Porque crear debe ser siempre una apuesta al titubeo

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Mauricio Molina, La puerta final, México, Cuadrivio, 2014, 80 pp.

En medio de la psicosis por el reconocimiento y la fama, que priva a artistas y a escritores de la verdadera obra de arte, permanece, apenas, un puñado de hombres que aun son capaces de producir en el silencio. Autores secretos que depositan su intimidad en la pura creación, porque saben que solo a través de ella es posible apaciguar los demonios de la velocidad y, al mismo tiempo, sostener un diálogo honesto con el fracaso. Solo quien resiste a la falsificación —al pastiche, a la fórmula— es capaz de hacer y dejar de hacer con perfecta dignidad. Afrontar la soledad, no como artista (que se regodea en su sufrimiento para izar el viejo estandarte de creador atormentado), sino como hombre, implica, de modo inapelable, un apartamiento que rechaza toda posesión. Esta clase de artistas que ya no se pertenece convierte su obra, involuntariamente, en el producto de la tensión entre parálisis y creatividad. No estetizan nunca el sufrimiento: lo padecen. Y padecen también la incertidumbre del momento único, la violenta espera, la seducción de lo desconocido, la respiración entrecortada, la lengua rota. En otras palabras, el riesgo de la creación. Y en verdad, solo quien lo arriesga todo experimenta la manifestación verdadera del arte. Pues, ¿de qué sirve jugar a la creación segura? Creación segura es repetición y mercancía, nunca el resultado de una experiencia estética genuina. Ciertamente, quien apuesta a lo seguro sabe que recibirá su recompensa al final de la jornada (lo que sea que esto signifique); pero sacrificar la duda en la creación artística, ¿no equivale a prescindir del destino misterioso en un diario náutico del siglo XV o perderse las fabulosas descripciones de los parajes americanos en las crónicas de la conquista? Toda creación que pueda ser llamada con justicia artística apunta, siempre, a una tierra prometida (ignota), a un obsesionario de intensiones intensas. Búsquedas personales conducen a resultados indecibles, los cuales, a decir de Juan José Saer, deben ser “el ejemplo mismo de una exigencia artística y filosófica obstinada en hacer surgir […] una galaxia luminosa de mundos imaginarios”. Mundos indistinguibles de ese otro que “por un abuso de lenguaje llamamos real”.

Es en el marco de este torbellino donde quisiera colocar La puerta final, puesto que resultaría injusto e insuficiente referirse a él únicamente como un libro de relatos fantásticos, ya que es también —o sobre todo— un libro preciso, desgarrado y punzante. Cuando digo preciso estoy tratando de decir que hablamos de una obra irreseñable, en el sentido de que transmitir sus páginas significa repetirlas por completo. Y cuando un libro no puede ser contado, pues la transmisión de los fantasmas que lo recorren reclama la exactitud de las palabras, solo podemos apelar a las emociones que suscita en nosotros; aunque esto suponga, paradójicamente, vaguedad e imprecisión. Como los buenos poemas, los relatos de Mauricio Molina escapan a la paráfrasis, han sido fijados en su circularidad y la única manera de acceder a ellos es a través de su estricta enunciación. Su expresividad absoluta descansa en la pura lectura, y solo después de ella es posible comprender la punzante soledad a la que somete a cada lector. Diré por qué: los relatos de La puerta final —cumpliendo cabalmente con la tesis sobre el cuento de Ricardo Piglia— cuentan dos historias, donde la segunda es la que contiene la esencia vital de lo narrado. De hecho, para mí es la concatenación de todas esas segundas historias, que son, en realidad, una única segunda historia, el mérito fundamental de la obra de Molina. Seguir esta trama secreta nos deja, en tanto lectores que hemos pactado con la narración, y por consiguiente con el artífice de ella, indispuestos para la acción: jaque y melancolía. Y si bien ya desde lo más a flor de piel las páginas de La puerta final están repletas de pesimismo, de desesperación, de noche y de tedio, en lo hondo lo están aún más (mucho más). Los personajes que habitan los veintiún relatos que conforman el libro viven una realidad monótona, absurda, ridícula; valores que, por cierto, se intensifican, en su dimensión onírica —la cual nunca es sueño sino pesadilla. No obstante, en la primera historia algunas veces sus vidas son salvadas, o mejor dicho, no son despiadadamente mutiladas; mientras que en su transcurrir al interior de la segunda están siempre al borde del abismo, y en ese mismo nivel su realidad órfica es el padecimiento constante del infierno: no hay salvación porque no hay vida.

Pero no solo son los personajes los que se encuentran al borde del abismo, pues el autor —como los autores que referimos al principio— también lo está: todo el tiempo. En esta dirección, habría que evocar algunos de los anteriores libros de Molina —Mantis Religiosa, Fábula Rasa, La trama secreta— para entender enteramente todo lo que se juega en La puerta final, pues como le sucede a Abdul Ben Hassan con el ajedrez, quien después de perfeccionar su juego hasta el punto de “predecir el desarrollo y final de una partida aun antes de empezar a mover las piezas” decide horrorizado —tal vez a causa de la certidumbre— abandonar “su arte, fama y riqueza” para “internarse en el desierto” y “llevar la vida de un anacoreta”, este libro significa un carpetazo a las certezas construidas a lo largo de más de dos décadas de narrar. Una prueba de que la ciencia ficción, la fantasía, el terror y el misterio pueden experimentar un feliz cambio de rumbo y naufragar (pues la verdadera creación es naufragio), con fortuna, en nuevos mares. En La puerta final, Molina camina inseguro y titubeante en cada relato y eso se siente: riesgo que el lector, este lector, con sinceridad agradece. Y yendo más allá, quizá sin quererlo, nos transmite, por el compromiso extremo que tiene con sus creaciones y la relación conflictiva que mantiene con su obra, la despiadada atmósfera que nos envuelve a todos al momento de la escritura.

 

 

 

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