Con el martillo en la mano

A juzgar por los números que resultaron del proyecto de costo de guerras realizado en la universidad de Brown, Bin Laden ganó. Se estima que el costo de las incursiones en Afganistán, Irak y Pakistán excede los cuatro billones de dólares.
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Hay pocos eventos en nuestras vidas que, por su peso específico, nos fuerzan a recordar dónde estábamos cuando ocurrieron: asesinatos, desastres naturales, puntos de inflexión en la historia en los que de momento intuimos relevancia y con el paso del tiempo la cotejamos. Parece increíble que hayan pasado diez años desde el once de septiembre de 2001.

Recuerdo haber estado sentado en mi computadora frente a una ventana en el piso 29 donde vivía, cuando vi una nube de humo negro que contrastaba con el cielo particularmente azul de esa mañana, prendí el televisor y en cuestión de minutos vi el choque en vivo del segundo avión. Subí al techo del edificio y, desde el piso 41, filmé las torres en llamas. Más tarde, presenciaría su derrumbe para después ver ese “eclipse de sol” que se provocó por el huracán de polvo producto de cientos de toneladas de edificación colapsándose. Nunca he vuelto a ver algo igual; espero jamás verlo otra vez. A ese momento le siguieron días en los que un peculiar olor a plástico quemado parecía neciamente querer colgarse en el aire como funesto recuerdo de lo que había ocurrido.

Presencié solidaridad humana que solo había visto después del terremoto de septiembre de 1985, en la otra ciudad de mis amores: la ciudad de México. Traté de donar sangre y me fue imposible ante las interminables colas de quienes iban con sus familias para tratar de dar un poco de ellos mismos con la efímera esperanza de que al contribuir, al dar algo -lo que fuera- podrían hacer una mínima diferencia. Los centros de donación dejaron de darse abasto para recibir y guardar el líquido vital.

Todos fuimos marcados, en mayor o menor medida, por ese momento. Todos tuvimos repentina consciencia de nuestra fragilidad. Todos sufrimos algún nivel de pérdida de inocencia, particularmente los niños. Recuerdo a mi hija mayor, entonces de seis años, preguntándome si los pasajeros en esos aviones eran “papás de niños”, quizá adquiriendo por primera vez consciencia de la mortalidad de sus padres.

A diez años de ese, quizá el único momento que he presenciado en vivo de aquellos que estarán dentro de cien años en los libros de historia, corroboro el colosal impacto de ese acontecimiento. Se decía que el infame Osama Bin Laden tenía la teoría de que para vencer al imperio había que quebrarlo. Cada atentado, relativamente poco costoso e involucrando a pequeños grupos de “jihadistas”, provocaría colosales y carísimas movilizaciones de ejércitos que habrían de estar envueltos por años en sangrientos conflictos. A juzgar por los números que resultaron del proyecto de costo de guerras realizado en la universidad de Brown, Bin Laden ganó. Se estima que el costo de las incursiones en Afganistán, Irak y Pakistán excede los cuatro billones (millones de millones) de dólares, lo cual equivale a la suma de todos los déficit fiscales de Estados Unidos de 2005 a 2010 (The Economist, “Ten years on”, Septiembre 11, 2011).

Pero Bin Laden consiguió mucho más que el daño económico. Voluntariamente o no, logró el deterioro moral de Estados Unidos en el mundo. En el desesperado esfuerzo por defenderse de otro ataque –y ante la apremiante necesidad política de hacer como que hacían todo lo que estaba a su alcance- hicieron de todo, desde arrestos secretos en cárceles clandestinas, hasta detenciones públicas e ilegales en sitios como Guantánamo; recurrieron a la intimidación y tortura, violaciones de la Convención de Ginebra. Estados Unidos fue, a mi juicio, el gran perdedor porque sacrificó a un estado de derecho construido con décadas de visión, congruencia y esfuerzo. Lo sacrificaron en aras de magros logros que ofrecían una artificial tranquilidad y una peligrosa satisfacción de revancha. Tanto Bush como Obama recurrieron a los mortales ataques con aviones no tripulados,drone, desde los cuales asesinaron a sospechosos pero también a inocentes.

Según el mismo estudio de Brown, además de los seis mil soldados estadounidenses muertos en batalla, estiman, en forma conservadora, que 137 mil civiles murieron en estos sitios y que se creó una población de más de 7.8 millones de refugiados. ¿Cuántos jihadistas nuevos surgirán de entre las familias de muertos y desplazados? ¿Cuántas cuentas pendientes?

Estados Unidos, y la administración de Bush en particular, tuvieron la oportunidad de llamar al mundo a la cordura y a solidarizarse con un proyecto que defendería a los valores de occidente, que llamaría a buscar el desarrollo compartido para evitar que la miseria y el analfabetismo nutran a las bárbaras hordas de fundamentalistas y fanáticos. Detrás del espeluznante ataque, optaron mejor por envolverse en la bandera y emprender luchas sin sentido que garantizan un largo y violento futuro. “Con nosotros o contra nosotros”, rezaba el miope credo de Bush. El “complejo industrial militar” al que hiciera referencia el General Eisenhower, en su último discurso como presidente, es hoy una realidad irrefutable.

Los ataques del once de septiembre permitieron que se articulara una narrativa en la que cualquier respuesta, por violenta e ilegal que fuese, estaba justificada. El colosal aparato militar que Estados Unidos ha creado se constituye en la principal amenaza a la prosperidad futura de esta nación, pues es imposible que un país que tiene un gasto militar superior al del resto del mundo sumado, tenga los recursos para hacer frente a los retos de una población que envejece y de una economía mundial a punto del colapso. Eisenhower leyó bien que un país capaz de crear tal infraestructura, corre el riesgo de buscar justificaciones para usarla. Para alguien que anda con el martillo en la mano, cualquier problema le parece clavo.

¿Será quizá la crisis económica la que fuerce a Estados Unidos a volver a la razón? Ya vimos los primeros asomos de esta en las acciones de Robert Gates, recién retirado Secretario de Defensa, quien quizá pasará a la historia como uno de los hombres con mayor visión y honestidad que jamás ocuparon tal puesto. Ha habido trazas de inteligencia dispuesta osadamente a enfrentarse a la irracional inercia que ha construido un gobierno que no cree en la diplomacia y que tiene un mayor número de miembros de bandas militares musicales, que todo el servicio exterior sumado. Mantengamos la esperanza de que esas manifestaciones de valentía se multipliquen, así lo han hecho en otros momentos críticos de la historia.

Escribo esto bajo la sombra de la emergente “Freedom Tower” que habrá de ocupar el sitio que las torres dejaron vacío en el perfil de mi ciudad. “Freedom”, libertad, espero que mis hijas logren vivir en una sociedad más segura de sí misma y menos temerosa del futuro inseguro que, involuntariamente, su propio miedo ha forjado.

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Es columnista en el periódico Reforma.


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