El estatuto de la cultura ¿competencia o excepción?
El vocablo cultura, con todo su pesado ropaje simbólico, tiene difícil traducción a términos económicos. Por eso, la interrelación entre cultura y comercio suele ser inflamable en lo político y complicada en lo técnico. No es sencillo definir los bienes y servicios que puedan ampararse legítimamente bajo el adjetivo prestigioso de “culturales”, ni agrupar un rango tan heterogéneo de productos en un solo rubro, ni determinar su valor. De cualquier manera, pese a su carácter casi evanescente, los bienes culturales no han sido ajenos a la globalización y, desde hace muchos años, han sido incluidos ya sea en negociaciones multilaterales de más amplio alcance o en los tratados comerciales entre países.
Para algunos, los bienes culturales son artículos sin superioridad ontológica sobre otras mercancías, por lo que su intercambio tendría que sujetarse a las mismas reglas de liberalización de los demás bienes. Como en cualquier otro rubro de la economía, el libre comercio serviría para impulsar la apertura y competitividad de las empresas del ramo cultural. Para otros, en cambio, los bienes culturales estimulan el cultivo y la realización personal, responden a tradiciones ancestrales, generan identidad y cohesión social y favorecen la participación colectiva y la formación de ciudadanía. Por eso, el negociar bienes culturales sin reparar en su especificidad, puede redundar en procesos de homogeneización y pérdida de identidad cultural.[1] De tal suerte, la disparidad entre las estructuras de las industrias culturales de distintos países, la reserva ante la influencia uniformadora de los grandes consorcios particularmente norteamericanos y el deseo explícito de conservar determinados rasgos nacionales generan la noción de “excepción cultural”.
De este modo, si en algunas negociaciones comerciales los bienes culturales no suelen ser considerados como un rubro en sí mismo y generalmente su discusión se difumina en diversas mesas, en otras, como la que llevaron a cabo años atrás los países de la Unión Europea con Estados Unidos, se convocó la “excepción cultural” y se buscó salvaguardar ciertos productos, que se supone requieren un tratamiento especial en el comercio mundial y en las políticas públicas internas. Así, algunos sectores de la producción de bienes culturales (particularmente la industria audiovisual) fueron excluidos o se ampliaron los plazos para su liberalización, y se conservaron subsidios y cuotas de exhibición local.
La cultura en el TLCAN
En la negociación original del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, México, a diferencia de Canadá, no apeló a la excepción cultural, ni incluyó la cultura como un rubro específico, aunque en sus múltiples dimensiones de intercambio se contemplaron industrias y mercancías culturales. Así, los temas más relevantes del intercambio cultural quedaron al amparo de las reglas generales en materia de apertura comercial, régimen de inversión extranjera y acuerdos sobre propiedad intelectual, que han sido funcionales en el comercio más amplio.
La desagregación y dispersión del sector impiden tener una evaluación integral del impacto en el sector cultural, aunque para algunos especialistas, como Eduardo Cruz Vázquez, el resultado en términos gruesos del Tratado ha sido una balanza cultural deficitaria con un dominio de las exportaciones estadounidenses a México y Canadá y una escasa circulación de bienes culturales nacionales hacia sus socios.[2] Para otros, el efecto del Tratado ha ido más allá y ha constituido un proceso de erosión de la identidad, un neocolonialismo cultural y una adopción de los criterios de rentabilidad que amenazan acabar con la diversidad.[3]
En el área cinematográfica existe el diagnóstico más detallado sobre el eventual impacto del Tratado. De acuerdo con los especialistas en el sector, en dos décadas de vigencia del Tratado la cinematografía bajó su producción casi a la mitad, se desalentó la inversión privada en casi un 80%, lo que hace a la producción más dependiente de los apoyos del Estado, y se redujo la asistencia del público casi a la mitad. Igualmente, se mencionan problemas recurrentes como la posición dominante de distribuidores y exhibidores que limita la difusión de la producción nacional, la falta de cumplimiento de la regla de exhibición doméstica y la carencia de mecanismos para impulsar la exportación de producción cinematográfica.[4] Ciertamente, si bien no puede comprobarse que todos estos efectos sobre el sector cinematográfico deriven del Tratado, resultan sintomáticos de la percepción que muchos sectores influyentes del quehacer cultural tienen en torno a las derivaciones del libre comercio.
Algunos han reprochado que México no manejara la excepción cultural. Ciertamente, dicha excepción parte del propósito irrebatible de conservar la mayor pluralidad de expresiones culturales y, quizá muy sabiamente dosificada, pueda contribuir a preservar actividades que encuentran dificultades para competir en el mercado. Sin embargo, operativamente la excepción es muy difícil de administrar, puede incurrir en inequidades favoreciendo a determinados sectores y desfavoreciendo a otros, introduce distorsiones y, sobre todo, tiende a asociarse a un Estado paternalista que tutela el consumo cultural y, por ende, la libertad de elección de sus ciudadanos.
Las oportunidades y los enigmas
Lo cierto es que, después de más de veinte años, el panorama de lo que podría denominarse la economía de la cultura se ha revolucionado y resulta tan dinámico como variado. De acuerdo a la edición más reciente de la cuenta satélite de la cultura, las actividades culturales generaron en 2015 el 2.9% del PIB y crearon más de un millón de puestos de trabajo en México. Las nuevas tecnologías y su desarrollo acelerado han modificado radicalmente las condiciones de oferta y los modelos de negocios en los sectores culturales más importantes como la música, la televisión o la industria editorial. Por un lado, mientras muchos productores de bienes culturales, como las televisoras, son grandes consorcios con presencia dominante, siguen apareciendo multitud de pequeñas empresas en nuevos nichos de mercado. Igualmente, cada vez más procesos de producción cultural involucran cadenas complejas y modos sofisticados de circulación, al tiempo que las tecnologías de la información y plataformas digitales rebasan definitivamente las fronteras.
En este sentido, es posible contribuir a mejores acuerdos en la materia si se tiene una visión integral del valor de los bienes culturales, de la significación que determinadas decisiones técnicas pueden ejercer sobre el acceso de las mayorías a bienes e informaciones culturales, de la rentabilidad potencial de muchos rubros emergentes de la cultura o del impacto de determinadas medidas sobre industrias culturales.
En este aspecto, la escasa reflexión e información panorámica es alarmante. Son contados los autores, como Sabina Berman, o agrupaciones de especialistas, como el Grupo de Reflexión de Economía y Cultura de la UAM (GRECU), que han abordado el tema, advertido de prioridades y ventanas de oportunidad, así como de riesgos. Por ejemplo, el GRECU y el periódico El Economista auspiciaron un foro de expertos, que ofrece un valioso esfuerzo multidisciplinario de reflexión con propuestas puntuales. Si bien el tono general de las propuestas apela al proteccionismo (como reestablecer los aranceles y condiciones vigentes antes del TLC en cinematografía y buscar disminuir el déficit en la balanza cultural con Estados Unidos mediante medidas “asimétricas y compensatorias”) o mezclan temas de negociación comercial con otros de política cultural doméstica, sin duda es el intento más serio de reflexión general.[5]
Igualmente, se dio a conocer un comunicado de cineastas y artistas para excluir el campo de la cultura de las negociaciones, que expone algunas de las cifras ya expuestas por el sector, pero que se limita a defender los intereses de la industria cinematográfica y de producción audiovisual con el argumento de la excepción del sector cultural. Sin embargo, faltan visiones de más largo alcance y visión. Extraña, particularmente, la ausencia de posturas de la Secretaría de Cultura y la carencia de un enfoque panorámico con respecto a los retos y oportunidades del sector ante esta encrucijada, que contribuyera a orientar la toma de decisiones de los negociadores, asesorar a los artistas y empresarios culturales e informar al público.
Por supuesto, ni todos los productos que puedan agruparse en el difuso rubro de cultura son simples mercancías, ni todos pueden aspirar a los privilegios de la excepción. La franja de la cultura posee múltiples configuraciones e intereses encontrados y hacer una tipología y jerarquía de bienes culturales no es sencillo. El campo de las empresas culturales tiene grandes oportunidades, aunque visualizarlas requiere de información y discernimiento. Por eso, más que acumular la cultura en un rubro o buscar excepciones, una buena negociación debería asegurar el mayor equilibrio en las condiciones de competencia entre las industrias culturales, reconociendo asimetrías entre los distintos países, así como reducir barreras de entrada y maximizar las posibilidades de sectores de la nueva economía cultural. En todo caso, debería cambiarse el enfoque de una nación amenazada y ofendida y buscar en la economía de la cultura no un feudo a proteger, sino una oportunidad de desarrollo. Esto implicaría una negociación pragmática, con buenas reglas generales, así como políticas culturales domésticas sanas que incluyan incentivos, apoyos focalizados, asesoría para competir en el mercado y, sobre todo, creación de públicos y consumidores.
[1] Véase al respecto de estas posturas el documento “Cultura, comercio y globalización”, UNESCO-CERLAC, 2000. http://es.unesco.org/creativity/sites/creativity/files/cultura_comercio_y_globalizacion.pdf
[2] Eduardo Cruz Vázquez “20 años del TLCAN: la cultura y las deudas” en TLCAN-Cultura. ¿Lubricante o engrudo? Apuntes a 20 años, México, UAM-UANL, 2015. Pp. 9-13
[3] Javier Esteinou Madrid, “El impacto del tratado de libre comercio sobre la cultura y la comunicación veinte años después” en Cruz Vázquez op. cit pp. 259-306.
[4] Véanse los artículos de José Gonzalo Elvira Álvarez y Víctor Ugalde en Ibid.
[5] “Sector cultura: propuestas para la renegociación del tratado comercial con Estados Unidos”, Casa Rafael Galván- GRECU-UAM- El Economista, mayo de 2017.
(ciudad de México, 1964) es poeta y ensayista. Su libro más reciente es 'La pequeña tradición. Apuntes sobre literatura mexicana' (DGE|Equilibrista/UNAM, 2011).