Atrapado en el pasado: la política energética

La contrarreforma energética implementada por Andrés Manuel López Obrador pone seriamente en riesgo el progreso económico de la nación y los objetivos climáticos a los que se ha comprometido el país.
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México enfrenta grandes retos en materia energética. La reforma de Enrique Peña Nieto permitía abordar esos retos, pero la contrarreforma implementada por Andrés Manuel López Obrador, anclada en una visión de los años setenta, pone seriamente en riesgo el progreso económico de la nación, el avance de la impostergable transición energética y los objetivos climáticos a los que se ha comprometido el país.

Desde que, en 2004, empezó a declinar el gigante yacimiento de Cantarell, la producción de crudo de México ha declinado de 3.5 millones de barriles al día a menos de la mitad. La balanza comercial petrolera se ha vuelto fuertemente negativa, mostrando un déficit de 25 mil millones de dólares en 2021. Aunque en los últimos dos años los altos precios del petróleo han aliviado a las finanzas de Pemex, durante el sexenio en curso la empresa estatal ha tenido que ser auxiliada por el fisco en múltiples oportunidades para poder mantenerse al corriente con los pagos de su pesada deuda.

Por si fueran pocos los retos en materia de hidrocarburos, la transición energética mundial de la que México no escapa y a la que se ha comprometido ante la comunidad de naciones hace inevitable un cambio radical para descarbonizar la matriz energética del país y fomentar las energías renovables. Esa transformación implicará costos significativos en las próximas décadas, que, combinados con la caída en los ingresos petroleros y los costos asociados a los efectos del cambio climático, van a requerir cantidades cada vez más grandes del presupuesto nacional.

A primera vista, pudiera parecer que la declinación en la producción de hidrocarburos, dada la inaplazable descarbonización, deja de ser problema y pasa a ser parte de la solución. Pero esa idea es engañosa. En las próximas tres décadas, México y el mundo necesitarán hidrocarburos. Aunque las energías solar y eólica son competitivas en la generación de electricidad, su carácter variable y las dificultades de almacenamiento hacen necesario combinarlas con el gas natural para garantizar energía asequible y confiable. Además, el transporte pesado y la petroquímica continuarán demandando hidrocarburos líquidos por muchos años. Si México no incrementa su producción de hidrocarburos, su balanza comercial energética y sus ingresos fiscales continuarán deteriorándose y el país desaprovechará su gran potencial petrolífero en la ventana de oportunidad aún existente.

En el contexto actual, México podría beneficiarse de la coyuntura internacional para atraer masivas inversiones. Por razones geoestratégicas, Occidente busca depender menos de Rusia y China. Pocos países están mejor posicionados que México para aprovechar esta tendencia a nearshoring, gracias a su posición geográfica, sus tratados comerciales, su extraordinaria base de recursos y sus notables capacidades manufactureras. Esto podría beneficiar a la inversión en petróleo, gas, renovables y minerales para la electrificación. Pero, además, para atraer inversiones en manufactura, es condición necesaria que el país cuente con un suministro confiable, abundante y asequible de energía.

De la reforma a la contrarreforma

La apertura al capital privado, en todas las cadenas productivas de petróleo, gas y electricidad, era impostergable. La reforma de Peña Nieto, modelada en las exitosas reformas de Brasil y Colombia, desarrolló el marco regulatorio para que el sector privado pudiera invertir, generando credibilidad y promoviendo la competencia. De hecho, las subastas de proyectos de exploración de hidrocarburos y de generación de energía renovable tuvieron una enorme participación de las empresas líderes del mundo, que dieron como resultado altas tasas de recaudación fiscal y bajaron los precios de la energía.

AMLO siempre fue crítico con la reforma energética. Su nacionalismo petrolero imagina a Pemex volviendo a las glorias de los años setenta, cuando los prolíficos yacimientos descubiertos costa afuera le permitieron a la empresa subsidiar una nómina abultada y cuantiosas pérdidas en sus otros negocios, a la vez que financiaba al Estado mexicano, sin que este tuviera que recaudar muchos impuestos en el resto de la economía. El problema es que es improbable que esa suerte geológica se repita y en todo caso sería necesario invertir miles de millones de dólares en exploración, como hizo Brasil, para tener probabilidad de éxito. Además, amlo ordenó a Pemex invertir la mayor parte de sus recursos en un elefante blanco, la refinería de Dos Bocas, a un costo de unos 20 mil millones de dólares. Con ese monto hubiera podido comprar toda la capacidad de refinación de Texas.

Aunque AMLO inicialmente mostró cierto pragmatismo al no cancelar los contratos petroleros, poco a poco fue erosionando la reforma. Primero detuvo su aplicación, luego la revirtió por vías administrativas y legales e incluso intentó una contrarreforma constitucional, que afortunadamente no contó con suficiente apoyo en el Congreso. En la práctica, la reforma ha muerto. El caso más visible ha sido la revocación de los contratos de generación de energía renovable, lo que ha desencadenado un conflicto internacional por “expropiación regulatoria”. De igual gravedad ha sido el debilitamiento de los órganos regulatorios independientes.

El sector energético se caracteriza por las grandes inversiones en activos inmovilizados, con retornos de largo plazo. Por tanto, es altamente vulnerable a cambios oportunistas por parte de los gobiernos. Por eso, para atraer inversiones significativas, los países deben garantizar compromisos creíbles. Los efectos reputacionales de haber desconocido los contratos y destruido la institucionalidad regulatoria tendrán inmensas consecuencias de largo plazo.

La transición energética

El mundo está inmerso en una transición energética sin precedentes. El objetivo es descarbonizar al sector para limitar el cambio climático producido por las emisiones de carbono y otros gases de efecto invernadero. México, como signatario del Acuerdo de París, se ha comprometido a reducir en 22% sus emisiones para el 2030 (con respecto al caso base). La contribución ofrecida por México es menos ambiciosa que la de otros países de la región como Chile, Colombia y Brasil. Pero incluso esta meta no es tan fácil de cumplir. El gasto necesario para llevarla a cabo se estima en más de 4 puntos del Producto Interno Bruto por año, un monto significativo para México, donde el gasto público representa cerca de 25% del PIB.

México está en una buena posición para avanzar una ambiciosa agenda climática. Tiene abundante potencial en energía solar y eólica (a partir de la cual también puede producir hidrógeno verde). Puede impulsar proyectos para la captura de carbono en yacimientos maduros. Además, tiene la posibilidad de integrarse a la matriz energética de Estados Unidos, con transacciones de electricidad e hidrocarburos. Pero aprovechar esas ventajas requiere un marco regulatorio creíble para atraer inversiones privadas y crear un mercado de compensaciones de carbono.

Lamentablemente la administración de López Obrador marcha en clara contracorriente con los objetivos de descarbonización energética, privilegiando el uso de hidrocarburos en la producción de electricidad y revocando los contratos de energía renovable. Su principal propósito parece ser fortalecer a las empresas estatales. Las consecuencias sobre los objetivos climáticos en la próxima década serán severas.

El camino hacia adelante

La próxima administración debe dar un vuelco total a la política energética. México debería aprovechar la ventana de oportunidad que queda para desarrollar su gran potencial petrolero y gasífero. Simultáneamente, tendría que tomar ventaja de la transición energética, eliminando los subsidios al consumo de energía fósil, aplicando un significativo impuesto al carbono, promoviendo las energías renovables y la captura de carbono en yacimientos y bosques. A la vez, debería hacer transferencias directas compensatorias a los ciudadanos más vulnerables. ~

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es director del
Programa Latinoamericano de Energía del
Instituto Baker de Políticas Públicas de la
Universidad Rice. Ha sido profesor en las
universidades de Columbia, Harvard, Rice,
Stanford y Tufts.


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