¿De qué hablamos cuando hablamos de los libros de Anne Carson? a) Un libro de poemas, b) Una novela, c) Un relato en verso, d) Una reescritura, e) Un volumen misceláneo, f) Todas las anteriores. ¿Llamar a este conjunto una colección de poemas? Habría que pensarlo de nuevo.
Hemos escuchado: “el verso no se ajusta a la idea que tenemos y suena ‘raro’”, “parece más bien una prosa entrecortada”. Carson tiene junto a Ashbery el mérito de saber forzar su propio papel, los materiales y moldes del género. Para ambos, el poeta no es un iluminado sino un escritor cuya especialización la define cierto temperamento y cierto ritmo; cada uno de sus libros es un precipitado de múltiples ingredientes y variadas consecuencias, una serie de permutaciones y metamorfosis, distintos grados de opacidad que dicen una cosa y sugieren dos o tres. La teoría de los conjuntos refleja el método de composición de estos autores: sus libros son sacos llenos de elementos que están ahí para interrelacionarse de formas intuitivas, cuyos límites a veces dependen más de la percepción movediza que de una lógica imbatible. En cuanto a estructura, los libros de Carson se mueven siempre entre la lírica, la narrativa y el ensayo, en ese espacio sombreado donde se superponen los campos y nada es puro.
Autobiografía de Rojo abreva de nuevo en la literatura griega. Gerión es un monstruo de tres caras, dueño del rebaño de bueyes que robó Heracles en su décimo trabajo. Aparece en la Eneida y la Divina comedia, y es el protagonista de la Geryoneis del poeta griego Estesícoro (los prolegómenos a la Autobiografía de Rojo giran precisamente en torno al autor y las circunstancias de su escritura). Un protagonista extraño que en la alquimia del palimpsesto se vuelve otra cosa. Por la parte novelística del libro, conviene ofrecer una sinopsis del personaje y la historia:
El monstruo Gerión vive en un lugar rojo […] Tiene alas y vive con su familia en una isla. Es nuestro contemporáneo y, cuando comienza el poema, un niño anómalo que se encamina a la escuela.
Conoce a Heracles ya de adolescente, en una estación de autobuses, y se enamora de él. Se hacen amantes. Heracles vive con su abuela en un extremo de la isla, en el pueblo de Hades. Es un muchacho despreocupado, poco enamoradizo; lo opuesto a Gerión. Heracles acaba por cansarse de tanta entrega y Gerión se aleja con el corazón roto. Pero la historia sigue.
En las notas previas, Tedi López Mills ofrece este mapa para el lector. Dado que las referencias son tan diversas y debido a que la capacidad de fabulación de la autora hace cada vez más difícil reconocer el texto base a medida que avanza la lectura, las pistas vertidas ofrecen asideros convenientes para transitar por esta fábula sin restarle misterio. Por otro lado, la traductora ofrece una versión calculada y sensiblemente atenta al estilo carsoniano, cuya lograda naturalidad conserva los usos flexibles de la puntuación y el tejido sonoro del original –de la conversación coloquial a la cita filosófica, del arrebato narrativo a la imagen lírica, del corte abrupto a un complejo largo aliento, y de una a otra sin transiciones.
Carson ha confesado la desconfianza que tiene para alcanzar altura lírica. Pero esta sucede: eleva el decorado a nivel de atmósfera plena (“Era la hora en que la nieve se vuelve azul/ y se encienden las luces de la calle y una liebre quizá/ se detiene en los confines del bosque tan quieta como una palabra en un libro”), aprovecha la circunstancia para definir un estado interior de las cosas (los botes de basura se convierten en tristes personajes que “rodaban por el callejón en busca de sus almas”). Se dice que el buen novelista es tal porque tiene algo de poeta. Carson sabe recorrer el camino de la prosa al verso y viceversa, y eso la coloca más allá de las etiquetas, como una deslumbrante escritora.
La canadiense recrea al monstruo del mito como un niño impresionable, asustadizo, que admira a su abusivo y mundano hermano mayor; luego, como un adolescente preocupado por el sexo que “escribe” su autobiografía con una cámara fotográfica (el texto, donde la primera persona está ausente, es quizás un gran comentario autoral a dicha “escritura” referencial) y escapa de casa para visitar a la familia de Heracles, perseguir volcanes como símbolo del calcinante abismo amoroso al que desea asomarse y recibir, finalmente, su primera decepción.
Uno de los capítulos más intensos es ese donde se relata el viaje en avión de Gerión a Argentina, años después de su aventura con Heracles. En el espacio claustrofóbico y precario de la cabina, él recuerda haber visto a un perro atacado por la rabia, y haber huido cuando el dueño iba a matarlo (ahora extraña ese momento no visto de liberación). Lee en una guía de viaje sobre arpones hechos con hueso de ballena; y sobre los yámanas, una tribu extinta que, entre otras curiosidades lingüísticas, tenía quince palabras para nombrar a las nubes. Divaga entre los pormenores del vuelo: la velocidad del avión, la temperatura externa, la oscuridad reinante. Se adentra en la cuestión del tiempo, una fuerza o una presión que lo fascina y agobia: “Un hombre se mueve a través del tiempo. No significa nada salvo que,/ como un arpón, una vez arrojado llegará.” “¿De qué está hecho el tiempo?”, se pregunta Gerión, para caer en la urgencia del vacío: “Es una abstracción./ Sólo un significado que le/ imponemos al movimiento.” Es ahí, en el punto donde la vida interior siempre intensa de los personajes se paraliza o se ahueca, donde Carson consigue aliar conocimiento e instinto para producir un familiar extrañamiento. Donde las fotografías de Gerión son reflexiones sobre la crueldad, o un dato sobre la solidificación de la lava da pie a un epitafio para cierta historia amorosa.
Pero oculto entre el desasosiego y el dolor, intermitente, aparece el tema principal en todos los libros de la autora, un espectáculo natural esperable pero sorpresivo, como la erupción de un volcán, que todo lo incendia y lo confunde con su avance arrasador: “la costumbre humana/ del amor equivocado”. ~