El disparo de Argón, de Juan Villoro

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Nota de la redacción:
     El disparo de Argón, libro con el que debutó como novelista Juan Villoro en 1991—recientemente reeditado por Anagrama— fue bien recibido entonces por la crítica Fabienne Bradu, cuyas opiniones sobre la destreza narrativa de Villoro han sido confirmadas con el paso de los años. Esta reseña —publicada en la revista mexicana Vuelta, dirigida por Octavio Paz, en 1991—, con la que Bradu celebró la aparición de esta primera novela, no deja de tener interés para los lectores españoles a pesar de sus ligeras anacronías.

En estos últimos años, se ha aventurado un concepto urbanístico que parecería reivindicar el caos que significa el irrefrenable desarrollo de la Ciudad de México. Lo he escuchado mencionar como la “estética de lo inacabado”. La expresión se refiere, en términos más pedestres, a un paisaje de incontables varillas que erizan cualquier construcción como un signo ambiguo de negligencia y de promesa de un incierto crecimiento futuro. La “estética de lo inacabado”, frente a ciudades de una pulcritud intachable y fijadas de una vez por todas en un momento de su historia, sería asimismo el signo de una vitalidad tercermundista, del vigor de un proceso incontenible, incluso de una salud que sospechosamente tomaría las apariencias de la enfermedad. La Ciudad de México es, para estos nuevos estetas, una ciudad en continuo proceso, una ciudad en gerundio, que día a día verifica sus mutaciones en la imposibilidad de fijarse en un mapa definitivo, en un retrato perdurable, en suma, en un esquema de explicación y de interpretación.
     Con las novelas de la llamada “onda”, se perfilaba ya la imposibilidad de un retrato global: la ciudad se limita a un barrio y a un grupo social. Carlos Fuentes, en su ambicioso fresco de La región más transparente, hace un recorrido más completo, pero su estilo sugiere más bien la ebullición carnavalesca que está en el origen de la monstruosa urbanidad. Faltaba la novela que “ordenara” en una forma literaria la imagen actual del caos erizado de varillas. Juan Villoro nos propone una convincente en su novela El disparo de Argón.
     Una de las mayores virtudes de esta primera novela de Juan Villoro está en la contención con la que se pinta la imagen del caos y la inminencia del desmoronamiento. El relato fragmentado se construye a imagen y semejanza de la ciudad: con la continuidad azarosa que yuxtapone realidades subterráneamente imbricadas, con un ritmo entrecortado que difícilmente revela una lógica reconocible, y aceptando una aparente libertad que, en el caso preciso de la materia literaria, traiciona un impecable dominio de la forma novelesca. El disparo de Argón logra restituir en su misma forma el trazo insojuzgable de la ciudad en la que se desarrolla, por lo demás, una singular alegoría del sistema mexicano.
     El escenario es una clínica de oftalmología en la que el tráfico internacional de córneas da pie a una trama policiaca que tensa el hábil trenzado de la novela. Porque El disparo de Argón es estas tres novelas a un mismo tiempo: una novela de la Ciudad de México, una alegoría del sistema mexicano y una novela policiaca que conserva su autonomía frente a las otras dos. Tiene mucho de Bioy Casares, en su manera de sugerir que, más allá de la trama policiaca, el relato siempre remite a otros sustratos de la realidad, como si siempre se nos estuviera hablando de otras historias pero sin dejar de contar nunca esta historia precisa. El escenario de hospital es, por lo demás, un homenaje vicario al escritor de la invención de la inmortalidad.
     Más allá del trafico internacional de córneas y de las aventuras del módico narrador —el sentimental doctor Balmes—, El disparo de Argón es, como ya lo dije, una alegoría del sistema mexicano. La figura central y prácticamente ausente de la novela es la del maestro Suárez: el fundador y director de la clínica, el maestro universitario que ha formado generaciones de oftalmólogos, el depositario de un saber, el médico de éxitos mundanos y de veleidades de redención social. El maestro Suárez es la encarnación de un poder de formas antiguas y modernas: hay algo en él del tlatoani, del caudillo ilustrado y de la eminencia gris que mueve los hilos del poder desde el oscuro refugio de su ausencia. La clínica del barrio de San Lorenzo recuerda el panóptico de Bentham, y sobre todo el ejercicio del poder que permite, según Michel Foucault, la disposición arquitectónica de la construcción. En esta clínica, al igual que en los panópticos ortodoxos, el principio que rige la vida interna es el de un poder “visible e inverificable”, fundado en “una vigilancia permanente en sus efectos, incluso si es discontinua en su acción”, para que “la perfección del poder tienda a volver inútil la actualidad de su ejercicio” (Michel Foucault, Vigilar y castigar). Juan Villoro construye el escenario de su alegoría como si éste fuera una mise en abyme de la teoría del panóptico: allí donde se devuelve la vista a los enfermos, se trata de mostrar el funcionamiento de un poder invisible. En este sentido reza el epígrafe de la novela: “El ojo que ve la luz juzga que no ve nada” (San Buenaventura).
     Pero poner de realce la alegoría es cometer una injusticia con la novela. En efecto, si algo sabe evitar Juan Villoro, son los grandes trazos y las simplificaciones narrativas de las malas alegorías. Hay novelas que persiguen la misma voluntad alegórica y que son esqueletos o, a lo sumo, cuerpos castigados por una lamentable anorexia narrativa. En cambio, El disparo de Argón rebosa de carne literaria; es una visión “rollizamente” encarnada en una historia, en lugares, en personajes que gozan de excelente salud narrativa. Mil detalles concurren a asir la gran parábola en una realidad autónoma y tangible, en una trama que se bastaría a si misma si no tuviera esa simultánea habilidad de mostrarnos la radiografía del cuerpo social y humano que retrata. San Lorenzo es un “típico” barrio mexicano pero es, al mismo tiempo, imaginario, singular, único y vívido. Las escenas en la casa familiar del doctor Balmes son reveladoras de la minucia que se necesita para construir un entorno, personajes de primer y segundo plano, un héroe “sentimental e irónico” que debe su destino al sojuzgamiento infantil de una muchachita flaca y despótica, a las enseñanzas sui generis de un médico precientífico y a los desaires de un peluquero vengativo.
     Si El disparo de Argón no se parece a ninguna novela de la tradición mexicana de la ficción urbana, hay que decir también que no se parece a ninguna de las creaciones anteriores de Juan ViIloro. Rápidamente catalogado como el escritor juvenil por antonomasia: cronista de los sectores rockanroleros y heredero directo de los trasnochados “ondistas”, Juan Villoro demuestra con su primera novela la falsedad de la etiqueta y, tal vez, el hartazgo de cargar con el peso de un membrete. Su arte narrativo que, por lo demás, había ya demostrado en sus libros anteriores, es ahora más decantado, más seguro, más pausado. Se antojaría decir que su escritura, como el adolescente cuando se convierte en hombre, embarneció. Juan Villoro dejó atrás la prisa con la que antes, a veces, quería convencer de la fuerza de su ingenio. Su poder de convencimiento ya es otro: de aliento más largo, ha aprendido la paciencia de ir seduciendo a su lector con menos espectacularidad instantánea pero con una mayor solidez en la estructura y con una escritura límpida, precisa y tranquila. Tal vez pierda a algunos de sus admiradores más enamorados de las etiquetas que de la literatura, pero, estoy segura, ganará a muchísimos más lectores con este certero disparo, novelesco. –

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