Andrea Chapela
Ansibles, perfiladores y otras máquinas de ingenio
Almadía, 2020
Pedro Zavala
El terco rezo de las nubes
Paraíso Perdido, 2019
Yuri Herrera
Diez planetas
Periférica, 2020
Varios autores
Así se acaba el mundo
Ediciones SM, 2012
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Así se veía el futuro hace cien años: viajes en el tiempo, androides demasiado humanos, tecnologías de la comunicación y medios de transporte para expandir (y emancipar) la civilización terrestre por el universo… Quienes escriben ciencia ficción hoy saben a lo que llegaron esos sueños: la verdadera tecnología omnipresente del siglo pasado, el plástico, está a punto de reemplazar a los peces en los océanos; una clase más discreta de robots condiciona con sus algoritmos lo que consumimos, cómo navegamos por internet y además aprende a imitarnos; mientras tanto, las tecnologías de la comunicación apenas y han cerrado por unas milésimas el abismo que se abre entre las personas.
Y sin embargo, la ciencia ficción sigue dando a luz a otros futuros, apoyada en un cruce de tonos, experimentaciones y temas, mezclando la literatura especulativa o los relatos sobre el cambio climático o cli-fi, con la literatura fantástica y la cultura pop.
Es el caso de Ansibles, perfiladores y otras máquinas de ingenio, de Andrea Chapela. Compuesto por cuentos que circularon durante años en diversas publicaciones y que ahora conforman un organismo o –para usar la propia terminología de Chapela– artefacto coherente de relatos que juegan con la forma. En este libro hay lugar para el viaje y el descubrimiento de una Ciudad de México sumergida después de un diluvio causado por el sobrecalentamiento global (“Como quien oye llover”); para Rivera, una hacker que reprograma las memorias de sus clientes (“Ahora lo sientes”) y en cuyo relato Chapela imita los laberintos de código informático que requeriría una profesión futurible como esa; para apps que pueden narrar la historia íntima de la gente como testigos omnipresentes (“La persona que busca no está disponible” y “Calculando, recalculando”).
Esa ansiedad y cotidianidad sobre el futuro es también uno de los temas principales en El terco rezo de las nubes, de Pedro Zavala, una colección de cuentos sobre mercenarios, humanos mecanizados y viajes propiciados por la tecnología que conducen al fuero interno antes que al espacio exterior. El volumen abre con “El amanuense”, relato de unos frailes del siglo XV que se ven perturbados por la noticia de una invención proveniente de Maguncia, capaz de reemplazar el trabajo de treinta escribas. (Por supuesto, este invento no es otro que la imprenta de tipos móviles.) Más allá de esa clave, Zavala sabe evocar el peso emocional y psicológico de sus personajes, ubicados en situaciones límite frente al cambio tecnológico: citas a ciegas entre estudiantes en una Ciudad Universitaria del futuro (“Vendrán días de sol”); un hijo que visita a su madre en un mundo distópico donde la gente trabaja treinta días seguidos y se hidrata con cápsulas comprimidas (“Pequeña luna roja”); el perfil biográfico de un artista misántropo y cyborg (“Lurko”); o la narración colectiva de una sociedad donde los niños están desapareciendo (“Padres sin hijos”). El terco rezo de las nubes tiene un registro más melancólico y, quizá por eso, más propio de un género habituado a las distopías y las desilusiones por el futuro.
En cambio, Diez planetas, de Yuri Herrera, abraza este género en el que es uno de sus libros más experimentales y, no poca cosa, juguetones. Aunque el título lo disimula, se trata de veinte relatos o textos breves que, como en el caso de Chapela, no se limitan a plantear situaciones y mundos extraordinarios, sino que también juegan con formas como las letras pequeñas de los contratos de condiciones y términos de servicio de todos los días en aplicaciones y páginas web (“Advertencia”), un catálogo de narices (“El cosmonauta”) o la biografía de una bacteria con crisis existenciales (“Entera”). Escrito con un sentido del humor muy distinto al de sus anteriores libros más “realistas” (Trabajos del reino, o El incendio de la mina El Bordo), Diez planetas abreva de la tradición latinoamérica, invocando a Borges en “Zorg, autor de ‘El Quijote’” –historia de unos extraterrestres cúbicos que hablan sobre sus borradores de novelas, llamados, dada su ausencia de manos, “garraescritos–; a Julio Cortázar en un cuento homónimo de “Casa Tomada” o a Jan Potocki en “Catálogo de la diversidad humana”. En suma, este libro es una prueba de que las fronteras entre la literatura de ciencia ficción y la fantástica son mucho más sutiles de lo que pensamos.
Más variada en sus registros, la antología Así acaba el mundo, seleccionada por Edilberto Aldán, congrega a escritores mexicanos de diversas generaciones para trabajar uno de los temas predilectos de la literatura en general: los fines del mundo. Ya sea un cataclismo ecológico, bélico o personal, estos relatos buscan vislumbrar ese futuro partiendo de diversos ángulos: desde la reelaboración de un mito como en “Contemplación”, de Alberto Chimal, relato sobre Rafael y Jauza, los dos últimos seres humanos sobre la tierra y por tanto la antítesis de Adán y Eva; la experimentación con el punto de vista, como en “Final de fiesta”, de Gabriela Damián Miravete, donde un gato atestigua cómo el mundo se dirige a una especie de Big Bang invertido; desde el tono como “El plan perfecto”, de Raquel Castro, que pone en escena a una chica y a su jefe, quien la explota bajo la excusa de que su empresa en realidad es una organización secreta que cambiará el mundo; y por supuesto, con los propios artefactos, como es el caso en “De qué silencio vienes”, de Libia Brenda Castro, sobre unos libros que no predicen sino que contienen el apocalipsis.
El futuro, como suele decirse, nos alcanzó. Pero, de manera desconcertante, revela que así como no hay un solo final del mundo, todavía quedan muchos presentes por explorar a través de la literatura. Esa es más o menos la sensación que queda después de este breve viaje por alguna de la ficción especulativa y de ciencia ficción escrita en español y desde México en años recientes. Si antes se escribía para imaginar artilugios del futuro, pareciera que ahora la literatura –y en especial el cuento– se limita a ser en sí misma algo que quizá nadie esperaba: un artefacto futurista.
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