¿La última guerra colonial?: Hitler según Ian Kershaw

La biografía de Hitler es un libro extraordinario, y merece la pena leerlo ahora que los asuntos raciales han vuelto a la agenda, para ver hasta dónde pueden llevarnos las locuras pseudocientíficas sobre la jerarquía racial.
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La biografía de Hitler en dos volúmenes de Ian Kershaw (Hubris, 1889-1936 y Nemesis, 1936-1945, en inglés [en español están editados en Península]) es para muchos una “biografía definitiva”. Se puede afirmar eso, con cierto grado de seguridad, para el siglo XXI porque las percepciones de Hitler, como escribió John Lukacs en su excelente y breve El Hitler de la Historia, cambian conforme cambia el espíritu de los tiempos.

Los dos volúmenes de Kershaw están extraordinariamente bien documentados (el segundo tiene más de 1100 páginas, con unas 300 de notas), están bien escritos y son persuasivos. Kershaw es un escritor excelente aunque carezca de la destreza de historiadores como AJP Taylor o Hobsbawm para iluminar con una sola frase un asunto muy complicado, o para mostrar en un párrafo vertiginoso muchas contradicciones de la larga vida política de Hitler (como, por ejemplo, que en 1939, sus maniobras “muy hábiles”, lo llevaron a enfrentarse a Inglaterra, que admiraba, y lo convirtieron en un aliado de la Unión Soviética, que odiaba).

Leí el primer volumen cuando se publicó (2000) y empecé el segundo, pero luego perdí el libro. Sin embargo, no lo olvidé y hace poco compré Némesis otra vez y me pareció aún más fascinante que Hubris.

Kershaw organiza el libro en torno a las dos estrellas polares del pensamiento político de Hitler. También se convirtieron en sus propósitos centrales de guerra: la eliminación de los judíos de Europa, la conquista del espacio vital en el Este. “Hubris” empieza con esos dos objetivos, como los definió el joven Hitler en los años veinte, pero su importancia central quedó clara cuando Hitler, el señor de la guerra, los pudo poner en práctica. Los dos objetivos se unieron gracias al hecho de que los habitantes de los espacios orientales, que a juicio de Hitler eran indispensables para el futuro próspero de los alemanes, eran judeobolcheviques. Así la lucha por el Lebensraum se convirtió a la vez en una “cruzada” contra el comunismo, por la destrucción de los judíos y la esclavización de los rusos.

La ideología de Hitler y sus objetivos fueron, a juicio de Kershaw, notablemente constantes a lo largo de su vida (incluso aunque tácticamente privilegiara a veces uno sobre otro). Los judíos eran considerados “parásitos” que primero debían ser transportados lejos de Europa (es llamativo hasta qué punto los líderes nazis se tomaban en serio el plan de Madagascar a finales de los años treinta) hasta que la “solución territorial” se volvió impracticable. Después fue sustituida por “la solución final” (el término fue utilizado en primer lugar por Heydrich, al parecer) de la aniquilación. La ausencia de registros claros escritos o incluso orales por parte de Hitler en torno a la Shoah es uno de los temas auxiliares del libro, y el intento de Hitler de resolver ese rompecabezas parece lo mejor que se puede hacer, aunque, por supuesto, la cuestión del secretismo de Hitler sobre el asunto, incluso entre su círculo más íntimo, probablemente nunca tenga una respuesta que resulte convincente por completo. El secretismo parecido que mantuvo en torno a la matanza de aquellos que tenían “vidas que no merecían vivirse” (enfermos mentales y discapacitados), previa al Holocausto, aporta algunas claves.

El objetivo del Lebensraum, al igual que abundantes declaraciones de Hitler del estilo de “Rusia será para nosotros lo que India es para Inglaterra” o “Rusia será destruida como se hizo con los pieles rojas” solo se entienden en un estricto contexto colonial. Como argumentaba Mark Mazower en El imperio de Hitler (aquí está mi reseña) y antes de, él Aimé Césaire, era “el colonialismo aplicado a Europa”.

El aspecto que Hitler imaginaba que tendrían en la posguerra los inmensos espacios ucranianos y rusos no estaba muy lejos de lo que habían logrado el rey Leopoldo en el Congo o los conquistadores españoles en Perú. Para empezar, todas las las ciudades existentes debían ser reducidas a cenizas –Hitler deseaba particularmente destruir San Petersburgo (“aunque arquitectónicamente sea más hermosa que Moscú”) porque era la cuna del “judeobolchevismo”. Luego, después de que el gobierno soviético o ruso de cualquier tipo hubiera sido empujado más allá de los Urales, fuera de Europa –allí, a Hitler le resultaba indiferente el tipo de gobierno que tuvieran–, la Rusia europea, Bielorrusia y Ucrania quedarían habitadas por soldados-granjeros alemanes que vivirían en ciudades agrícolas limpias e incluso palaciegas, conectadas por hermosas autobahns y atendidas por siervos rusos. Estos últimos recibirían una educación muy elemental. Bastaría, según Hitler, con que supieran interpretar las señales de tráfico (uno piensa que Congo, en la época de la independencia, solo tenía una docena de graduados). Los siervos rusos trabajarían en propiedades de titularidad alemana, en una forma de encomienda moderna, y volverían por la noche a sus cabañas repugnantes.

Sería colonialismo europeo junto a esclavitud y trabajo forzoso, pero aumentado por pseudociencia racial e implementado con medios tecnológicos modernos que no tenían colonizadores anteriores. Era un colonialismo para el siglo XX: el más extremo, bárbaro y tecnológicamente avanzado, y a la vez apoyado por “la ciencia”.

La conciencia de que en el Este la Segunda Guerra Mundial fue una guerra colonial a veces se desdibuja gracias a una aparente equivalencia entre los frentes oriental y occidental. Sin embargo, la guerra en Occidente fue una guerra europea típica que, en términos de víctimas, resultó mucho menos letal que la Primera Guerra Mundial. La parte oriental de la guerra fue totalmente distinta: fue una guerra de exterminio (en primer lugar contra los judíos) y de esclavización colonial. Por tanto las dos guerras (oriental y occidental) fueron por completo distintas en sus objetivos y en la forma en que se realizaron. Los dos objetivos de guerra de Hitler (la destrucción de los judíos y el Lebensraum) permiten a Kershaw explicar por qué en 1944 e incluso en 1945 el Holocausto continuó implacable aunque la situación alemana en los dos frentes era cada vez más desesperada. Desde el punto de vista alemán, ¿no habría sido mejor emplear a coches, soldados e incluso guardias de los campos de exterminio, en luchar en el frente en vez de perseguir a los judíos? No, como sostiene Kershaw, porque, en cuanto Hitler se dio cuenta de que la guerra estaba perdida (probablemente en el verano de 1943, con el fracaso de la gran ofensiva alemana en Rusia), la consecución del otro objetivo (la destrucción de los judíos) adquirió más importancia que antes.

Es un libro extraordinario, y merece especialmente la pena leerlo ahora que los asuntos raciales han vuelto a la agenda, para ver hasta dónde pueden llevarnos las locuras pseudocientíficas sobre la jerarquía racial. Desde un punto de vista más positivo, esta forma particular de colonialismo y genocidio, en un escala tan grande, no parece tener muchas posibilidades de reproducirse en este siglo.

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Nota: Kershaw es inconsistente en el uso de nombres de ciudades y de elementos topográficos. Varían del estándar inglés (como Varsovia, Warsaw, o Praga, Prague) a nombres alemanes de ciudades que ahora son más conocidas por sus nombres polacos, lituanos o croatas. Habría sido útil dar los dos nombres. En un par de casos, los apellidos checos son “germanizados”, y hay otro ejemplo cuando Sladko (en realidad Slavko) Kvaternik se presenta como ministro de defensa fascista eslovaco, en vez de croata.

Traducción del inglés de Daniel Gascón.

Publicado originalmente en el blog del autor.

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Branko Milanovic es economista. Su libro más reciente en español es "Miradas sobre la desigualdad. De la Revolución francesa al final de la guerra fría" (Taurus, 2024).


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