O’Gorman aplicó la idea, hacia el final de su vida, a lo que pudiéramos llamar la invención del gudalupanismo, en su libro Destierro de sombras de 1986. En cierta manera su impactante discurso sobre Miguel Hidalgo en ocasión de su ingreso a la Academia Mexicana de la Historia (1964) es una reflexión sobre la invención del personaje heroico que inicia la guerra de independencia en México. O’Gorman sigue con finura e ironía el hilo que une la extraña y espectacular rebelión encabezada por un “cura de almas pueblerinas, galante, jugador y dado a músicas y bailes”, que apenas dura 120 días, con la exaltación desaforada de un santo laico y el encumbramiento idolátrico de Hidalgo como “el profético precursor del programa revolucionario”, que incluye el agrarismo, el obrerismo, el sindicalismo, la educación de las masas, el indigenismo, la enseñanza politécnica, el socialismo, la intervención estatal en la economía “y qué se yo cuántas otras benéficas teorías que inexorablemente van empujando al mundo hacia una espléndida barbarie”. O’Gorman rechaza y se burla de ese Hidalgo inventado como padre fundador del autoritario régimen revolucionario que emanó de la revolución de 1910.
O’Gorman compara el pasmo y el asombro que provocó el tumultuoso levantamiento del padre Hidalgo con el horror que nos produciría “si mañana desayunáramos con la nueva de que Justino Fernández [que sería después también miembro de la Academia] había asaltado en la madrugada el Palacio Nacional al frente de los barrenderos de la ciudad y de los detenidos en los separos de la procuraduría”. Me puedo imaginar la cara de algunos historiadores en la sesión solemne de la Academia Mexicana de la Historia cuando escucharon las palabras de O’Gorman. Es como si hoy alguien dijese, en alguna pomposa conferencia, que doña Eugenia Meyer habría asediado Los Pinos a la cabeza de un grupo de taxistas piratas y de un tropel de sexoservidoras.
Edmundo O’Gorman envolvía su discurso en el estilo un tanto arcaico y estirado de los abogados de su época. Él mismo practicó la abogacía hasta que abrazó el oficio de historiador. Su talante conservador se manifestaba, por ejemplo, en el rechazo tajante a considerar a la historia como una ciencia social. Para O’Gorman la ciencia tiende a unificar y ordenar la pluralidad, lo que supone –decía– “que las particularidades concretas de las cosas individuales tienen que descartarse como circunstancias carentes de significación”. El historiador, según él, no puede aceptar esta reducción que descarta todos los rasgos personales de los actores del drama histórico. Dice O’Gorman: “la diferencia en el número de hojas de árboles de la misma especie o en los nombres o símbolos específicos de dioses de la fertilidad adorados por tribus vecinas, son circunstancias que, respectivamente, pueden legítimamente omitirse por el botánico o el antropólogo”. Se equivocaba O’Gorman: no sé si algunos botánicos necesitan contar las hojas de los árboles, pero a los antropólogos nos es indispensable conocer los nombres y los símbolos de los dioses de todas las tribus y de ninguna manera hacemos a un lado por principio los pensamientos, decisiones y actos individuales, como tampoco las peculiaridades individuales de los actores sociales. Una buena ciencia social (o ciencia humana) debe rechazar el esencialismo y el determinismo de cadenas causales interminables, así como exaltar el valor de la imaginación para iluminar las zonas oscuras de nuestro objeto de estudio, tal como le hubiera gustado a O’Gorman.
O’Gorman veía las intenciones de meter a la historia en el saco de las ciencias sociales como una tendencia antihumanista. Yo en cambio creo que esta tendencia puede humanizar tanto a las ciencias sociales como a la historia. Con esta intención, como antropólogo, he invadido el territorio de los historiadores. Lo hice en mi libro El salvaje en el espejo en 1992. Para mi sorpresa, en marzo de ese año O’Gorman (a quien no conocía personalmente) me llamó por teléfono para invitarme a comer y comentar mi libro. O’Gorman se manifestó encantado con mi incursión en la historia y conversamos largamente sobre los mitos del salvaje en la cultura occidental, especialmente sobre su presencia en la época en que se inició la conquista de América. Cuando conversamos se estaban ya preparando los festejos conmemorativos del quinto centenario del llamado “encuentro” de dos mundos, expresión que irritaba mucho a O’Gorman, con toda razón. Yo estaba escribiendo mi segundo libro sobre el mito de los hombres salvajes (El salvaje artificial, 1997) y debo decir que O’Gorman me ayudó mucho a entender las visiones de Acosta y Las Casas, europeos que habían conocido directamente a los hombres silvestres americanos –los indígenas– y habían reflexionado sobre su ubicación en el cosmos cristiano. Los textos más importantes de O’Gorman sobre el tema están recogidos en el libro preparado por Eugenia Meyer: su ensayo sobre la polémica bestialidad del indio, así como sus estudios sobre la Historia natural y moral de las Indias, de Acosta y la Apologética historia sumaria de Las Casas. O’Gorman vislumbró con agudeza las raíces antimodernas de Las Casas, algo que levantó muchas críticas. Recuerdo que le discutí, sin embargo, su idea de que la larga sección sobre magia, superstición, hechicería y demonología que el dominico incluye en su Historia, en parte inspirada en el Malleus maleficarum, el famoso manual para perseguir a las brujas, fuese un arcaísmo medieval. La obsesión europea por la demonología que impulsó las grandes persecuciones contra las brujas fue parte de los albores de la cultura moderna y no un resabio medieval.
El hecho es que, con toda su aversión a que la labor historiográfica sea considerada como una parte de las ciencias sociales, O’Gorman ha contribuido de manera creativa a entender los complejos procesos culturales y sociales que se encuentran insertos en el nacimiento del Occidente moderno. Por suerte no lo hizo con la esotérica terminología con que frecuentemente los sociólogos y los antropólogos oscurecen, más que explican, los fenómenos que estudian.
El ensayo de Eugenia Meyer es una muy buena introducción a la obra y al pensamiento de O’Gorman. Señala que fue un convencido nacionalista y que se reconocía en las raíces precolombinas de México. Destaca su labor como traductor de clásicos (Adam Smith, David Hume, Collingwood, John Locke, Francis Bacon y otros). Explica la teoría de la historia que defendió O’Gorman, su aversión por los postulados de Ranke, su polémica con Lewis Hanke a propósito de fray Bartolomé de Las Casas. O’Gorman, dice Eugenia Meyer, cultivó una gran preocupación por definir el ser del mexicano, un tema que lo motivó siempre y que fue determinado por su formación católica. Recuerdo que cuando en nuestras conversaciones le expresaba mis críticas al estereotipo de la identidad nacional mexicana (que yo había publicado en mi libro La jaula de la melancolía) fruncía el ceño y evitaba comentarios: evidentemente no le gustaban mis ideas. En cambio coincidimos en el rechazo a la expresión oficial de las conmemoraciones del quinto centenario, que se refería a la idea de un “encuentro de culturas”, para afirmar el nacimiento del mestizaje y darle un tono más celebratorio al inicio de la conquista de América. Al respecto, creo que hay un hueco en el libro preparado por Eugenia Meyer: me parece que faltan las polémicas sobre esta conmemoración y en torno a su idea de la “invención de América”, que están ligadas a su renuncia a la Academia Mexicana de la Historia. La dimensión crítica y discutidora de O’Gorman es una parte fundamental de su vida y su obra. Por supuesto está presente en este tomo, pero creo que se podría ampliar. Me gustaría que se publicase un segundo volumen que enfatizase en sus textos polémicos con Octavio Paz, Miguel León Portilla, Leopoldo Zea y otros, junto con un estudio biográfico más amplio. Espero que Eugenia Meyer lo haga.
Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.