Antes de que llegue la policía: librerías los sábados

De joven, en su Yugoslavia natal, Branko Milanovic era el responsable de comprar los libros para su familia.
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Siempre me han gustado los sábados. Cuando era estudiante universitario, de forma bastante inverosímil, mis padres decidieron que yo sería el “ejecutor técnico” del presupuesto mensual de nuestra familia. Mi familia formaba parte de la burguesía roja y teníamos lo suficiente, y probablemente más que suficiente, para una vida cómoda, la vida que las clases medias de hoy podrían encontrar constreñida y limitada en ingresos pero atractiva por su seguridad. Esa vida significaba un apartamento de 67 metros cuadrados, dos dormitorios, dinero suficiente para unas modestas vacaciones una vez al año, muy poco dinero para viajar al extranjero (porque los precios en Europa occidental multiplicaban los de Yugoslavia, y una noche de hotel costaba la mitad del sueldo), y lo suficiente para ir a un restaurante una vez cada quince días.

Pero lo suficiente –y esto es clave para la historia– para destinar cada mes una pequeña cantidad a la compra de libros. Defendí la idea y gané fácilmente porque a mi padre le encantaba leer. Y el dinero le era totalmente indiferente, es decir, que sería igual de feliz si tuviéramos la mitad de lo que teníamos, con tal de que hubiera suficiente para comer, beber y leer. La cantidad mensual dedicada a libros la guardaba cuidadosamente en un sobre, con una nota en la parte superior que decía “Knjige” (“Libros”) y yo “ejecutaba” la compra. Podía comprar lo que quisiera.

Al tener una cantidad fija asignada, quería obtener el máximo placer de ella. Eso significaba que, si tenía dinero para comprar dos o tres libros cada mes, salía todos los sábados con la intención expresa de comprar un solo libro. Nunca dos. Porque si compraba dos libros un sábado, no habría dinero para comprar un libro el sábado siguiente. (Recuerdo que muchos años después, en una librería de Georgetown, en Washington, vi por primera vez a una persona que compraba libros amontonándolos como se compran patatas o plátanos en un supermercado. Me pareció una falta total de respeto hacia los escritores. No me gustaría que compraran mis libros de esa manera).

Tuve suerte de ser joven (asumiendo que siempre crecería en los Balcanes) en aquella época, porque esa parte de la Europa periférica vivía entonces la época intelectualmente más interesante de su historia. Gracias al marxismo tenía conexión directa con el pensamiento intelectual occidental moderno; además, ese mismo marxismo se aplicaba técnicamente en el país, lo que hacía que los escritores de ese país fueran interesantes a los ojos del Occidente intelectual (Occidente siempre fue el parangón) y también del resto del mundo. Y Yugoslavia, a través de su escuela Praxis, produjo una serie de excelentes filósofos políticos y eruditos marxistas. La libertad frente a las restricciones estalinistas, o incluso el estímulo oficial para publicar tanta literatura antiestalinista, pero marxista y leninista, incrementaba esa cualidad excitante. Se podía leer de todo sobre las “deformaciones” en la Unión Soviética, excepto sobre Trotski. Siguió siendo inaceptable, aunque no se dijera oficialmente. Se publicaba a otros trotskistas (Antonov-Ovseyenko, Victor Serge), pero no al Maestro, ni siquiera sus escritos puramente literarios o periodísticos.

Y lo que no es menos importante, eran los años setenta, cuando Yugoslavia recibía grandes préstamos de Occidente, las divisas eran abundantes y eso hacía que las importaciones de libros impresos en inglés estuvieran al alcance de cualquiera que estuviera interesado en temas intelectuales o políticos y leyera inglés. Cuando hace poco releí mis viejos libros mientras escribía Miradas sobre la desigualdad, no me sorprendió que muchos de ellos se hubieran comprado en Belgrado a mediados de los setenta, como atestiguan las minúsculas notas escritas a lápiz, con el precio en dinares, en la portadilla (“15,70 dinares”), en una caligrafía fuerte y curva que, apostaría, era letra de mujer.

Así, los sábados, armado también por las reseñas de libros que habría leído la semana o el mes anterior, iba de una librería a otra mirando cuál podía ser el mejor libro para comprar. Sopesaba las ventajas y desventajas de tal o cual escritor, la probabilidad de que prefiriera leer ficción a no ficción, pero nunca incluía en ese esquema de ponderación mis intereses universitarios. Estudiar para sacar una nota siempre fue un asunto completamente distinto, que no entraba lo más mínimo en mis decisiones sobre qué leer. Sigo creyendo que ese enfoque es bueno.

Leí bastante sobre el periodo estalinista. En el instituto, en Bélgica, descubrí a Roy y Zhores Medvedev. Todavía me encantan sus libros. En muchos sentidos, creo que son los testigos y estudiosos más imparciales del estalinismo. Mi profesor de francés en Bélgica me habló de William Shirer. Después de leerle, me interesé por el resto de la literatura sobre el nazismo y la Europa de los años treinta.

Solzhenitsyn fue ampliamente publicado en Yugoslavia (aunque creo que su Archipiélago Gulag no se publicó inmediatamente debido a sus ataques a Lenin, ni tampoco su Lenin en Zurich).El resto sin embargo sí. Un comunista yugoslavo que estuvo encarcelado durante veinte años en el Gulag también publicó sus memorias por la misma época: Karlo Stajner: 7.000 dana u Sibiru (“7.000 días en Siberia”). Aún conservo su libro. Asistí a su charla una fría noche de invierno en Belgrado.

La publicación de Principales corrientes del marxismo, de Leszek Kolakowski, provocó, según supe por el semanario literario y por un amigo, bastante revuelo. Al final, se publicó con un largo prefacio de uno de los ideólogos del Partido que establecía una distinción entre Lenin y Stalin y criticaba a Kolakowski por no haberlo hecho suficientemente.

Los libros que no se podían comprar eran de Djilas. Los primeros libros de Djilas que leí estaban en inglés, y hasta hoy nunca lo he leído en el original. Solo se publicó en serbio cuando llegó al poder el gobierno “populista-nacionalista” de Slobodan Milosevic. Pero para entonces a nadie le importaba Djilas. La nueva clase había desaparecido.

Me era totalmente indiferente la literatura nacionalista que empezó a florecer en el ambiente permisivo, y relativamente rico, de finales de los setenta. Puede que fuera una decisión equivocada, porque esa literatura (la mayor parte de ella, pensaba entonces y ahora, compuesta de ideas elementales y contraverdades) se hizo mucho más influyente en los Balcanes y en toda Europa del Este. Probablemente lo siga siendo hoy, reavivada por la guerra entre Ucrania y Rusia. Vi ejemplares de esa literatura disparatada en todos los países de Europa del Este a los que viajé después de que “accedieran” a la democracia.

En mis viajes a Inglaterra, me encantaba ir a las maravillosas librerías londinenses. Había –cosa extraordinaria– varias plantas de libros. En 1973, vi en la librería Foyles, expuesta por todas partes y muy destacada en los escaparates, la primera traducción inglesa de los Grundrisse (realizada maravillosamente por Martin Nicolaus). Yo no sabía ni que eixsitía ese libro. Me impactó ver la obra de Marx expuesta abiertamente en el corazón del mundo capitalista. Ya le había leído, y pensaba que quien hubiera leído sus libros debía abandonar de inmediato cualquier lealtad hacia el capitalismo. Por eso esperaba a medias que la policía se presentara en Foyles y que, si no confiscara todos los libros, al menos los devolviera a las estanterías. Pero no fue así. De hecho, compré tranquilamente mi ejemplar de Grundrisse, y casi medio siglo después, al escribir Miradas sobre la desigualdad, repasé mis notas, las páginas amarillentas despegadas y caídas, y recordé la urgencia con la que entonces cogí el libro… antes de que llegara la policía.

Traducción del inglés de Daniel Gascón.

Publicado originalmente en el Substack del autor.

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Branko Milanovic es economista. Su libro más reciente en español es "Miradas sobre la desigualdad. De la Revolución francesa al final de la guerra fría" (Taurus, 2024).


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