Hay raros momentos en los que, atando cabos sueltos, uno se da cuenta de que se acerca un punto definitorio en la historia. Ahí viene uno: el nueve de diciembre de 2011.
Esa fecha tiene, de por sí, significado especial en mi vida. Conmemora nacimientos y fallecimientos importantes en mi familia; difícil olvidarla. Pero, ahora podría volverse la fecha que celebre el renacimiento de la eurozona –dándole nuevo vigor a la Unión Europea– o la fecha en que se lamente el inicio del colapso del euro, y que marque también el deceso de la alianza comercial de la región. Sin exagerar, elementos fundamentales del futuro de la economía mundial podrían definirse el viernes. Más aún, buscando ser realista y no en un afán escandaloso, la depresión económica que provendría del colapso del euro y de la eurozona abriría la puerta para el ascenso de movimientos políticos populistas y aislacionistas, muy similares a los que surgieron alrededor de la Gran Depresión y después del colapso de la República de Weimar en 1932. Después de trece cumbres europeas fallidas, la número catorce podría ser “la vencida”. El tiempo, finalmente, se ha agotado.
¿Suena demasiado tajante? En realidad, este perentorio momento es el resultado de incontables fracasos, de posturas tibias y esfuerzos nimios al hacer frente a la peor crisis europea desde que en el Tratado de Roma diera origen a la Comunidad Económica Europea, en 1957. La unificación europea, que desde los cincuenta Jean Monnet impulsara en forma intencionalmente gradual, pues “no estamos formando coaliciones de estados, sino que estamos unificando a pueblos”, podría dar un giro de 180 grados, ante el “euroescepticismo” que descuella porque los dos objetivos que dieron origen a esa unión parecen agotados –uno ha perdido relevancia y el otro parece difícilmente asequible: lograr prosperidad y consolidar paz. El primero ha sido víctima del diseño evidentemente defectuoso de la unión monetaria; el segundo, tiene hoy mucho menos importancia ante la falta de un enemigo externo poderoso, como lo era la Unión Soviética en las décadas de la postguerra. La mayoría de los pueblos de Europa perciben que la principal amenaza ahora está dentro de sus propias sociedades: la creciente minoría musulmana radical.
Mucho se habla de la falta de liderazgo en Europa. Debemos recordar, sin embargo, que los líderes reaccionan al mandato que disciernen haber recibido de los pueblos que les eligieron. Como dije hace mucho tiempo (Es la política, estúpido), el gran problema que enfrenta Europa es que las recetas impuestas para salvar al euro son políticamente costosas tanto para quienes rescatan, pues implican tomar deudas contingentes originadas por terceros, como para los rescatados, quienes tienen que estar dispuestos a aceptar años de austeridad para lograr metas debatibles.
Poniéndolo en blanco y negro: a un alemán le cuesta mucho rescatar a un griego pues lo percibe como haragán e indisciplinado, ciudadano de un país donde la gente se retira a los 55 años normalmente, y a los 50 cuando están en una de las tres mil actividades clasificadas como “de alto riesgo” (entre las que se encuentra ser locutor o trabajar en un salón de belleza), donde todos evaden impuestos (incluyendo a la totalidad de los legisladores), y la corrupción es flagrante.
Pero desde el punto de vista de un griego, se les está exigiendo demasiado. En un país donde más de 40% de la gente trabaja para el Estado, se le exige que éste despida a 8% de sus empleados, que incremente los impuestos, que reduzca el gasto público, que después de años de recesión, ésta continúe por varios años más para que –si todo sale a pedir de boca– en el año 2020 Grecia tenga el mismo nivel de endeudamiento que hoy tiene Italia (120% del PIB). Como ellos lo ven, los grandes ganadores de la eurozona han sido los alemanes. Estos (junto con los franceses) fueron el primer país en violar el tratado de Maastricht y en rebasar el tope de déficit público de 3%/PIB en 2005, y si los bancos alemanes le otorgaron créditos en forma cuestionable a los griegos, fue porque al hacerlo éstos importarían productos alemanes a manos llenas. Alemania se convirtió en el segundo exportador del mundo después de China principalmente porque 80% de su superávit comercial lo genera dentro de la propia Unión Europea. A juicio de los griegos, si hoy no pueden pagar, parte de la culpa es de quienes les prestaron de más.
Hay algo de verdad en ambos lados del argumento. Sin embargo, creo que parte de la confusión viene de pensar que el origen de este tremendo problema está en lo que ha ocurrido en los últimos años. Sí, el diseño de la unión monetaria, sin incluir una unión fiscal, fue un error, pero Europa está también pagando por el insostenible crecimiento de un estado benefactor cuyos orígenes podemos rastrear a la época de Bismark en 1880. El Canciller de Hierro creó los primeros seguros de salud, vejez y contra accidentes a ser cubiertos por el estado. Como dice Robert Samuelson (“Europe’s Predicament is Similar to Ours”, Washington Post, Diciembre 5, 2011), el colosal estado benefactor europeo alimentó la necesidad de un creciente gasto público que se ha vuelto insostenible. En 1870, el gasto público francés era 12.6% del PIB y el alemán 10%, en 2007 eran 52.6% y 43.9% respectivamente. Si combinamos esta cifra con el envejecimiento de países como Italia donde una de cada cinco personas tiene más de 65 años (y serán uno de cada tres en el año 2050, cuando habrán perdido diez millones de habitantes por la caída en la tasa de crecimiento poblacional), el gasto se vuelve imposible de financiar. Por si fuera poco, las economías europeas tienen un crecimiento potencial de alrededor de 2%, un punto porcentual menos del que muestra la economía estadounidense.
Adicionalmente, como el mismo Samuelson dice, son países que realmente no creen en los mercados. Esto sucede no sólo por el desencanto de los años previos a la Segunda Guerra Mundial y de la guerra comercial con Estados Unidos en los años veinte, sino también por el hecho de que la resistencia al fascismo europeo provino principalmente de movimientos comunistas (Rusia, Alemania, Italia) y socialistas. Esas raíces hacen difícil revisar el alcance que debe tener ese Estado de bienestar: incrementar agresivamente edades de retiro, reducir beneficios, etcétera. De hecho, el único país que ha hecho esfuerzos importantes por revisar su Estado benefactor es Alemania. Primero, cuando Gerhard Schröder logró pasar la agenda 2010 por el Bundestag, para reducir los beneficios de desempleo, relajar las leyes laborales, negociar con los sindicatos para reducir sueldos a cambio de programas que dieran mayor estabilidad al empleo (y pagando esta victoria con su puesto); posteriormente, durante el gobierno de Merkel se incrementó la edad de retiro de 65 a 67 años, ente otros logros.
El gran riesgo de la cumbre del 9 de diciembre está en regresar a recetas agotadas que garantizan el fracaso. Lejos de darse cuenta de que cualquier solución de fondo requerirá reformas profundas que permitan que se recupere el crecimiento, el gobierno de Merkel insiste en que la única alternativa es la austeridad, y más aún, la austeridad vigilada y sancionada desde Bruselas. Esto es absurdo. Para que un país como Italia pueda pagar el costo financiero de una deuda que asciende a 1.2 veces el tamaño total de su economía, tiene que generar un superávit primario (recaudación total del gobierno menos gasto público, sin incluir el pago de intereses sobre lo que se debe) considerable. Sin crecimiento económico, la recaudación fiscal baja y, típicamente, el gasto público aumenta. En la medida en que el mercado perciba que el peso de la deuda es excesivo, crecerá la duda sobre la capacidad que tiene ese país de pagar lo que debe, y esa duda se traduce en tasas de interés más altas para cubrir el mayor riesgo que se asume al comprar ese bono. Mientras más suben las tasas, más crece el peso de la deuda, más crece la duda, más tasa se exige, y así sucesivamente.
Esto quiere decir que hay muy pocas alternativas realistas. Primero, podrían emitirse “eurobonos”, eso permitiría que países como Italia emitan bonos con el aval explícito de Alemania. En vez de financiarse a tasas de más de 7% por una emisión a 10 años, como ocurría la semana pasada, podrían hacerlo a una tasa inferior a 2%, como lo hace Alemania. A 7% es poco probable que puedan pagar; a 2% es infinitamente más probable. Otra alternativa sería capitalizar al Fondo de Estabilidad Financiera Europeo con cuando menos un millón de millones de euros. Esto daría, también, confianza a los mercados que asumirían que hay una garantía detrás de la deuda griega, italiana, etcétera, y una vez más, eso provocaría que el costo baje. Por último, el Banco Central Europeo podría ponerse a imprimir euros. Sería posible poner tasas tope de las emisiones de bonos italianas, griegas o españolas, y anunciar que en el momento en que los bonos intercambiados en los mercados rebasen esa tasa, el banco saldrá a comprar en forma ilimitada. Las tres soluciones implican enormes retos legales y políticos. Sin embargo, cualquier otra receta mágica que no incluya a una de las tres soluciones previas, no es más que un paliativo.
Y dejo claro que, eventualmente, aún resolviendo la crisis actual será necesario regresar a enfrentar los problemas de fondo que aquejan a Europa: un estado benefactor excesivo, endémica falta de crecimiento económico, y una situación demográfica insostenible.
Llegó la hora de la verdad, se agotaron las posibilidades de posponer el trago amargo. Es ahora o nunca.
Es columnista en el periódico Reforma.