Abril rojo, de Santiago Roncagliolo

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Durante las celebraciones de la Semana Santa de 2000 en Ayacucho, Perú, se perpetra una serie de asesinatos hiperviolentos. Un fiscal venido de Lima un año antes de los acontecimientos, Félix Chacaltana Saldívar, celoso de sus deberes, entabla las indagaciones y redacta los informes respectivos con un atildamiento rayano en el ridículo. Chacaltana sospecha que las muertes se deben a ejecuciones terroristas consumadas por un rebrote de las actividades en los Andes de Sendero Luminoso. Muy pronto sus deducciones lo llevan a encararse con los altos mandos locales de la milicia y a ser testigo de los amedrentadores vestigios de los senderistas. El estupor del protagonista aflora al verse inmiscuido –aunque involuntariamente– en las sucesivas ejecuciones. En su incursión al “rincón de los muertos” (Ayacucho), el fiscal experimentará una revelación relacionada con el hito fundamental de su propia historia, como si su presencia en los Andes se debiera a una búsqueda del origen de su manía, consistente en hablar con su madre muerta como si estuviera viva.

Pulido thriller, Abril rojo es una novela enderezada a cumplir con los requisitos del mercado para ser exitosa: ingredientes sensacionalistas bien dosificados y combinados que, bajo un suspenso creciente, alcanzan una resolución inesperada que no sólo satisface los requerimientos de un lector consumidor de novelas comerciales, sino que prevé en su concepción la versión cinematográfica. En este sentido, el mismo autor ofrece algunas claves que confirmarían esta opinión: su inclinación a thrillers fílmicos (Seven de David Fincher) y a cómics que, en los últimos años, han sido muy socorridos para el séptimo arte (From Hell de Alan Moore, por ejemplo).

Si, en Seven, el psicópata hacía sangrientas performances a partir de cada uno de los pecados capitales, en Abril rojo el asesino se inspira en algunos pasos de las celebraciones de Semana Santa en Ayacucho –junto con las de Sevilla, las más legendarias y tradicionales del mundo católico, según informa la propia novela– para ultimar a sus víctimas. El método se antoja efectivo, pues, al emparejar rituales tradicionales con carga religiosa con las motivaciones inaccesibles de una mente enferma, se crea un clima perturbador que suele resultar memorable merced al desafío que trastoca el sentido original de las festividades tornándolas pesadillescas y revelando su ambigüedad intrínseca. Roncagliolo aprovecha la exaltación de las fiestas católicas y entabla un paralelismo con el discurso milenarista de los miembros de Sendero –y del émulo psicópata de éstos– para fijar las coordenadas del infierno que pinta en su novela.

La muerte masiva llama a la muerte, es el disparador de Abril rojo y se verifica en la guerra que hubo en los Andes en la década de los ochenta cuando Sendero Luminoso y el Ejército peruano sembraron el terror indistintamente, asolando a las poblaciones andinas. Los cabecillas sobrevivientes de cualquier bando estarían condenados a la sed de sangre, y en aquellos páramos habría modos de saciarla. El terror y la muerte son, en Ayacucho, moneda corriente. Como reminiscencia del Kurtz de El corazón de las tinieblas y de la versión fílmica de Coppola (Apocalypse Now), el psicópata de la novela de Roncagliolio no soporta el fin de la guerra, y se las arregla para eternizarla manteniendo vivas las complejas crueldades de la matanza y el delirante discurso mesiánico para justificarla.

Una lectura mitológica permite tomar el periplo de Chacaltana como un descenso al infierno o al país de los muertos, donde los que ahí moran estarían purgando una condena eterna. De ahí que la “guerra milenaria” preconizada por Sendero Luminoso halle el clima idóneo en aquel lugar en donde nadie quiere vivir, pues –como la novela consigue mostrar– la muerte se convierte en la única forma de vida. Originario de Ayacucho, Chacaltana pudo marchar a Lima, estudiar una licenciatura y, para sorpresa de los ayacuchanos, pidió su cambio para trabajar en la burocracia de su provincia natal. Si Orfeo baja al Hades en busca de Eurídice, Chacaltana lo hace para honrar la memoria de su madre.

Conforme transcurre la narración, el lector se va familiarizando con las pautas del mundo andino a través de las descripciones de la milicia, la Iglesia, los indios, los “terrucos”, los “sinchis”, el racismo, las fosas comunes, los métodos para amedrentar tanto de los militares como de los senderistas redivivos y, como un plus turístico, las celebraciones de Semana Santa de Ayacucho. También está presente la modalidad, muy latinoamericana, de hacer política, que consiste en mantener hasta lo imposible la máscara como cápsula que impide el conocimiento de los hechos y su solución: en cierto momento, un comandante reconviene a Chacaltana espetándole que “en este país no hay terrorismo, por orden superior”, que recuerda el discurso del ex gobernador de la ciudad de México cuando aseguraba que había bajado sensiblemente la delincuencia; por su parte, Chacaltana en sus informes emplea eufemismos como: “…para incrementar la colaboración del detenido, se le practicó una técnica de investigación consistente en atar sus manos a la espalda y dejarlo colgar suspendido del techo por las muñecas, hasta que el dolor le permita proceder a confesar sus actos delictivos.”

Factura impecable, golpes narrativos conseguidos, distancia por parte del autor para abordar un tema delicado sin patetismo y sí con efectismos seductores son algunos atributos de Abril rojo, que le mereció a Santiago Roncagliolo (1974) el Premio Alfaguara de Novela 2006, convirtiendo a este limeño radicado en España en el autor más joven distinguido con este galardón. ~

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