Tomando prestada la frase de apertura de la novela The Go-Between, de Leslie Poles Hartley, publicada en 1953, suele argumentarse que “el pasado es una tierra extranjera”. La intención es la de subrayar el destino ineludible de quienes se enfrentan al estudio del pasado; es decir, el asumir las fronteras infranqueables que hacen del tiempo pretérito algo extraño. Sin embargo, la imagen no sirve para el caso español: el pasado es entre sus gentes una trinchera cotidiana, tan cruenta como aquellas de la I Guerra Mundial.
Basta leer el periódico, no importa cual, y entrar en cualquier librería del país para observar cómo las mesas de novedades y las reseñas están dominadas por ensayos de nivel muy desigual que proponen relatos diferentes, y aun enfrentados, acerca de la historia de España. En principio no hay nada malo en ello: la fertilidad editorial es siempre bienvenida; los debates entre intelectos libres, también. Los problemas inician cuando se observa el contenido y las finalidades de muchas de esas obras.
Las más están escritas por personas que no son profesionales de la historia, que pretenden (y consiguen) dar voz a creencias acerca de una historia de España partidista, carente del control crítico que dicta la deontología del métier d’historien (la crítica vale también para decenas de historias sobre Cataluña, Galicia y el País Vasco…). El libro de Eduardo Manzano quiere ser una respuesta a esta curiosa y triste situación que vive un país obsesionado por una memoria que nunca se hace historia. A pesar de ello, convendría no equivocar la finalidad de las 522 páginas del ensayo (índices incluidos). No se trata de un panfleto en defensa de una torre de marfil asediada por novelistas mediocres, el diletantismo de tantos periodistas y por la mala fe de quienes buscan en la historia argumentos para sus agendas políticas. No. El ensayo es un ágil repaso en nueve capítulos y un epílogo de los principales procesos históricos vividos por el país.
Se inicia desde el añejo problema de la definición de un concepto cambiante y proteico como fue y sigue siendo el de España, tan rico y apasionante, tan alejado del triste monolito de las identidades inmanentes y esencialistas de una España de destino universal, lección ya antigua, que conoció nueva linfa en el siglo XIX. Un concepto que sería después manipulado como coartada intelectual por las dictaduras y de la que tan aventajados discípulos se han demostrado los partidos nacionalistas periféricos, aplicando similares recetas a sus manipulaciones históricas, dignas de nuevos NO-DO para nuevas tecnologías de la comunicación.
El libro discurre luego por capítulos más temáticos que cronológicos, dedicados a las diferentes lenguas del solar de la antigua Hispania, a su pasado (y presente) judío y musulmán, en los que se combate con brío contra viejos y nuevos clichés. En este sentido, la Reconquista y la conquista de América no podían faltar a la cita, aquí interpretadas en su génesis intelectual y en su función historiográfica, mostrando las múltiples paradojas que marcaron el desarrollo de unos avatares irreductibles a la simplificación de una historia nuestra escrita en defensa de las agresiones cacareadas por ellos, es decir, un enemigo siempre al acecho, desde los califas de Córdoba a los ingleses… Como el autor señala en más de una ocasión, esa historia tampoco puede caer en el error contrario, el de la flagelación continua por los errores cometidos (aquí es útil siempre Baruch Spinoza: “no deplorar las acciones de los hombres, comprenderlas”). O peor, el de la exaltación de una idea viciada de convivencia entre culturas que tampoco tuvo lugar.
Los últimos tres capítulos se centran en la construcción de la monarquía hispánica, su rompecabezas dinástico que derivó en un imperio que jamás se tituló como tal, pues la tradición de los reinos cristianos medievales se mantuvo durante toda la época moderna, como muestran cientos de miles de documentos que definen al soberano a través de la lista encadenada del conjunto de sus diferentes títulos.
A partir de ahí se narran los tósigos ilustrados y liberales para dar hechura de nación a un viejo espacio político ya cansado y donde las reformas borbónicas también fatigaron cuando quisieron favorecer una unidad que la enorme extensión de la monarquía, su carácter compuesto, amén de otras razones como la tecnología y la diversidad de sus gentes, nunca favoreció y que desembocaron en las tragedias de las guerras napoleónicas, carlistas y la contienda (in)Civil que iba a contaminar para siempre (entonces por exceso adoctrinador, ahora por defecto en su estudio) la relación entre la ciudadanía española y su historia.
En el epílogo, que contiene las mejores y más sentidas páginas del volumen, Eduardo Manzano lanza un mensaje, casi un manifiesto, en favor de la desnacionalización de la historia. La interpretación de España como un monolito caracterizado por su unidad de destino en lo universal no puede seguir sosteniéndose, como tampoco es posible continuar por la negra senda del perpetuo agravio, tan querido por quienes manipulan el pasado de Cataluña, Galicia y el País Vasco… Todos privan a la ciudadanía del apasionante legado de una historia de diversidad bien conocida por los especialistas de cualquier nacionalidad, como fue también reconocida por los redactores de la Constitución de 1978, conocedores del pasado del país y de sus diversidades.
En una España sin complejos y consciente de su historia, este libro no sería necesario. La ciudadanía habría entrado en contacto con su contenido ya durante los años de la escuela obligatoria. Pero el país es el que es y el libro de Eduardo Manzano se hace, por tanto, indispensable para iniciar un serio debate sobre la historia y sobre los canales sobre los que debe discurrir una divulgación tan imperiosa como llena de obstáculos políticos.
Igor Santos Salazar es profesor de historia medieval en la Universidad de Trento.