30 de marzo
Tercera semana de cuarentena por el covid-19 en Rio. Salgo tan solo dos veces al día para pasear a los perros: una vez en la mañana después de despertarme, y una vez en la noche, entre las 8 y las 9. El movimiento en las calles del barrio ha disminuido notablemente, pero aún no se parece las imágenes de desolación absoluta que vemos en algunas ciudades europeas o de Estados Unidos. Aquí la cuarentena sigue siendo voluntaria, porque Brasil sigue siendo uno de los pocos países en el mundo cuyo presidente continúa negando la gravedad de la pandemia, contradiciendo a ministros y miembros de su propio gobierno. Las personas siguen manifestándose en sus ventanas con cacerolazos y gritos contra el presidente, pero su actitud ante la crisis no parece cambiar.
Por causa de esas disputas políticas e ideológicas, el país se encuentra dividido entre dos narrativas contradictorias: el llamado para seguir el aislamiento preventivo (“Quédate en casa”), y la aparente preocupación por la economía (“Brasil no puede parar”). Un falso dilema entre salvar vidas o salvar empleos y crecimiento económico, pues quien defiende la vía de seguir adelante olvida que un país en colapso puede ser aun peor para cualquier economía o empresa del mundo. “La economía no puede parar tan sólo por 5 mil o 7 mil personas que van a morir por el coronavirus”, ha dicho esta semana Junior Durski, un poderoso empresario brasileño, dejando en evidencia el escaso valor que algunos parecen darle a ciertas vidas humanas. Como dice Moliére en El avaro: “¡Peste para la avaricia y los avariciosos!”.
Hace unos días escuché una pelea entre vecinos. Los gritos venían de algún apartamento del edificio que está justo atrás de mi casa. No podía ver a las personas que discutían. Una mujer gritaba: “¡Egoísta, irresponsable, eso no es un servicio esencial, egoísta!”. Un hombre respondía: “Tengo que trabajar, tengo cuentas para pagar. Usted no sabe de nada. ¡Cállese la boca!”. La mujer replicaba: “¡Nos va a matar a todos, irresponsable, egoísta!”. Los gritos continuaron por algunos minutos hasta que se escuchó un golpe fuerte de una puerta cerrándose y la discusión se detuvo.
Hay una tensión permanente en el aire –justamente en el aire, donde se oculta este nuevo enemigo invisible. Una tensión que se siente también dentro de nosotros. Mensajes contradictorios que nos envía nuestro cerebro o nuestro espíritu. “Tranquilo, no es para tanto. Ya va a pasar. Están exagerando. No te ocurrirá nada a ti ni a nadie que quieras”. Por otro lado, algo interno replica: “Alerta. Cuidado. Lo más probable es que enfermes. Puedes morir. Pueden morir tus padres o personas que amas. ¡Entra en pánico!”.
Siento el miedo cuando salgo a la calle. Cuando paseo a los perros en el parque o cuando voy al supermercado. Intento mantenerme alejado de las personas que pasan a mi lado y noto que ellas sienten lo mismo, aunque tratamos de mostrarnos educados todavía. Cualquiera podría estar infectado. Las miradas se cruzan, entre solidarias y temerosas al mismo tiempo. Somos parte de la misma comunidad del miedo.
Por otro lado, comenzamos quizás a percibir cosas que antes no percibíamos con tanta frecuencia: la densidad del aire, las partículas de polvo que vuelan casi imperceptibles y que se asientan en cualquier superficie, la propia presencia de nuestro cuerpo y su contacto con el ambiente que nos rodea, las cosas que tocamos o que, de repente, nos da miedo tocar.
El cambio brusco en la rutina nos lleva también a un cambio en la percepción del tiempo, como si esta desaceleración obligatoria nos llevara a percibir de forma más evidente el paso lento y constante de los minutos. Y esto puede llevar a dos estados contradictorios: a alcanzar momentos de mayor paz y tranquilidad, de encuentro interior, si lográramos aislar el estrés y la angustia que producen las noticias diarias sobre muerte y caos que nos llegan de manera veloz, casi instantánea, desde cualquier lugar del mundo. Aquí abro un paréntesis: en otro de los libros que podrían sumarse a la Biblioteca de la Peste, y que estoy leyendo por estos días, Peste y cólera, Patrick Deville hace referencia justamente a la relación entre la peste y la velocidad: “En la época en que se andaba a pie, a caballo, en carruajes y en barcos a vela, la peste avanzaba en la misma cadencia […] El terror es proporcional a la aceleración de los medios de transporte”. Hoy la epidemia viaja a cientos de kilómetros por hora y las noticias nos llegan de manera instantánea y actualizadas a cada minuto, las 24 horas del día.
Por otro lado, para los espíritus más ansiosos, como el mío, el estado actual puede ser una fuente de mayor estrés y ansiedad. Por eso abundan los mensajes diarios para cuidar de la salud mental, promoviendo actividades como el yoga, la meditación y el ejercicio físico. La velocidad de la rutina en nuestras sociedades capitalistas funciona como un antídoto contra el tedio y la depresión que nos acecha constantemente. Pero al suspender la rutina diaria del trabajo, del ir y venir por la ciudad, del contacto permanente con otros seres humanos, la mente también podría irse más fácilmente por caminos oscuros y sombríos o simplemente tediosos. Como en aquellos versos de Baudelaire:
El mundo, monótono y pequeño, en el presente,
Ayer, mañana, siempre, nos hace ver nuestra imagen;
¡Un oasis de horror en un desierto de tedio!
es escritor, crítico literario y traductor. Desde 2016 coordina la editorial Papéis Selvagens Edições en Rio de Janeiro.