Alemania, zona cero

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“Mi relación con Alemania es muy ambivalente, se me acepta de inmediato como nativo pero en mi propia recepción de esta aceptación siempre hay un problema, algo que no va”, confesaba W. G. Sebald en una entrevista concedida poco antes de fallecer en Inglaterra, país al que se había trasladado definitivamente en 1970 para ejercer como profesor universitario en Norwich. Desde entonces, la conciencia extraterritorial que despliega su peculiar itinerario narrativo surge de una predisposición reflexiva que intentará relacionar los sentimientos personales y los recorridos objetivos de la historia. Sobre la historia natural de la destrucción, como lo fue antes Vértigo, Los emigrados, Los anillos de Saturno o el póstumo Austerlitz, vuelve a ser un buen ejemplo de ello. Desde una configuración más ensayística, Sobre la historia natural de la destrucción analiza el desvío colectivo de la mirada que llevó a cabo el pueblo alemán ante la destrucción masiva que padecieron sus ciudades bombardeadas al final de la Segunda Guerra Mundial. Pero una vez más lo singular de su reflexión es que se proyecta desde la memoria personal, adoptando en este caso la perspectiva de alguien a quien le han escamoteado su propio pasado, alguien que ha vivido ese silencio en su propia casa: “Esa deficiencia escandalosa, con el paso de los años cada vez más clara, me recuerda que crecí con el sentimiento de que se me ocultaba algo, en casa, en la escuela y también por parte de los escritores alemanes, cuyos libros leía con la esperanza de saber más sobre las monstruosidades que había en el trasfondo de mi propia vida”.
     En pleno verano de 1943, la Royal Air Force, apoyada por la Octava Flota Aérea de Estados Unidos, puso en marcha la llamada “Operación Gomorra” bajo la orden de aniquilar y reducir a cenizas las principales ciudades alemanas. Diez toneladas de bombas explosivas cayeron en una sola noche sobre Hamburgo: “Siguiendo un método ya experimentado, todas las ventanas y puertas quedaron rotas y arrancadas de sus marcos mediante bombas explosivas de cuatro mil libras; luego, con bombas incendiarias ligeras, se prendió fuego a los tejados, mientras bombas incendiarias de hasta quince kilos penetraban hasta las plantas más bajas”. Bombardeos calculados cuya metódica insistencia ya no pretendía otra cosa que borrar literalmente del mapa a las ciudades alemanas. Y borraron también la conciencia colectiva del pueblo alemán. En su ensayo La confesión como género literario decía María Zambrano que tal vez la memoria sea la manera de conocimiento más cercana a la vida, la que traiga la verdad en la forma en que puede ser consumida por ella, es decir, como apropiación temporal. Precisamente la renuncia a esa apropiación por parte del pueblo alemán es el hilo conductor de Sobre la historia natural de la destrucción, que Sebald escribe desde la sorpresa ante aquel grandioso hacer como si no convertido en estrategia de supervivencia: “La capacidad de los hombres para olvidar lo que no querían saber y dejar de mirar lo que tenían ante sus ojos, rara vez se puso tan a prueba como ocurrió entonces en Alemania. Se decide, ante todo, por puro pánico, seguir adelante como si nada hubiera pasado”.
     Sebald reflexiona sobre ese mutismo en una serie de conferencias dictadas en Zúrich a finales de 1997 y escribe Sobre la historia natural de la destrucción, traducido una vez más de manera impecable por Miguel Sáenz, a partir de la reelaboración de ese material. Busca las causas en la conciencia de culpabilidad del pueblo alemán ante el sufrimiento causado por el nazismo, en su convicción de que los bombardeos aliados eran en cierto modo merecidos, en la voluntad de superar esa época y prescindir de su memoria histórica: “La cuestión de cómo y por qué el plan de una guerra de bombardeo ilimitado […] podía justificarse estratégica o moralmente, nunca fue en Alemania, que yo sepa, […] objeto de debate público, sobre todo porque un pueblo que había asesinado y maltratado en los campos de concentración a millones de seres humanos no podía pedir cuentas a las potencias vencedoras”. Este callar y hacerse a un lado es el motivo de que se sepa tan poco de lo que pensaron y vieron los alemanes en unos pocos años, apenas el medio decenio comprendido entre 1942 y 1947, que a la postre, defiende Sebald, resultaron claves en la conformación de su psicología actual como pueblo:

La casi total falta de profundos trastornos en la vida interior de la nación alemana denota que la nueva sociedad alemana federal ha traspasado la responsabilidad de las experiencias vividas en la época de su prehistoria a un mecanismo de funcionamiento perfecto que le permite, aun reconociendo de hecho su propio surgimiento de una degradación absoluta, prescindir también por completo de la vida emocional, si es que no añadir un mérito a la hoja de servicios de quien ha logrado soportarlo todo sin ningún indicio de debilidad interior.

Desarrolla Sebald también una reflexión de Enzensberger al señalar que no es posible comprender la misteriosa energía de los alemanes si no se comprende que han hecho de sus defectos virtud, razón por la cual inician inmediatamente una silenciosa e imparable reconstrucción del país.
     Ante la escasez de fuentes, Sebald rastrea en el periodismo extranjero de la época para ofrecer testimonios como el del sueco Stig Dagerman, reconocido como extranjero porque miraba por la ventanilla mientras recorría en tren el desolado paisaje del país; el de la norteamericana Janet Flanner cuando al salir de Colonia por una de las carreteras secundarias se encuentra “con una población encogida, vestida de negro… muda como la ciudad”, o la nota de E. Kinston-McCloughry informando del aparente vagar sin rumbo de millones de personas sin hogar en medio de aquella inmensa devastación. Una experiencia de desarraigo colectivo que explicaría la pasión de viajar, de no poder quedarse en ningún sitio y estar siempre en otra parte, que Heinrich Böll, y con su testimonio vital el propio Sebald, le atribuyen a los habitantes de la República Federal de Alemania.
     Esa predisposición reflexiva que recrea racionalmente hasta el último detalle motiva que Sobre la historia natural de la destrucción recuerde en tantos aspectos a Hiroshima, el afamado reportaje de John Hersey. Amparado en el testimonio de seis supervivientes de la bomba atómica, Hersey recrea con limpio estilo objetivista el silencioso deambular de la población en los días que siguieron al lanzamiento. En ambos casos, entre las ruinas de Hiroshima y en los huecos vacíos de Colonia y de Hamburgo, se produce la inmediata regeneración de la naturaleza transformando el paisaje de las ruinas con sorprendentes brotes de vegetación. La bomba había estimulado los órganos subterráneos de las plantas en Hiroshima y en el otoño de 1943, pocos meses después del gran incendio, mientras los arbustos empezaban a crecer entre las ruinas de las cocinas y los dormitorios de Colonia, en Hamburgo “florecieron muchos árboles y arbustos, especialmente castaños y lilas”. Si bien tanto Hersey como Sebald respetan el derecho al silencio de una población traumatizada en el epicentro de la catástrofe, Sebald denuncia la falta de compromiso con su tiempo de los escritores alemanes de la época, especificando en el caso de Alfred Andersch un proceso profundamente comprometedor de manipulación y adaptación a las condiciones dominantes. También se hace eco de escasas excepciones como la de Heinrich Böll y su novela El ángel callaba, no por casualidad publicada en 1992, cincuenta años después de haberse escrito. ~

— Jaime Priede

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