En un excelente libro recién publicado, Six faces of globalization, Anthea Roberts y Nicolas Lamp presentan seis narrativas plausibles de la globalización y lo que, según cada uno, salió mal o bien con ella. Su enfoque es coger cada una de esas narrativas, presentar todos sus aspectos tal y como lo harían sus defensores, con intervenciones externas mínimas (es decir, con pocas intervenciones suyas), y en la segunda parte discutir sus diferencias y superposiciones.
Aquí, reseñaré las seis narrativas, diciendo quizás poco sobre cada una de ellas explícitamente, porque todas son bastante conocidas por el público en general y porque espero que mi crítica de cada narrativa arroje indirectamente suficiente luz sobre los puntos principales.
El primer enfoque que discuten Roberts y Lamp es el punto de vista del establishment, según el cual la globalización beneficia en última instancia a todos los participantes, aunque los beneficios sean desiguales y, en muchos casos, tarden mucho en materializarse. La narrativa del establishment a menudo es egoísta, como cuando ignora el hecho de que Estados Unidos no se hizo rico a través del libre comercio sino más bien a través del proteccionismo hamiltoniano, o que los acuerdos comerciales establecidos después de la Segunda Guerra Mundial estaban menos motivados por principios de libre comercio o del “orden internacional liberal” y más por el deseo estratégico de unir, en un marco de fuerte interdependencia, a los países del “Mundo Libre” (convenientemente definido para incluir a todos los que no fueran comunistas, independientemente de la política interna). La mayor ventaja de la narrativa del establishment es que puede reivindicar, de manera bastante plausible, que los vínculos económicos más estrechos entre países han contribuido desde 1980 a duplicar la producción mundial per cápita y el consumo de bienes y servicios.
La narrativa de izquierda (bajo la cual combino lo que Roberts y Lamp denominan la narrativa de izquierda “populista” a lo Bernie Sanders y Elizabeth Warren con la narrativa monopolística del “poder corporativo”) es, en muchos sentidos, la más consistente. Sus puntos fuertes son dos: (1) las políticas internas se han inclinado a favor de las personas ricas en capital y de altos ingresos, y (2) las políticas a favor de las empresas han permitido que las grandes empresas se conviertan en monopsonistas en el mercado laboral (el único empleador local), y no paguen la parte de impuestos que les corresponde. Ambos puntos no solo son ciertos, sino que dirigen correctamente la atención hacia los orígenes políticos del malestar de la clase media. El malestar fue en gran medida (volveré a este calificativo “grande”) producido por la capacidad de las empresas y los ricos para crear un marco legal favorable a ellos mismos, sobre todo con impuestos más bajos. (Leer The Wall Street Journal permite definir de manera muy simple la visión del mundo de esa categoría de personas: solo hay dos variables que importan: ¿cómo de alto está el “mercado” y cómo de bajos son los impuestos?)
Pero el calificativo “en gran medida” no estaba allí por ninguna razón. La caída tanto del tamaño como de los ingresos relativos de la clase media occidental no es solo producto de las políticas internas. Ocurrió también porque la globalización permite a las empresas trasladarse a lugares más baratos (con salarios más bajos) o reemplazar la producción de bienes nacionales por importaciones más baratas.
Los defensores de la visión de izquierda tienen dificultades para reconocer una coalición tácita de intereses que se ha creado entre los capitalistas del mundo rico y los pobres de los países en desarrollo. Ambos ganan al reemplazar a los trabajadores occidentales más caros. En el capítulo sobre la narrativa de la codicia corporativa, una crítica precisa de las grandes corporaciones occidentales por evitar impuestos se mezcla con un intento de mostrar que el TLCAN u otros acuerdos similares han producido peores resultados para los trabajadores en los países pobres y que, por lo tanto, existe una identidad de intereses entre trabajadores de países ricos y pobres. Es muy difícil aceptar eso.
Los trabajos muy mal pagados desde el punto de vista occidental son generalmente trabajos muy bien pagados desde el punto de vista de los países en desarrollo. Los trabajadores de Vietnam, Tailandia, Etiopía o Perú no están descontentos porque no los contratan empresas estadounidenses, europeas o chinas. En muchos casos, su alternativa es no tener ningún trabajo o vivir al límite de la subsistencia a través del trabajo por cuenta propia. Los intentos de defender algún tipo de solidaridad internacional de los trabajadores fracasan sobre la áspera base del interés propio.
Sin embargo, ese problema no molesta a los que Roberts y Lamb llaman “populistas de derechas”. Los populistas de derechas tienen una visión coherente del mundo. Primero, en este, el bienestar de los extranjeros no importa en absoluto (por lo tanto, no les interesa nada si los trabajadores mexicanos están mejor con el comercio o no). En segundo lugar, la homogeneidad cultural nacional, una recreación en gran parte ficticia de los años cincuenta y sesenta, es el ideal por el que luchar. Su problema no es la falta de coherencia intelectual.
El problema de los populistas de derechas es que a sus partidarios les gustan las partes de la globalización que les proporcionan bienes baratos, pero no les gusta perder trabajos bien remunerados, que es una condición sine qua non para la producción de los bienes baratos que les gustan. En otras palabras, a sus seguidores les encanta comprar pantallas de televisión HD baratas, pero también les gusta tener trabajos manufactureros de 50 dólares la hora.
Pero estas dos cosas no pueden coexistir. Por lo tanto, los políticos de derechas pueden, como hizo Trump, hacer muchos aspavientos (y ruido) para inclinar el campo de juego a favor de sus países, pero no pueden desconectarse de la globalización. Su oposición a la globalización se quedará siempre a nivel verbal; están atados al mástil de la globalización por el atractivo de lograr altos ingresos reales mediante el consumo de bienes más baratos. Por tanto, en mi opinión, no habría que tomar en serio a la oposición de derecha en materia de políticas.
Mencionaré solo brevemente las otras dos narrativas. La narrativa geoeconómica mira la globalización a través de los ojos belicosos del interés nacional. No es un enfoque atractivo, pero es coherente desde el punto de vista interno. Para sus partidarios, no existe una globalización buena o mala. Solo hay una buena globalización para Estados Unidos o una mala globalización para Estados Unidos (o cualquier otro país). Esto les permite pasar sin problemas de apoyar el uso del poder para extraer derechos de propiedad intelectual a usar el poder para evitar compartir los derechos de propiedad intelectual; de estar a favor de estándares laborales más altos a estar en contra de ellos. Así, su total inconsistencia intelectual en detalle se explica por la total coherencia intelectual que tiene en un nivel superior.
La última narrativa es del tipo “nosotros [todos los que vivimos en el mundo, independientemente de la nación, los ingresos, la clase, el género, la raza, etc.] estamos en el mismo barco”. No hay mucho que decir al respecto excepto que, a diferencia de cualquier otra narrativa, se las arregla para carecer de consistencia intelectual interna y para ser totalmente fluida en cuanto a cómo se deben mejorar las cosas.
Entonces, ¿es posible, siguiendo el enfoque del libro de Roberts y Lamb, “mejorar” la globalización? La única narrativa que muestra alguna promesa es la que ellos llaman (en mi opinión, erróneamente) de izquierda “populista”. Ve los problemas clave en el nivel de la política nacional, en los sistemas políticos nacionales, y puede, al menos en teoría, centrarse en estas deficiencias e intentar repararlas. Creo que no puede ser demasiado optimista en todos los temas debido a la propensión natural de la globalización, ya sea a través de los movimientos de capital o del comercio, a favorecer a productores más baratos, y la clase media occidental a menudo no es ese productor. Pero ese enfoque puede reducir el poder político y económico del 1 por ciento más rico, financiar bienes públicos, aumentar los impuestos para los ricos y las grandes empresas y mejorar el clima político nacional.
Publicado originalmente en el blog del autor.
Traducción del inglés de Daniel Gascón.
Branko Milanovic es economista. Su libro más reciente en español es "Miradas sobre la desigualdad. De la Revolución francesa al final de la guerra fría" (Taurus, 2024).