No vuelvas a cantar tus viejas rimas sobre el audaz Robin Hood, sus hazañas que poco admiro. Cantaré los logros del General Ludd, ahora el héroe de Nottinghamshire.
Canción ludita
A caballo entre los años 1809 y 1810, Napoleón había asegurado su dominio continental después de varias victorias en la península ibérica, en Centroeuropa y tras la derrota de Austria y la firma del Tratado de Schönbrunn. Esta ventaja le permitió intensificar un bloqueo a las islas británicas que se había debilitado en los años anteriores. Y es que, desde no mucho antes, gracias a la cada vez mayor incapacidad española por controlar las rutas comerciales, así como al agradecimiento de los portugueses a sus “socios” británicos, Gran Bretaña había experimentado una burbuja de exportaciones que afectó muy positivamente a su economía. Sin embargo, las recientes victorias del emperador y el consiguiente refuerzo del bloqueo naval limitaron dichas exportaciones. Al bloqueo naval francés hubo que sumar la cada vez mayor tensión entre Gran Bretaña y Estados Unidos, que poco después se traduciría en una guerra abierta. La consecuente caída del comercio exterior tuvo un efecto inmediato en Gran Bretaña, con el cierre de empresas dedicadas a las exportaciones y del sistema bancario, que habían ayudado a financiar ciertas aventuras que, ahora, no generaban los retornos esperados. Entre 1810 y 1811, Gran Bretaña experimentó una crisis intensa que tendría no pocas consecuencias económicas.
La depresión de la economía británica afectó al empleo y a los salarios de los trabajadores. La precarización aumentó, incluso desde niveles ya lo suficientemente elevados. Todo ello, junto con las largas jornadas laborales, acrecentó la presión en un mercado de trabajo cada vez más en tensión. La inversión en mecanización, llevada a cabo en las décadas anteriores, había afectado al empleo de tal manera que numerosas familias –antes trabajadoras en las zonas rurales inglesas, no solo en la agricultura o ganadería sino además como mano de obra ocasional para productos industriales– comenzaban a malvivir en las nuevas factorías impulsadas por los molinos de agua y, más adelante, por las máquinas de vapor. Esta situación enardeció la protesta de los trabajadores, que veían, a su vez, en los telares una nueva amenaza para su ya depreciado bienestar. No es de extrañar que el día 11 de marzo de 1811, en Arnold (Nottingham, Inglaterra), se destruyeran sesenta y tres telares en lo que dio origen a una de las protestas más famosas contra las máquinas. En aquella época, unas cartas enviadas a los empresarios del textil firmadas por un tal Rey Ludd o General Ludd, amenazaba a estos con represalias si seguían invirtiendo en aquellos artilugios. Este Rey Ludd, personaje ficticio y mítico que se inspiraba en el joven Ned Ludd que asaltara una fábrica textil no menos de cien años antes, dio origen al movimiento ludita. Así pues, no nos puede sorprender que, a pesar de ocurrir más de tres décadas después de iniciada la revolución industrial, las revueltas ocurrieran justo en el año en el que se iniciaba una de las más intensas crisis económicas experimentadas por Gran Bretaña.
Unos años más tarde, las revueltas volvieron. En concreto, durante 1830, Ned Ludd dio el testigo a un tal Capitán Swing –de nuevo un personaje creado–, con lo que las insurrecciones tuvieron en esta ocasión un perfil más agrícola. En pocos días, los alborotadores destruyeron no menos de cien trilladoras, aunque rápidamente las protestas se extendieron a la industria. Con más de dos mil altercados, los del Capitán Swing tuvieron un origen tecnológico. Aunque muchos han señalado las Leyes de Pobres o las malas cosechas como las razones para las revueltas, otros ven una relación directa con la tecnología. Por ejemplo, en un trabajo reciente, Bruno Capettini y Hans-Joachim Voth consiguen vincular causalmente ambos hechos. Las protestas tenían como objetivo las explotaciones agrarias que usaban trilladoras de grano y que se habían convertido en grandes ahorradoras de mano de obra. Estos autores han observado que en aquellas “parroquias” donde más intensa fue la publicidad de estas nuevas máquinas y donde más esfuerzo se hizo en invertir en ellas, fue donde más intensamente se experimentaron los conflictos. La carrera entre la máquina y el hombre había comenzado.
Desde entonces, cada cierto tiempo, en especial justo cuando confluyen cambios tecnológicos intensos con crisis económicas, el miedo ancestral que persigue al hombre por la máquina resurge. No es diferente en esta ocasión, en este inicio del siglo XXI donde de nuevo han confluido dos grandes fuerzas que, en combinación, generan un fenómeno de reacción contra la máquina: un fulgurante cambio tecnológico, esta vez como resultado de una amalgama entre robotización e inteligencia artificial, con las réplicas de una de las crisis económicas más intensas experimentadas desde inicios del siglo XX.
Así pues, la carrera del hombre contra la máquina ha estado presente desde los mismos inicios de la aparición de esta. Incluso mucho antes que cualquiera de las revoluciones industriales experimentadas. Pero frente a estas historias “luditas”, lo cierto es que, desde el Neolítico, desde que el Homo sapiens renunciara al nomadismo y se asentara para domesticar el ganado y cultivar el cereal, el desarrollo de la humanidad y su bienestar han ido de la mano del avance tecnológico. Una mejor tecnología hoy permite hacer lo mismo que ayer con menos recursos, tanto físicos como energéticos, y en menos tiempo. También permite hacer cosas que ayer no se podían realizar, con lo que se ha incrementado la disponibilidad de bienes y servicios para una restricción de recursos dada. El avance tecnológico ha permitido ahorrar tiempo, un bien precioso, en la fabricación de aquello que necesitamos, liberándolo así para otras actividades, como por ejemplo ir al cine o simplemente pasear un domingo por el campo. Por ejemplo, mientras en España en 1870 trabajábamos una media de sesenta y cinco horas semanales, algo menos en Estados Unidos y Gran Bretaña, en los primeros años de este siglo nuestra jornada semanal pasó a unas treinta y cinco o cuarenta horas. La principal explicación es un cambio tecnológico que, al elevar el ingreso por hora de los trabajadores, permite en consecuencia incrementar el consumo de ocio sin que esto afecte al bienestar del trabajador, más bien al contrario. Este logro ha sido única y exclusivamente gracias a la mejora de la productividad y esta, a su vez, gracias a un ingenio humano mezclado adecuadamente con otros elementos tales como las instituciones sociales, políticas y alguna que otra pizca de suerte.
En todo este tiempo, sin embargo, al igual que los trabajadores de las industrias de 1811 o los jornaleros en 1830, siempre ha habido quienes han contemplado con recelo el avance tecnológico. En muchos casos se debió a fuertes creencias religiosas –máquinas inventadas por el diablo–, otras porque la tecnología ahorraba mano de obra y esto, evidentemente, amenazaba el sustento de aquellos que podrían perder su empleo. La carrera del hombre contra la máquina se inició hace muchos años, y aunque aún hoy podemos decir que hemos vencido en numerosas etapas, pues los beneficios netos son más que evidentes, siempre queda la duda de si en lo sucesivo mantendremos esta ventaja.
Pero ¿cuáles son las razones por las que el hombre se ha sentido siempre amenazado por la máquina? A lo largo de la historia, el cambio tecnológico ha impulsado la inversión y el desarrollo de capital. Este, en gran parte de los casos, ha sido ahorrador de mano de obra, con lo que la dotación de capital por trabajador se ha elevado desde que se iniciara la revolución industrial. Veremos las implicaciones de esta evolución y entenderemos que, a pesar de ello, no todo es oscuridad. La razón es que esta sustitución de hombres por máquinas tiene sus límites, y uno de ellos es que hay máquinas que necesitan del hombre. Podríamos decir que la máquina sustituye a un tipo de trabajador, pero suele reemplazarlo por otro. Además, el avance de la productividad expande el consumo –la demanda–, generando nuevos productos y por ello sectores y empleo. Veremos como esta “complementariedad” entre máquina y empleo entra en dialéctica con la “sustitución”. Por último, ahondaremos en el hecho de que la innovación, verdadero motor de este cambio tecnológico y artífice de la carrera entre máquina y hombre, surge porque hay incentivos para ello y porque el “ambiente” es propicio.
Este es un fragmento del primer capítulo de El empleo del futuro. Un análisis del impacto de las nuevas tecnologías en el mercado laboral, que publica Deusto el 6 de septiembre.
Es profesor de economía aplicada en la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla, columnista de Vozpopuli y editor de Agenda Pública.