Colón: historia, mito, novela

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Christian Duverger

El ancla de arena

Ciudad de México, Suma de Letras, 2016, 378 pp.

Cristóbal Colón no nació en Génova, de hecho nadie sabe dónde nació. No se le conoce casa “y ningún documento eclesiástico reporta su muerte”. En su tiempo no se pensaba que la Tierra era plana. “Desde Pitágoras, el mundo sabía que la Tierra era redonda […] Aristóteles probaba la redondez de la Tierra por la observación de la Luna. Tolomeo, en el sigo II de nuestra era, supo calcular la circunferencia de la Tierra.” Incluso la Iglesia, siempre a la zaga en menesteres científicos, sabía que la Tierra era redonda: “El Terrarum Orbis del obispo Isidoro de Sevilla es del siglo VI.

Dejando de lado a los vikingos, que nunca supieron qué tierra pisaban, no fue Colón el primero en descubrir el Nuevo Mundo. Se sospechaba de la existencia de un “misterioso piloto que le habría revelado a Colón el secreto de la ruta a seguir para llegar a América”. El asunto va más allá de la sospecha: “Todos los cronistas del siglo XVI mencionan el hecho.” Colón solo habría explotado “una información que le habría sido trasmitida por un piloto experimentado”. Ese piloto no es anónimo. Garcilaso de la Vega se atreve incluso a ponerle nombre: Alonso Sánchez de Huelva. Los europeos del siglo XV pensaban que al final del mar estaban las Indias, lo que estaba en discusión “era la factibilidad de la travesía”. Colón no tenía amigos ni confidentes, no era afecto a la vida familiar. “Pide no aparecer en ningún registro.” No fueron tres carabelas las que lo llevaron al nuevo continente, sino dos: La Niña y La Pinta. La tercera nave era una nao, “un barco pesado de transporte”. No se llamaba Santa María, no tenía nombre. En el siglo XIX  se le intentó canonizar pero su causa fue desechada… por esclavista. Se había comprometido con los Reyes Católicos a cristianizar a los nativos, pero “todos sus esfuerzos tendieron a no bautizar a ningún autóctono”, para así poder “reducir a los indios a la esclavitud”. Los obliga a entregar cada semana una cantidad de un oro que no existe, so pena de cortarles narices y orejas. Por eso, luego de su tercer viaje lo regresan a España con grilletes. Lo había perdido todo, “su gobierno, su oro, sus esclavos, su monopolio comercial, su honor y su libertad”. Murió en Valladolid, casi ciego y en el “más misterioso anonimato”.

Mientras que la mayoría de los grandes hombres hacen todo lo posible por dejar su huella en la historia, “Colón hizo exactamente lo contrario”. Así lo afirma Christian Duverger (Burdeos, 1948), autor de El ancla de arena: “su voluntad de no inscribirse en la historia lo convirtió en leyenda”. La mayoría de los hechos más conocidos de la vida de Colón son falsos: su juventud genovesa, el episodio del huevo, la reina Isabel empeñando sus joyas para ayudarlo. Los datos de su leyenda se forjaron en Italia en el siglo XIX: con motivo del cuarto centenario de su nacimiento todos quisieron apropiarse de su figura precursora. De ese modo, se habla de un Colón genovés, catalán, judío, portugués y hasta suizo. Lo mismo ocurrió con su efigie. En vida nadie lo pintó ni lo describió en papel. Como nadie sabe qué apariencia tenía, cada artista, cada país, lo imaginó a su gusto. Lo más probable, dice Duverger, es que no fuera genovés sino portugués, lo cual explicaría varios de los asuntos más misteriosos de su biografía. Colón, sujeto histórico, está envuelto en la espesa neblina del mito.

¿Puede hacerse la biografía de un mito? “No”, fue la conclusión a la que llegó Christian Duverger. Dejó de lado el intento de escribir una biografía tradicional. “En el caso preciso de Colón, en ausencia de pruebas, habría tenido que presentar varias hipótesis susceptibles de ser mutuamente contradictorias.” Decidió entonces “escoger una interpretación, seleccionando una multitud de datos, y privilegiando la coherencia psicológica; y luego darle a este estudio un giro novelesco”. Esto último no lo dice Duverger sino Jacques Castelnau, álter ego del autor en esta novela colombina. Como Duverger, Castelnau fue investigador de La Sorbona, especialista del siglo XV y XVI, “un solitario capaz de mediatizar sus investigaciones”. Como su personaje, Duverger es autor de varios libros sobre el tema de los conquistadores. Hacia el final de su novela, Duverger-Castelnau explica las razones por las que se decidió a probar fortuna con un relato de ficción. Colón era “un expediente en el que yo había trabajado en varias etapas de mi vida pero que había dejado de lado porque estaba muy enredado, es muy complejo, científicamente peligroso”. Por ello, “me permití darle al conjunto una forma novelesca”. Intentó Duverger en su libro mezclar “la seriedad más exigente de la historia crítica con la libertad de ficción, lejos de las teorías especulativas”. Inspirado en El arpa y la sombra de Alejo Carpentier y en Terra nostra y Cristóbal nonato de Carlos Fuentes, pero sin la misma fortuna, el historiador cambió de casaca, se despojó de las rigideces académicas, se impuso el formato literario y gestó El ancla de arena.

En la novela Duverger se sintió libre de ataduras, especuló a fondo, como en sus libros anteriores. Para rellenar las múltiples lagunas de la biografía de Colón, dio rienda suelta a su imaginación. Creó una trama detectivesca en la que primero aparece el extraviado Diario de a bordo de Colón (en sus dos versiones, la autógrafa y la copia que mandaron hacer los reyes), luego estos dos ejemplares son hurtados (con asesinatos a puñaladas incluidos) y más tarde recuperados por la pareja formada por un policía sevillano (Ricardo Luna, un inverosímil detective versado en la historia española del siglo XV) y una, por supuesto, bellísima investigadora italiana (Myrta Pitti, descrita con todos los clichés posibles).

Si como historiador Duverger es osado, imaginativo, audaz, especulativo y brillante (como cuando propuso, en Crónica de la eternidad, que no fue Bernal Díaz del Castillo el autor de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España sino el mismo Hernán Cortés), como novelista es muy limitado, se vale de todos los lugares comunes al uso en la novela policiaca, su trama es básica, el misterio escaso, la prosa afectada y las escenas rayan en lo ridículo. Los protagonistas hacen el amor, “el retrato de Piero della Francesca los ve darse infinitos besos. La escena es encantadora”. La investigadora le dice al detective: “Ricardo mío, con tranquilidad segura, con desenfado de princesa.” La formidable novela de Colón (el misterio que rodea la vida del descubridor) la inserta Duverger en una trama rocambolesca (bigotes y pelucas incluidos, y muchos viajes para darle color, tipo James Bond). Sin embargo, dada la inexperiencia de Duverger con el género, a lo largo de la novela se permite ir soltando sin mesura la copiosa investigación sobre Colón. Así, los protagonistas, mientras caminan, comen, antes y después de hacer el amor, mientras viajan, a todas horas, van desplegando la erudita y altamente especulativa narración sobre el navegante. La formidable imaginación de Duverger como investigador aterriza pobremente en una novela previsible y en muchos momentos francamente tediosa. Si a los historiadores el ejercicio debe parecerles extravagante por la forma en la que Duverger llena los huecos de la biografía de Colón –con saltos arriesgados e imaginativos–, como novelista es limitado y de inventiva más bien escasa. Como era de esperar, la trama se resuelve por una casualidad, que no contaré aquí, que de pronto ata todos los cabos sueltos.

La historia de Colón pronto se volvió leyenda y entró al terreno del mito. Del mito la han traslado diversos autores a la literatura. El primero fue Lope de Vega, al cual siguieron Lamartine, Jules Verne, Léon Bloy y Paul Claudel. La novela de Duverger no puede inscribirse en esta lista prodigiosa, su lugar más bien es otro, muy cerca de El código Da Vinci de Dan Brown. ~

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