¿Quién ha leído el capítulo 7 del libro IV de La riqueza de las naciones de Adam Smith? Es un capítulo inusual, situado hacia el final del libro (libro IV), que trata de los sistemas de economía política, y para ser más precisos del mercantilismo (y brevemente, al final, de la fisiocracia), y trata ampliamente las políticas comerciales mercantilistas de los imperios europeos desde Portugal a Inglaterra.
No es una sorpresa que Adam Smith tenga palabras muy amables para las políticas imperiales, incluyendo la producción de bienes que podría competir con la producción de las metrópolis (como el famoso caso del acero en América del Norte), la prohibición de exportaciones directas a otros mercados que los de las metrópolis, y la obligación de utilizar los barcos de las metrópolis para los traslados comerciales (la Ley de Navegación). Smith es aún más mordaz cuando escribe de las compañías mercantes, las dos famosas compañías de las indias orientales, la holandesa y la inglesa. (“El gobierno de una compañía exclusiva de comerciantes es, quizá, el peor de los gobiernos para cualquier país.”)
El capítulo “Sobre las colonias” es el segundo más largo de La riqueza de las naciones. En la edición que utilicé, tiene más de cien páginas, en torno al 8% de todo el libro (1200 páginas en la edición que empleé). Escrito en 1774, dedica un tiempo considerable a Norteamérica y las “perturbaciones” que se fraguaban allí. Como se sabe, Smith tenía razón al ver la inevitabilidad de la secesión y al predecir un gran futuro para el continente.
Pero también presentaba un libro de contabilidad donde los gastos británicos en nombre de los colonos americanos eran mucho más grandes que lo que Gran Bretaña recibía a cambio (“bajo el actual sistema de gestión, por tanto, Gran Bretaña no obtiene otra cosa que pérdidas del dominio que se supone que tiene sobre sus colonias”), y eso a pesar de las discriminatorias políticas comerciales mencionadas en el párrafo anterior.
Explicaba que la terquedad británica al no dar la independencia se debía al orgullo (“Ningún país entregó voluntariamente el dominio de ninguna provincia, por problemático que fuera gobernarla, y por pequeños que fueran los ingresos en relación a los gastos que produzca”), pero también a los intereses económicos de la élite inglesa que, a diferencia de la gente corriente, se beneficiaba de las colonias: “[otorgar la independencia] es siempre contrario al interés privado de la parte que gobierna [una nación], que por tanto se vería privada de muchos lugares de confianza y beneficio, de muchas oportunidades de adquirir riqueza y distinción, que la posesión de la provincia más turbulenta y, para la gran parte de la gente, menos provechosa, pocas veces deja de ofrecer”.
Esta abrupta distinción smithiana en la metrópolis entre los intereses de la élite y el resto de la población es algo que Thomas Hauner, Suresh Naiduand y yo empleamos en el estudio de próxima publicación sobre el mundo anterior a 1914 para defender que la expansión imperialista del siglo XIX se veía impulsada por los estrechos intereses de los ricos de las metrópolis, es decir, por la gente que poseía de manera desproporcionada los activos coloniales que les aportaban un retorno superior a lo que habrían podido obtener en casa. Ahora podemos “arrimar” a Adam Smith a nuestro caso, con un libro fundamental sobre economía política escrito más de cien años antes del periodo que tratamos. (No citamos a Smith en la versión actual del paper pero quizá lo hagamos en la siguiente.)
En general, Smith llega a la conclusión de que las colonias británicas reciben mejor trato que ninguna otra, pero en un aspecto muy importante matiza su afirmación. Es en relación con el trato a los esclavos. Aquí hace una observación interesante y a mi juicio no lo bastante apreciada (al menos no he visto que se mencione). Las colonias gobernadas de forma más democrática (como las británicas) tratan peor a los esclavos porque la élite que, en un sistema de republicanismo oligárquico, controla los niveles de poder, es reacia a castigar a sus propios miembros que son particularmente brutales hacia los esclavos. Un estado autoritario o autocrático, sin embargo, tiene menos reparos a la hora de castigar a miembros de la élite cuyo comportamiento es especialmente indignante (aunque al Estado no le importe mucho el bienestar de los esclavos como tales). Aquí está la cita completa:
En todos los países donde se establece la desafortunada ley de la esclavitud, el magistrado, cuando protege al esclavo, interfiere en cierta medida en la propiedad privada del amo; y, en un país libre, donde el amo es quizá miembro de la asamblea de la colonia, o un elector de un miembro de esta, no se atreve a hacer eso sin el mayor cuidado y discreción. El respeto que se ve obligado a presentar al amo hace que le resulte más difícil proteger al esclavo. Pero en un país donde el gobierno es en gran medida arbitrario, donde es normal que el magistrado interfiera incluso en la gestión de la propiedad privada de los individuos, y que les envíe, quizá, una lettre de cachet si no gestionan de la manera que le agrade, es mucho más fácil para él otorgar protección al esclavo; y la humanidad común le predispone naturalmente a hacerlo. La protección del magistrado hace al esclavo menos despreciable a ojos de su amo, que se ve así inducido a guardarle más consideración y a tratarlo con más amabilidad. Que la condición de un esclavo es mejor bajo un gobierno arbitrario que bajo uno más libre es una afirmación, creo, apoyada por la historia de todas las edades y naciones.
La lección de Smith tiene una aplicación más amplia. Una democracia oligárquica puede ser peor para los pobres que un gobierno arbitrario. Un Estado, relativamente autónomo de la élite, puede sentir más preocupación por el “interés general” que un gobierno aparentemente democrático que es en realidad el gobierno de los ricos.
Smith subraya, creo, en sus dos discusiones sobre la fractura social en intereses en las colonias y en sus observaciones sobre la esclavitud la ambivalencia de la conexión entre el Estado y la clase. En situaciones más democráticas (pero exclusivistas) el Estado puede ser menos autónomo y estar directamente “unido” a los intereses de la clase dirigente. En una autocracia, el Estado puede estar menos sometido al poder de los intereses del dinero, y más preocupado por la posición de los pobres. El fundador de la economía política muestra que nuestro enfoque facilón y algo perezoso que postula que más democracia implica más preocupación por los pobres puede ser erróneo en ocasiones.
Traducción del inglés de Daniel Gascón.
Publicado originalmente en el blog del autor.
Branko Milanovic es economista. Su libro más reciente en español es "Miradas sobre la desigualdad. De la Revolución francesa al final de la guerra fría" (Taurus, 2024).