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Voz de la moderación

Celebramos este año a Mariano Otero: representante popular, diputado constituyente, Ministro de Relaciones Interiores y Exteriores, alcalde de la ciudad de México, además de abogado y escritor.
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Celebramos este año a Mariano Otero, el meteoro del liberalismo mexicano. Murió en 1850. De haber prevalecido su llamado a evitar el encono ideológico, México habría evitado el desgarramiento de la Guerra de Reforma y aun de la Revolución, que costaron cientos de miles de vidas. En el umbral de 2018, sus ideas cobran una inquietante vigencia.

Nacido en Guadalajara hace doscientos años, formado en la excelente tradición humanística y jurídica de Jalisco, Otero tuvo una notable labor pública entre 1842 y 1850, año en que murió. A lo largo de esos ocho años, acaso los más aciagos de nuestra historia independiente, Otero fue muchas cosas: representante popular, diputado constituyente, Ministro de Relaciones Interiores y Exteriores, alcalde de la ciudad de México. Fue el principal ideólogo de nuestras garantías individuales y (junto a Manuel Crescencio Rejón) el creador del moderno Juicio de amparo.

Sus aportes a la legislación federalista, a la división de poderes y la representación popular, resultaron perdurables. Era un orador extraordinario (fueron famosos sus discursos del 16 de septiembre), un abogado precoz de gran éxito e –inspirado en los tratamientos de reclusión de John Howard y el diseño arquitectónico panóptico de Jeremy Bentham– propuso reformar el sistema penitenciario. (Estas ideas se aplicaron en el Palacio de Lecumberri).

Su producción literaria no es menos notable. Otero escribió biografías de jaliscienses eminentes, piezas literarias y estudios lingüísticos. Por si fuera poco, fue el primer sociólogo de México. Dos obras suyas (escritas respectivamente desde la mayor esperanza y el desconsuelo máximo) son representativas del más noble pensamiento liberal moderado de su época y de todas las épocas: Ensayo sobre el verdadero estado de la cuestión social y política que se agita en la República Mexicana (1842) y Consideraciones sobre la situación política y social de la República Mexicana (1847). En su copiosa obra epistolar, destaca su correspondencia con Melchor Ocampo, José María Luis Mora y Guillermo Prieto. Otero está en busca de un biógrafo.

Según Jesús Reyes Heroles –que lo estudió a profundidad– una de las influencias mayores fue Edmund Burke. Partidario de la independencia americana y la autonomía irlandesa, el liberal Burke era, al mismo tiempo, un defensor de las tradiciones de su país. Las veía como el fundamento para arraigar la nacionalidad. Fue también el primer crítico de la violencia revolucionaria. Otero, su lector mexicano, adoptó sus ideas con clarividencia, creatividad y escasa fortuna.

La diferencia esencial de Otero con los liberales exaltados, que llamaba “sansculottes” y “demagogos”, residía en su postura moderada con respecto a la Iglesia. Si bien criticaba al alto Clero por su egoísmo y su omnipresencia política, consideraba que la Iglesia era depositaria de un patrimonio espiritual y moral irremplazable, preciado e intocable. Pero no era menos marcada su distancia de los partidarios del “retroceso”, monarquistas, conservadores.

Otero no vivió para ver la consolidación de sus ideas en la Constitución de 1857. Su gloria son las libertades políticas y los preceptos jurídicos consignados en aquel texto –más moderado que radical– que sigue siendo la base de nuestra frágil vida constitucional. Muy pronto, la guerra enfrentó a los liberales puros con los conservadores en una querella ideológica (y teológica). El espíritu de moderación encarnado en Otero desapareció del horizonte para dar lugar a una oposición irreconciliable de contrarios, a una cultura del odio y la intolerancia.

El Porfirismo no resolvió el problema, lo disimuló. Tampoco el siglo XX, que presenció la inútil lucha entre el jacobinismo y el clero. Y aunque esa discordia particular se apagó, la intolerancia política entre posiciones contrarias sigue siendo uno de los mayores obstáculos para consolidar a nuestra frágil vida democrática.

Ahí reside uno de los legados de Otero. México debería recobrar la buena senda de la moderación, el temple e ideario liberal, el apego a las leyes y las instituciones, el amor a la tradición:

“… debemos conciliar a todos los hombres, reunir a todos los partidos, sofocar el germen de todas las facciones, reconocer todos los intereses, dar garantía a todas la clases y precaver todos los abusos y sobre estos cimientos, bajo estas bases, atender un grande interés, el de la nación…”.

Sin ese “nosotros” esencial las naciones no perduran, las naciones se desgarran. Conviene recordarlo.

(Publicado previamente en el periódico Reforma)

 

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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