el preámbulo para definir las medidas que controlarán la transición. Cuando se relajen las órdenes de permanecer en casa y nos pongamos la mascarilla nos aventuraremos en un mundo distinto. Pasado el “Virus chino” (como lo llama el xenófobo Trump), esta época será un evento histórico como la “Gripe Española” de 1918. Un día alguien encontrará el tapabocas al azar en un cajón y, al sostener la prenda entre los dedos, las compuertas del recuerdo se abrirán para recuperar este tiempo perdido.  

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