Juárez: Se solicitan biógrafos

¿Cómo explicar que no hayamos producido, en los últimos años, en las últimas décadas, una biografía moderna sobre Juárez?
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En una visita a México en 1869, William H. Seward, el secretario de Estado de Abraham Lincoln durante la Guerra de Secesión, comparó a Juárez con aquel gran presidente. No sería el último en trazar el paralelo. De Lincoln hay varias biografías recientes e incontables libros que abordan otros aspectos específicos del Lincoln: su arte retórica, su estrategia militar, su vida marital y hasta su propensión a la melancolía. Se trata de libros serios, fundamentados, muy bien escritos, de enorme influencia y éxito fuera y dentro de la academia. De Juárez, por desgracia, no hay una oferta vagamente similar en vigencia, amplitud y profundidad.

Las obras con que contamos son estimables pero remotas, están superadas, y son de difícil acceso. Sin pretender un recuento exhaustivo, están los libros polémicos de Bulnes (siempre inteligentes y perspicaces, pero escritos con ánimo y estilo de fiscal más que de historiador); las respuestas puntuales que hicieron los abogados defensores (Salado Álvarez, Frías y Soto, Ramón Prida); las biografías descalificadoras de la escuela conservadora (a partir de Alejandro Villaseñor y Carlos Pereyra); las grandes vindicaciones como Juárez: su obra y su tiempo, la comprensiva, generosa y romántica biografía de Justo Sierra en 1906, y La Reforma y Juárez de Molina Enríquez publicado en ese mismo año del centenario. Casi medio siglo después se publicaría el muy meritorio Juárez y su México de Ralph Roeder y, al poco tiempo, los capítulos sobre la República Restaurada de Daniel Cosío Villegas en la Historia Moderna de México (muy elogiosos de Juárez como emblema del liberalismo puro, muy adversos a Porfirio Díaz); en los años sesenta comenzaron a aparecer los sabrosos y documentados libros revisionistas de José Fuentes Mares. Hay, por supuesto, obras diversas que abordan tramos o temas específicos y en épocas más recientes, no faltan trabajos que arrojan nueva luz sobre el laboratorio político que fue la gubernatura juarista en Oaxaca (Brian Hamnett) ni ensayos de interpretación o divulgación escritos a veces con probidad pero sin el aliento que requiere una biografía a fondo. Se trata, en conjunto, de una obra estimable, pero a todas luces insuficiente.

Las compilaciones documentales para emprender una obra de gran envergadura –para empezar los 15 tomazos de Jorge L. Tamayo, los acervos de la Universidad de Texas, el archivo de Porfirio Díaz)– están a la mano. Para colmo, nos encontramos en la era los “buscadores” vertiginosos, los recursos de investigación no tienen precedente y nunca ha sido mayor el número de personas dedicadas profesionalmente a la historia. ¿Cómo explicar entonces que no hayamos producido, en los últimos años, en las últimas décadas, una biografía moderna sobre Juárez?

Parte de la respuesta reside en la figura misma de Juárez: de tan grande, de tan pétrea, de tan omnipresente, abruma, aleja, desalienta. Otra explicación está en la relativa desatención al siglo XIX o en la inactualidad de la historia política, absurdamente desatendida por la moda que privilegia otros géneros supuestamente más “científicos” o “comprometidos”. Hay también algo en la tradición historiográfica latina o hispana que reniega de la biografía, igual que hay algo en la tradición sajona (la conciencia protestante, quizá) que tiende de manera natural a interesarse en las vidas individuales. Pero el problema va más allá. Mi sincera impresión es que las numerosas instituciones académicas que se dedican a la enseñanza, investigación y difusión de la historia atraviesan por una crisis de la que no se han percatado: una crisis de creatividad. A esa crisis se debe también la vergonzosa ausencia de la biografía que Benito Juárez y los mexicanos del siglo XXI merecemos.

El ejercicio de la historia en el México de hoy adolece de un excesivo espíritu de especialización. En la producción histórica de México los árboles no dejan ver el bosque. Se ha privilegiado hasta extremos inadmisibles la visión particular (y a veces infinitesimal) de la historia, como si las visiones generales fueran imposibles. La biografía –aunque a veces lo parezca– no es fruto de la especialización: la asimila pero la rebasa. Como la microhistoria, la biografía requiere de una atención minuciosa a lo particular e irrepetible, pero necesita también remontar el vuelo y ver el panorama en sus trazos largos, en sus líneas de fuerza, en sus contextos amplios. Esa habilidad, ese arte de ver lo particular en el marco de lo general, y de advertir el sutil movimiento de ambos es lo que se llama imaginación histórica, y mucho me temo que el espíritu de especialización, característico de nuestra academia, la inhibe. Para el caso de una posible biografía sobre Juárez, ese espíritu es letal. Su vida toca la dimensión local, regional, nacional e internacional; tiene complejos componentes personales: étnicos, culturales, educativos, religiosos; interesa la historia política, diplomática, militar, social, económica, legislativa, jurídica y hasta teológica de México. Es, en suma, un desafío inmenso, como para dedicarle años. Mejor no. Mejor dejar a Juárez como está, quieto, impasible, inaccesible.

Pero el ejercicio de la historia en México adolece hoy también del mal opuesto: el excesivo espíritu de abstracción. Francia, antigua meca de la historia, exporta obras de contenido sociológico que ya no se molestan en investigar la realidad sino que teorizan sobre ella, y teorizan hasta el delirio. Borracho de abstracciones, el inocente alumno a quien sus maestros (esos dictadores inapelables que tienen el poder de la calificación) imponen la verdad revelada del último productor de neologismos, se preguntará de manera tácita ¿qué sentido tiene la paciente y anónima búsqueda de datos, cartas, archivos, frente a la gloria de la “gran teoría” que “revela” la realidad? Ignoro qué tan predominante sea esta tendencia en nuestras carreras de historia, pero a juzgar por los títulos de varios confusos libros que exploran “el imaginario” de las cosas, sospecho que la perversión intelectual ha calado hondo. La mejor prueba de su vacuidad es su carencia de lectores. Supongo que para esos “meta-historiadores” Juárez no sería más que el emblema de una “identidad multicultural” no asumida o tonterías por el estilo.

Otro factor negativo es el olvido de la tradición biográfica de Occidente y la desconexión de la academia con la producción biográfica actual. Cualquier lector de los suplementos culturales más reconocidos puede comprobar que la biografía es un género de inmensa calidad y vitalidad en Estados Unidos y Europa. Pero nuestra academia vive de espaldas a ese mercado editorial y a las instituciones y los creadores que lo alimentan. No faltan recursos en México. Falta altura de miras y apertura al mundo. Bastaría que las instituciones fundaran una cátedra específica sobre el género o propiciaran conferencias, talleres, etc… Esa sería la mejor semilla para propiciar auténticas vocaciones.

Para escribir su obra Ralph Roeder no contó con el internet ni las copias Xerox. Le sobraba lo que ahora falta: pasión. Pero quizá entre los jóvenes que estudian historia haya alguno que sueñe, no con hacer una carrera, ni con acumular currículo, ni con asistir a congresos, ni con especializarse por veinte años en una parcela minúscula, ni con perderse en las nubes de la “metahistoria”, sino, sencillamente, en escribir una biografía clásica sobre ese personaje tan omnipresente como misterioso: Benito Juárez.

(Reforma, 2 abril 2006)

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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